Café Biscuit

Pocos quieren ir al Café Biscuit. Venden ron Don Diego en ese sitio. La gente pasa y mira, y luego sigue su rumbo. Venden Licor de Piña y Licor de Plátano. Si acaso alguno entra, alguno que no tenga otro lugar donde ir. Venden cigarros Titanes, siete pesos la caja. Y venden café Expreso, Rocío de gallo, cigarros Criollos, cigarros Aroma, ron Bucanero y cajas de condones. Todo es barato en el Café Biscuit, pero pocos entran y se sientan. Hace falta estar muy triste para ocupar una mesa, bien tiste y bien corto de dinero, y hace falta sentir que eres la persona más desdichada en la cuidad de Matanzas.

Si no es de esta manera, no se llega al Café Biscuit. En otras circunstancias y ánimos se escoge un lugar mejor, el parque La libertad, un asiento en la plaza La Vigía. Pero el infortunado se siente a gusto en el Café Biscuit, confirma allí cuán infortunado es, se consuela mirando las mesas ocupadas por otros infortunados, y llega a creer luego que, por qué no, el infortunio es un estado placentero.

Un hombre canta pavorosamente canciones de Nino Bravo y Camilo Sexto. Toma el micrófono y anuncia el siguiente tema. El hombre, como todos en el Café Biscuit, se ve triste, canta sin notar que canta, sin saber que canta, sin oír que canta, y le sale entonces una voz ronca y cortada, está claro que el Café Biscuit no tiene para pagar una voz mejor, sino una voz barata y corriente que esté a tono con todo lo demás, porque otra vendría a romper con la armonía del sitio -con las tazas sin agarradera, con las cucharas percudidas, con el azúcar mojada y asquerosa. Como si el encargado del Café Biscuit hubiese estudiado bien cómo debía ser su cantante, y cómo los camareros, y cómo la mujer que cuida del baño. Si una tipa hermosa le hubiese pedido trabajo, él la hubiese rechazado al soplo por no cumplir el requisito de lo nefasto. Por eso el cantante del Café Biscuit tiene una voz adecuadamente pésima, y los meseros son adecuadamente desprovistos de gracia y sugestión, y la mujer del baño adecuadamente fea y vulgar. No podría ser de otro modo.

Una mesa está  ocupada por dos señoras de cincuenta y tantos años. Las señoras no hablan entre sí. Están bebiendo algo, y no hablan entre sí. Escuchan al cantante, se ven perturbadas y mayores, se ven en paz con sus años y sus vidas, un poco perturbadas y distantes pero en paz, y no hablan entre sí. Cualquiera podría preguntarse qué hacen esas dos señoras, a las tres de la tarde de un domingo de noviembre, sin hablar nada, en el Café Biscuit. Si al menos estuviesen contando de los nietos, y de sus juventudes lejanas, pero oían fugadas al cantante en una esquina del Café Biscuit, sin que una dirigiera la palabra a la otra, o casi sin percatarse de que andaban juntas.

Hay en otra mesa dos mulatos que cruzan unas palabras, beben lo que tienen delante, parecen tipos fracasados, con vidas en las que no sucede nada desde hace tiempo, y que salieron a ver si algo era capaz de estremecerlos ese día. Hubiesen podido acercarse a las dos señoras, compartir palabras y cigarros, pero no lo hacen ni parecen necesitarlo.

En las sillas del fondo hay dos muchachas muy jóvenes. Una de acaso 23 y la otra no llega a 19. Se acarician las manos, medio escurridas, y se ríen, y son verdaderamente lindas, una más que la otra, una con boina y la otra a pelo suelto, no paran de reír y se escurren como huyendo de algo, todo les causa risa, el cantante, los temas que escoge, seguramente las dos mujeres mayores y los hombres mulatos, se ríen de verdad y se ven lindas una a la otra, se miran y se asombran de los lindas que son, llaman al mesero porque una, juguetona, se ha tomado el trago de la otra.

También hay dos parejas sentadas en una mesa del centro. Cada muchacho coge a su muchacha y le piden el micrófono al cantante para cantar ellos. No les importa nadie más en el Café Biscuit, cantan y gritan y se besan, son pretenciosos y alborotadores, y no les importa más nadie, si molestan o no, y a más nadie parece importarles tampoco su presencia.

En el Café Biscuit está, además, Jenny y un grupo de amigas. Realmente no es Jenny el nombre, sino Julián. Julián como el padre y Julián como el abuelo, y no Jenny, de Jennifer, como su hermana. Es cosa de nombres y de sexo. No le gusta llamarse Julián y se puso Jenny, y no le gusta tener sexo con mujeres y lo hace con hombres. De los hombres solo le gusta esto, contraer sexo con ellos, porque odia tener apariencia masculina, odia los pelos en la cara y las espaldas anchas, y el pene que tiene por naturaleza.

Lo más difícil de remediar es el pene, porque lo otro se soluciona rápido. Se rasura bien, se rasura a diario, y logra esconder los pelos del rostro. Hace muchas cuclillas y ya le han salido nalgas. Ahora está un poco subida de peso por inyectarse hormonas, pero siempre ha sido flaca y no tiene mucha espalda. No como sus amigas, dice, como la mulatica –y señala al resto de las amigas que están en otra mesa, son cerca de cinco-, la mulatica tienen unos pies anchos, los míos son finos, dice, las manos también son finas, ella sí no tiene mucho problema. El problema es el pene, hay que escabullirlo, apretarlo y meterlo entre las piernas, esconderlo allí debajo para que no se note, y luego ponerse algo ajustado.

Por lo demás, todo está bien. En su casa la aceptan, con su mamá no hay líos y con el padre, antes de morir, tampoco los hubo. Problemas tuvo Jenny en la escuela cuando ya quería travestirse desde los 14 años, y no la dejaban llevar el pelo largo a la escuela, y entonces tenía que hacerse un moño apretado en la nuca. La han bajado de los carros cuando pide botella y el chofer, coqueto, le pregunta algo y se da cuenta de que la voz no coincide ni con los ojos, ni con la boca, ni con los gestos; la han asaltado para robarle la ropa; se han apartado los hombres cuando viene caminando, pero nada de eso es lo peor, sino lo mismo que le sucede a casi todos los travestis. Lo peor es que Jenny quiere trabajar, y no hay trabajo para Jenny en la ciudad de Matanzas. Otros consiguen pero ella no. Estudió economía, y le gustan los números y sacar cuentas, y a sus 25 años no consigue trabajo. Hay plazas, hay puestos que ocupar, pero nadie quiere contratar a Jenny y le hace falta ganar dinero. Lleva pantalón y blusa con escote, pelo rubio casi blanco, largas pestañas maquilladas y se encuentra en el Café Biscuit. “Los matanceros a veces son crueles”, me dice. “Ya a mí no me importa, pero no te creas que es tan fácil para un travesti”. Al rato alguien pasa por la calle Contreras, se detiene en una ventana del Café Biscuit, mira dentro y grita: “Rubia, locota”.

El Café Biscuit abre de siete de la mañana a siete de la noche. Los precios son baratos y las tazas de café están sucias, sucísimas. Hay gente que pasa, mira y sigue, y otras que ni miran. Esa debe ser gente feliz. Pero si usted no es esa gente, y anda un día de estos por Matanzas, llegue al Café Biscuit. Se está bien bajo la decadencia del sitio, si usted es un infortunado, claro. Pero si no lo es, sáquese los pesos del bolsillo, invéntese una historia triste, ordene un Expreso, y compruebe que el infortunio, por qué no, también es un estado placentero.

 Yo me iba y nadie más se iba: ni las muchachas, ni Jenny y su grupo de amigas, ni las parejas de la mesa del centro, ni las mujeres de cincuenta y tanto, ni los hombres mulatos. Uno de los hombres mulatos me detiene y luego dice: “Niña, quita esa cara de mierda y acaba de serle infiel a tu marido”.

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