Cadáveres (I)

Foto: Jorge Carrasco

Foto: Jorge Carrasco

En su primer día como sepulturera, a Rosa Heredia Portales le tocó enterrar un niño de dos años. Ayudada por el otro enterrador, agarró la soga y fue bajando la cajita hasta que tocó el fondo de la bóveda.

Déjame llevarme a mi niño para mi casa -suplicó la madre, colgándole del hombro a Rosa, llenándole el hombro de lágrimas y mocos viscosos.

Eso no se puede -dijo Rosa, y pareció una respuesta vil. “Eso no se puede”, repitió, y la mujer se fue a restregar la nariz en los hombros de sus familiares, poco convencida, mirando cómo el pequeño féretro blanco reposaba en el fondo de la bóveda, y Rosa engranaba perfectamente la tapa de concreto en el borde, como macabra pieza de relojería.

Nadie más murió ese día en el pueblo. Su primera jornada como sepulturera estaba terminada. Aquella noche, como muchas otras que vendrían después, Rosa no pudo dormir.

Cadáveres

Fue mucho antes de este empleo cuando la vida de Rosa empezó a tener que ver con cadáveres. Su trabajo anterior consistía en ayudar al chofer del carro funerario a meter dentro los ataúdes. Y cuando las necrologías se realizaban en aquel cuartico pequeño y sucio del cementerio municipal, también era parte de su trabajo abrirles las barrigas a los muertos, y prepararlos para la funeraria.

"Fue mucho antes de este empleo cuando la vida de Rosa empezó a tener que ver con cadáveres" / Foto: Jorge Carrasco
“Fue mucho antes de este empleo cuando la vida de Rosa empezó a tener que ver con cadáveres” / Foto: Jorge Carrasco

Con un bisturí filoso les rajaba las barrigas, les sacaban las tripas y las demás vísceras, y les echaba mucha agua para limpiarlos, una vez vacíos. Después los colgaba de un gancho por la garganta, “como los puercos en las carnicerías” (compara Rosa), para que escurrieran. Una vez llenos de aserrín y cosidos, los llevaba de vuelta a la funeraria y los vestía para el velatorio, si a los familiares les faltaba el valor para hacerlo ellos mismos.

Cuando oficialmente se hizo sepulturera, aprendió a enterrarlos y a exhumarlos, cuando el ataúd estaba lo suficientemente podrido y los esqueletos parecían material de estudio para una clase de anatomía.

Rosa tiene cincuenta y cuatro años. Es de esas mujeres con la sombra de un bigote encima del labio, a las que siempre se les recomienda no afeitarse, porque entonces los pelos les saldrán más gruesos y más oscuros, y van a lucir peor. El cabello negro nunca le cae sobre los hombros. Es imposible saber de qué largo lo tiene, porque siempre está recogido con una felpa de elástico de esas con las que otras mujeres se hacen hermosas colas de caballo.

Algo en ella da por pensar que sus nervios no están precisamente equilibrados. Saltos temporales. Risas. Temblores repentinos. Indolencia. Preocupación. Y por momentos, todo eso junto.

– Yo antes de ser sepulturera no estaba así. Me puse así por enterrar tantos niños chiquitos. Cada vez que me tocaba uno, me cogía ese entierro como mío y no dormía. Hasta me iba del cementerio mirando para atrás.

Como sepulturera, Rosa cobraba al mes poco más de ciento sesenta pesos (aproximadamente 7 USD). En la Empresa de Servicios Comunales de Melena del Sur (Mayabeque), el empleo se lo dieron más rápido de lo que normalmente ofrecen otros. Para ser sepulturera no necesitaba años de experiencia. Nadie le hizo una entrevista de trabajo.

Pueblo chiquito

La casa de Rosa queda a media cuadra del cementerio. Es de tablas, con un techo tan bajo que se puede tocar con las manos. Tiene el número 2774 en la única calle principal de Melena del Sur, uno de esos pueblitos del interior de Cuba en que nunca hay grandes distracciones ni grandes acontecimientos.

Fosa común del cementerio municipal de Melena del Sur / Foto: Jorge Carrasco
Fosa común del cementerio municipal de Melena del Sur / Foto: Jorge Carrasco

La casa de Rosa parece construida por un niño. Tiene la forma de un cajón de madera al que se le abrieron dos huecos en la cara frontal. Esos dos huecos son una ventana y una puerta. En esa puerta no hay cerradura ni picaporte. Ni Rosa, ni su esposo Edelmiro, ni sus hijos Bisoski y Rosalia tienen lo que se dice una llave de su casa. Por toda llave, el pedazo de zinc que hace de puerta tiene un cordel negro amarrado. Cuando alguien va a salir, se hala hacia afuera el zinc y se le da vueltecitas al cordel alrededor de un clavo. Entonces, la casa queda cerrada.

– Aquí no hay mucho que robarse -dice Rosa. En la pequeña sala con piso de granito cuarteado, un refrigerador Haier puesto encima de dos ladrillos. Dos balancines de hierro. Un ventilador que perdió la armadura. Tres perros satos que se muerden las patas los unos a los otros.

Dice la gente que gran parte de esa covacha se construyó con las tablas aprovechables de los ataúdes que Rosa desenterraba. Puede que sea verdad y puede que sea mentira: pueblo chiquito, infierno grande. Melena del Sur apenas llega a los veinte mil habitantes y como en toda comunidad pequeña, allí el cotilleo popular es deporte. Una mujer que se casa tres veces es puta, un heterosexual que pasa más de cinco minutos hablando con un homosexual es puesto en duda, una mujer que entierra y desentierra muertos es una sucia o está chiflada.

Una visita al cementerio

Rosa empuja para afuera la puerta de zinc. Enreda el cordelito negro en el clavo, cerrando la casa. Nos dirigimos al cementerio municipal de Melena del Sur, a dos cuadras de donde vive. En la entrada Billo, el nuevo sepulturero, luce flaco y sucio como perro abandonado. Tiene el espaldar de su silla reclinado sobre la pared. Rosa le planta un beso en la cara.

– Con tu permiso, vamos a entrar.

– Aquí puedes hacer lo que quieras -responde Billo.

Rosa se ríe, coqueta. Cuando entramos, ella menciona que siempre se debe pedir permiso antes de entrar, “aunque el sepulturero no sea el dueño del cementerio”.

Busca una tumba. Hay una en específico que quería enseñarme, y ahora ninguno de los dos recuerda por qué. Dando vueltas entre decenas de cruces y búcaros con flores plásticas estamos. Pasándole por encima, de vez en cuando, a una cruz de hierro oxidado que indica en el suelo el lugar donde enterraron a alguien cuya familia no era propietaria de ninguna bóveda. Encima de algunas tumbas, coronas de gladiolos frescos.

Rosa se detiene frente a la fosa común, un cuadrado gigante de concreto en cada una de cuyas gavetas está guardado un muerto sin nombre, identificado con un número que se dibuja con pintura negra de aceite en cada tapa.

En las esquinas de las gavetas hay espacios huecos que el sepulturero debió haber sellado con masilla, después de los entierros. Rosa se acerca a la hilera de gavetas que le queda a la altura de la nariz, y huele. Como perro husmeando un hueso, pega la nariz y escarba mentalmente ahí donde, a solo un pedazo de cemento por el medio, decenas de cadáveres se pudren.

– Esto no se puede hacer. No se puede dejar respiraderos porque a los dos días de enterrado, el cadáver ya comienza a tener peste. Ven, huele.

Le digo, con el estómago revuelto, que no es una buena idea. Que es mejor irnos ahora del cementerio, por favor. Entonces salimos.

Asco

"A todo el mundo no le gusta que entre un sepulturero a su casa" / Foto: Jorge Carrasco
“A todo el mundo no le gusta que entre un sepulturero a su casa” / Foto: Jorge Carrasco

“No te voy a decir que me sentía bien, porque es desagradable desenterrar muertos en las condiciones en que lo hacíamos. La Empresa (de Servicios Comunales) no nos daba con qué protegernos: ni guantes, ni nasobucos, ni nada. Y como en las bóvedas no caben escobas para barrer, cuando exhumábamos los restos teníamos que cogerlos con las manos. Yo me olía las manos todo el tiempo para ver si me quedaba peste.

“Cuando terminaba, antes de irme, me bañaba en el cuarto de la necro. Llevaba jabón y toalla. Ya en la casa, también me echaba alcohol en las manos. Un día fui a la Empresa y dije: «Si no me buscan guantes, no saco un muerto más, porque yo tengo hijos, y esos restos se van metiendo entre las uñas». Cuando yo comencé tenía las uñas largas, y me las corté por eso mismo. Nunca resolvieron el problema.

“A mis hijos nunca les dije que participaba en las necro ni que desenterraba muertos. Si se los hubiera dicho en aquel momento, no se hubieran comido lo que yo preparaba en la casa.

“Cuando mi hija Rosalia se fue a vivir con sus suegros, ellos nunca dejaron que yo cocinara nada allá. No les pedía ni agua, porque no me la darían o fregarían el vaso más de lo que friegan los otros.

“Yo siempre fui limpiecita. Alín, el otro sepulturero que trabajaba conmigo, sí era cochino. A veces, los familiares del difunto nos daban unos panes para merendar. Alín se los comía después de sacar al muerto, sin lavarse las manos. ¡Dios me libre!

“A todo el mundo no le gusta que entre un sepulturero a su casa. Y yo viví mucho tiempo acomplejada por eso. Con mi marido llevo casada treinta años, y hasta golpes le he aguantado, pero nunca tuve el valor para buscar otro hombre, por el miedo a que me rechazaran por mi trabajo”.

 

 Cadáveres no concluye aquí. Siga la historia de Rosa Heredia Portales en Cadáveres II

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