Cementerio de Sagua La Grande: ¿la paz o el olvido?

Foto: Lester Vila

Foto: Lester Vila

La más inquebrantable paz del mundo yace en los cementerios. Allí, casi nadie se atreve a violar el ritmo de los acontecimientos diarios. Los sepultureros preparan nuevas fosas, retocan las bóvedas, pintan con cal algunas tumbas o exhuman un cadáver. En los casos más naturales una multitud traspasa el pórtico: las almas piadosas dejan un muerto, lloran o se contienen, y se van.

Ávido de sosiego, uno mismo se deja llevar al cementerio.

Esta semana, dos amigos investigadores de la arquitectura funeraria me invitaron a la necrópolis de Sagua la Grande. Caminamos unos pocos kilómetros al oeste del río Undoso. A principios del siglo XX los sagüeros tuvieron que llevar su camposanto a las afueras del pueblo, lejos. Como en tantos sitios, el viejo cementerio había caído ante la expansión urbana.

En Sagua, el pórtico del cementerio da paso a una incólume capilla neogótica, protectora de la última presencia humana de la familia Arenas-Armiñán. Ese mismo clan, poderoso en ambas ciudades, llegó a erigir una gran residencia art nouveau en la villa cercana, a principios del siglo XX.

Pero, más adentro, lejos del fasto inicial, comienzan a aparecer los osarios incontables. Aunque la necrópolis no ha agotado todavía todo su terreno las cajas de huesos han ido acumulándose sobre las bóvedas, a orillas de las bóvedas, detrás de las bóvedas.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

La expansión interna del cementerio dejó los despojos sin identificación al pie de los obeliscos enlutados, al lado de las cruces, en los pantanos verdes. El moho ha desaparecido los nombres y las fechas vitales. Pero qué importa: ya no existe nadie a quien le interese recordar.

El tiempo, al lado de la muerte, quebrantó los osarios sin recuerdo. La desidia de los vivos dejó los restos humanos a la vista: son huesos blancos y limpios. Y algunos son tan viejos que casi se han vuelto polvo. En cada esquina, entre las tumbas, a orillas de los panteones, bajo las cruces derribadas, uno puede toparse con un esqueleto desarmado.

Un cráneo roto, un fémur cubierto por una media, una cadera… están a la vista. «Ten cuidado, tú eres muy sugestionable», me alertaron mis amigos. Pero yo no sentí miedo, no sentí asco, no me impresioné. Observé aquellos huesos con naturalidad. Me parecieron un hecho concreto sin implicaciones de trascendencia.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

A veces aparecían algunos sepultureros diligentes. El administrador nos recibió amablemente a la entrada. Una señora vino a poner flores a un difunto. Un albañil remodelaba una bóveda con ahínco. Los huesos estaban frente a todos.

Uno entra al cementerio sin imaginarse que los restos estarán a flor de tierra. Los muertos yacen por todas partes —uno lo sabe—, pero hay una distancia mínima (mármol, concreto, tierra…) que les permite descansar en paz, si es que existe la paz definitiva. En Sagua, como en ningún otro lugar que yo haya visto, los huesos de la intemperie van uniéndose rápidamente al polvo.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

 

 

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