Cadáveres (II)

¿Qué es necesario conocer para sepultar y exhumar cadáveres? Nadie le explicó esto a Rosa. Asumieron que iba a aprender sola, y sola aprendió. Como esto no ha quedado escrito en ningún libro, ella lo resume a su forma: este es su manual básico para sepultureros.

1- “El primer entierro del día es a las 9 a.m. y el último a las 5 p.m. Solo si el cuerpo está en muy mal estado, puede enterrarse a otra hora.

2- “Se abre la bóveda y se espera un rato, porque de ahí sale un vapor lleno de epidemias que nadie debe coger.

3- “Cuando el féretro se baja, hay que hacer una placa de cemento, para que quede bien sellado. Si desenterraste un cadáver hace poco, puedes usar esas mismas tablas para sellar los respiraderos, sin decirles a los familiares que son de una caja usada, porque no lo van a aceptar.

4- “Para exhumar un muerto hay que esperar dos años. A los huesos se les puede echar talco y perfume, aunque después de ese tiempo ya no deberían tener peste.

5- “Es más difícil exhumar que enterrar. Cuando exhumas, a veces tienes que trabajar la bóveda desde abajo, donde hay mucho fango y bichos, porque ese fondo es de tierra, y se inunda. Una vez, cuando destapamos la bóveda, la cajita de un niño estaba flotando allá adentro.

6- “Es bueno enterrar al muerto con camisa de mangas largas y medias en las manos y los pies porque, al exhumarlo, le quitas la ropa y ya todos los huesos están dentro”.

"El cementerio nadie lo quiere. De allí nos robábamos los búcaros de cristal para echar pececitos" / Foto: Jorge Carrasco
“El cementerio nadie lo quiere. De allí nos robábamos los búcaros de cristal para echar pececitos” / Foto: Jorge Carrasco

Los muertos no salen

“Nunca tuve tiempo ni cabeza cuando estaba chiquita, para decir qué quería ser de grande. Como esos niños que te dicen: «yo quiero ser pelotero», «yo quiero ser bombero», «yo quiero ser maestra».

“En lo único que podía pensar era en ir a la escuela y ayudar a mi abuela en la cocina. No tuve una niñez de jugar con muñecas, desde los doce años lavé ropa de hombre para ganar dinero.

“Mi madre me dejó con mi abuela cuando cumplí un año. Nunca me quiso. Por eso digo que los muertos no salen. Si salieran, ella ya me habría halado las patas, de lo mala que era. Con todo y eso, a veces pido que me salga aunque sea para decirme: «Hija de puta, vengo a halarte las patas»”.

– Mira- interrumpe Bisoski, que ha estado en una esquina escuchando la conversación- te lo digo yo, que jugaba a los escondidos dentro de ese cementerio con los muchachos del barrio. Ahí lo único que salen son gatos y perros.

– ¿Por qué jugaban precisamente ahí?

– Porque nadie nos iba a molestar. El cementerio nadie lo quiere. De allí nos robábamos los búcaros de cristal para echar pececitos. Las pesetas de cuarenta kilos que ponían arriba de las bóvedas, las meábamos por si tenían alguna brujería, y las cogíamos para tomar refresco.

– ¿Si hubieras sido sepulturera cuando tu mamá murió, la habrías enterrado tú misma? -vuelvo a Rosa.

– No es lo mismo enterrar a cualquiera, que a un familiar tuyo. Bajar el cadáver y poner la tapa con ese dolor. Me parece que no hubiera tenido fuerzas. No sé.

Nervios

Ela Linares, ama de casa del pueblo, atestiguará: “Cuando la necro se hacía allí, Rosa tiraba las vísceras en un hueco sin tapa al fondo del cementerio, y los perros del barrio se paseaban lo mismo con una tripa que con un pedazo de hígado en la boca. La gente siempre se quejaba de la peste a podrido”.

Claribel, una morena que pasa todas las tardes vendiendo natillas de mantecado, me mandará a preguntarle a Rosa sobre aquella señora que picaron en pleno cementerio con un machete, porque aun no estaba lista para la exhumación.

“Un día llega Billo a mi casa  -cuenta Rosa- y me pregunta: « ¿Quieres ver una momia?» Entonces me voy con él al cementerio, donde dos hombres que eran hermanos tenían una orden de Comunales para exhumar a su madre y trasladarla a Granma.

“La difunta estaba en las gavetas colectivas. Cuando la sacaron, tenía el pellejo duro, pegado al hueso. Estaba tan entera y tan rígida que se podía mantener en pie. No tenía peste, pero tampoco estaba descompuesta, porque si la persona tomó muchos medicamentos en vida, el proceso demora mucho y decían que ella había padecido de asma crónica.

“El sepulturero les recomendó a los hijos que pidieran prestada una bóveda con tierra para enterrarla dos años más. Pero dijeron que no tenían tiempo para eso, que la picaran. Yo le dije a Billo: «No la piques tú, porque si esto llega a oídos de algún jefe, vas preso».

“Entonces, ellos mismos sacaron dos machetes y empezaron a picarla por las rodillas y después por las caderas, como si estuvieran macheteando palos. De la cintura para arriba le pusieron los brazos cruzados en el pecho, y la doblaron como un cartón. Envolvieron los pedazos en una sábana blanca, la metieron en el saco de yute que había traído, y salieron con ella al hombro”.

– ¿Y todo eso no te dio mala impresión?

– No, hijo, no. Mis nervios no sé qué tienen. Yo he pasado tanto… ¿Qué nervios voy a tener?

¡Ojalá me muera ahora mismo!

Casi dos años después de comenzar a trabajar en el cementerio, a Rosa le diagnosticaron una hernia discal que no la dejó cargar más féretros. Sepulturera ya no puede ser, pues no todo el que se muere es delgado, y muchas veces tendría que volver a inhumar los cuerpos de difuntos rollizos.

Fue a la Empresa de Servicios Comunales y pidió la baja. Ahora no tiene empleo, que para ella es peor que trabajar en el cementerio.

– No me gusta vivir mantenida -dice.

En el tiempo en que trabajó como enterradora, nunca hubo un día en que no muriera nadie en el pueblo. Enterró vecinos, conocidos, gente que alguna vez compró el pan después de ella. Si una suerte corrió durante ese tiempo, fue no tener que bajar al fondo de la bóveda familiar el cadáver de ninguno de sus hijos.

Rosa tiene que haber pensado en la muerte más de lo que uno normalmente piensa. Conoce demasiado bien las proporciones de una bóveda, sabe que su caja la van a bajar como el resto, agarrada de una soga áspera, y que una vez en el fondo es probable que alguien le tire encima un gladiolo tétrico y apestoso.

“El día que yo me muera, quiero que sea de un infarto, como mi mamá. Mucha gente en mi familia ha muerto de eso. A uno de mis tíos le dio el dolor en el pecho mientras pelaba un cochino, un 24 de diciembre, y no llegó vivo al hospital.

“Cuando yo pienso en la muerte, me erizo toda. Aunque si tú analizas, es mejor estar allí que estar aquí afuera. Allí ni sientes ni padeces. Yo a veces hasta la pido. Cuando me encabrono mucho, grito: « ¡Ojalá me muera ahora mismo!»

“Bisoski y Rosalia me mandan a callar. Y yo sigo gritando, más alto todavía: « ¡Ojalá me muera ahora mismo!» Entonces ellos me dicen que si no tengo cuidado con lo que pido, voy a acabar consiguiéndolo”.

"En el tiempo en que trabajó como enterradora, nunca hubo un día en que no muriera nadie en el pueblo" / Foto: Jorge Carrasco
“En el tiempo en que trabajó como enterradora, nunca hubo un día en que no muriera nadie en el pueblo” / Foto: Jorge Carrasco
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