Con la muerte en las manos

La aberrante idea de que las falanges de mis manos después de muerto terminarían en un par de calcetines, estuvo rebotando en mi cabeza durante meses. Las mismas manos de amar y escribir, de saludar a los amigos, las de sentir la suavidad del cabello negro de mi madre.

Fue hace más de una década, cuando obligatoriamente me enviaron a cumplir con el servicio militar y por primera vez ingresé en un hospital. Después de un examen donde extraen el líquido biliar mediante una manguera incomodísima desde la boca hasta el estómago, el doctor determinó que tenía hasta las más raras variedades de giardias. Por eso era necesario internarme por unos días en un cubículo más pequeño, en la sala de hombres. No era prudente que estuviese en el pabellón grande donde respiraban casi una veintena de ancianos con otras dolencias que los acercaban cada vez más a la muerte.

Yo estaba feliz. Eran días sin vestirle de verde al verano húmedo, sin tener que halar una podadora enorme y pesada con ruedas de aluminio durante horas, para dejar casi una hectárea de césped como la mejilla de una princesa. Si quedaba un mínimo retoño por encima del nivel el oficial de mando decía: “¡DAAPS!”, lo cual significaba según sus siglas en español: “Dígale Adiós Al Pase Soldado”. Máxime estando en una unidad de Tropas Radiotécnicas, cuyas siglas (TRT) se interpretaban también como “Te Revientas Trabajando”.

Razones teníamos mis giardias y yo para pensar que los próximos días en el hospital serían de tranquilidad y reposo.

Los microorganismos los había adquirido por el consumo de agua. Al parecer no era tan pura como se veía, y yo la bebía en exceso para mitigar el calor y la sed.

Llamaron a mi madre desde el hospital de Sandino para avisarle que me ingresarían y pocos minutos bastaron para que ella, mi padre y mi abuela estuvieran a mi lado, un poco asustados porque nunca fui enfermizo. Comenzaron a repartirse los días que se quedarían conmigo, las comidas, lo que me traerían mientras estuviera allí… casi no dejaron al médico terminar el diagnóstico en su lucha por quién se preocupaba más. Así que aparté a mi familia un poco y me hice hombrecito: “Me como la comida del hospital aunque sepa a rayo, y no quiero a nadie aquí por las noches que yo no me estoy muriendo. Lo único que quiero que me traigan son libros que estos días los quiero para leer y dormir”.

Hicieron un silencio breve y continuaron su discusión como si yo no hubiese hablado. Con ellos padres no vale esfuerzo alguno, uno seguirá siendo un niño toda la vida.

***

Mis labios habían comenzado a hincharse un poco y fueron disminuyendo a su tamaño normal después de las primeras dosis de Tinidazol y Secnidazol.
La primera noche la consiguió mi abuela. Se apareció con una jaba repleta de pozuelos de comida, sábanas y ropa. Me llevó, además de un pijama a rayas que me hacía lucir ridículo, La princesa de Cleves, Corazón, Sinuhé el egipcio y Hércules y yo, que tenía un marcador casi en la mitad, por donde lo había dejado meses antes cuando entré a la previa.

Había dos camas reclinables en el cubículo. Una cerca de la ventana de cristales remendados con precinta y la otra que daba al pabellón  grande y estaba cerca del fétido olor del baño. Como aparentemente estaría solo, escogí la primera.

Por los vidrios entraba el sol de la mañana, tenue, y se veían los gorriones revoloteando en una mata de mango jobo que alimentó a muchos enfermos en el hospital.

El sistema reclinable de mi cama estaba roto. El colchón forrado de una lona verde con manchas sospechosas tenía muy mala pinta. Mi abuela puso tres sábanas antes de que pudiera acostarme. Comenzaba a disgustarme.

Alrededor de las 7 de la noche, mientras hablábamos abuela y nieto, entraron a un anciano de 104 años acompañado por su hija, de casi 80.

El viejo respiraba con dificultad, pero se empeñaba en caminar ayudado del bastón de ébano con empuñadura plateada, un trabajo de orfebrería finísimo que simulaba la cabeza de un lobo. Debió ser más alto en sus años mozos, caminaba con la columna doblada y aun así ocupaba un gran espacio en el umbral de la puerta. Su hija intentó ayudarlo y él le palmeó la mano. Dijo algo pero no se le entendía, ya le habían quitado la prótesis dental que quizá lo harían articular mejor. Blanco el pelo, bien afeitado, con espejuelos de lente grueso como el fondo de una botella, su estilo dejaba ver un carácter fuerte.

La hija nos saludó mientras arreglaba su cama, él al principio nos hizo caso omiso. Estaba tan cansado que solo quería reposar la espalda. Lo primero que dijo la anciana hija fue la edad de su padre, con orgullo. Luego hizo que nos saludara hablándole alto cerca de las orejas: “¡Papá, salude…!”, y el hombre la miró penetrantemente como si dijera: “No grites que no estoy -completamente- sordo”.

Ahí mismo supe que las noches no iban a ser tan tranquilas como había soñado.

***

A las 10 llegó mi tío a verme. Convencí a mi abuela de que se fuera con él a la casa y a duras penas lo logré. A las 12 llegó una enfermera a darme pastillas y a ponerle un respirador con aerosol al anciano, que no estaba de buenas nunca.

Cuando trataba de conciliar el sueño los ronquidos del viejo me taladraban los oídos y no podía dormir. Por otra parte su hija le suplicaba que tomara jugo o el medicamento y no importaba qué hora fuese, tenía una voz aguda que llegaba hasta el final del pasillo: “¡Papá por favor, pórtese bien…!”

A las 6 de la mañana casi a punto de quedar rendido, llegó el doctor con una tropa de estudiantes de Medicina. Peruanos, bolivianos, venezolanos, hasta de África. No bastaba la mala noche, ahora sería conejillo de Indias. Comenzaron a evaluarme a hacerme preguntas, me tomaron la presión, me tocaban el hígado… y yo solo me lamentaba pensando qué jodienda.

A pesar del animado debate médico el señor no despertaba, ni su hija que reposaba en un sillón de yerro a su lado.

Llegó el desayuno mientras leía y los rayos de sol inundaron la salita. El viejo amaneció con una sonrisa desdentada, como nuevo. Cuando se puso los lentes y pudo divisarme bien extendió su mano para saludarme y me dio un fuerte apretón. Tenía una sortija de oro de buen quilate, con una piedra negra y encima la insignia masónica.

“Estás entero abuelo”, le dije. Luego comenzaron a desfilar varios hombres que se acercaban para que él les hablara muy bajo, tenía sus dientes. Fue una mejoría increíble. El médico dijo que si seguía así pronto estaría en casa y la hija hasta recogió las cosas.

Pero en la tarde la vida comenzó a fugársele. Respiraba con más dificultad y los aerosoles debían ser más frecuentes. Así llegó la noche. Mi cansancio de no dormir se combinaba con el ronquido moribundo del hombre en mi cabeza. El ronquido de la muerte, las últimas bocanadas de aire antes de pasar a otro mundo.

Mis padres fueron a verme y luego se retiraron a la casa. Otra vez quedaba solo en aquel ambiente tenebroso. Ya el anciano tenía respiración artificial y par de sueros en sus venas. El médico al parecer sabía que la parca estaba llegando y determinó tratarlo allí mismo, en mi cubículo.

A la medianoche estaba de enfermero auxiliar, ayudando a su hija, sosteniendo los brazos fuertes del enfermo para que no se quitara las agujas. Estaba incómodo, quejándose sin que se le entendiera nada. Luego se calmó un poco y se desvaneció en su último sueño. A las tres de la mañana, cuando se apagó completamente, se escuchó un murmullo leve en aquel hospital de municipio. Se entendió perfecto el sonido gutural: “Icha”. Fue su última palabra.

Se lamentaba además porque le esperaba un largo papeleo para que su padre descansara en paz. No tenía bóveda en un principio y debía firmar una odisea de documentos. Por suerte llegaron los mismos hombres que habían ido a visitarlos antes; ellos resolvieron muchas cosas, hasta el lugar donde descansaría el señor cuyo nombre nunca supe.

La anciana hija había gritado de dolor como su fuera una niña que llora a su padre joven. Me compadecí y le puse la mano en el hombro mientras las enfermeras quitaban los artilugios que lo mantuvieron vivo. Me pidió que le ayudara a vestirlo. Mientras lo hacía me explicaba que “Icha” era como nombraba el viejo a su madre.

Por último sacó dos pares de calcetines. Uno para los pies, otro para las manos; porque cuando se desintegrara y quedaran solo huesos secos, sus falanges quedarían embolsadas allí. No se regarían.

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