Cubicherías: María, la obesa acogedora

Los siglos fundacionales cubanos no fueron jamón, como suele decir el pueblo.

Durante los años 1500 y 1600, el Mar de las Antillas –“que también Caribe llaman”– estaba infestado por los forajidos de los océanos. Nuestros tátara-tatarabuelos ibéricos tuvieron que hacerles frente a los hijos de la Inglaterra, la Francia o los Países Bajos, quienes reclamaban su porción en aquella bravucona piñata que fue el reparto del Nuevo Mundo.

En la Isla se dormía con un ojo abierto y arma sobre el muslo. Ahí tenemos un testimonio de la época: “Aquí se pelea todos los días”, dejó dicho un habitante de la mayor entre las Antillas.

Zonas hubo –Isla de Pinos, bahía de Jagua– donde, más que la corona de los Habsburgos, gobernaban corsarios y piratas. San Cristóbal de La Habana, Santiago, Puerto Príncipe, caerían bajo el golpe de los invasores, quienes, además, cotidianamente eran visitantes del litoral cubano en busca de agua, leña y ganado.

Pero aquí se impone hacer un alto. Queridas comadres, compadres dilectos: no todo fue arcabuzazo pa´llá y arcabuzazo pa´cá.

Dígase por lo claro que, a menudo, las relaciones entre los habitantes de Cuba y los visitantes marinos marcharon a pedir de boca. No se olvide que la Corona –siempre torpe en su administración colonial– tenía económicamente asfixiado al país, por lo cual nuestro primer gesto de rebeldía fue el contrabando, en el que se involucraba lo mismo un gobernador que un ensotanado. (Hay pruebas de que el obispo Juan de las Cabezas –protagonista de nuestra primera obra literaria, Espejo de Paciencia– estuvo inmerso hasta el cuello en esos clandestinos trajines).

Por aquellos remotos días –habida cuenta de la intensa relación entre Jamaica y nuestros coterráneos sudorientales–, hubo quien informó a la Metrópoli que a los buenos vecinos de Bayamo, Santiago y Manzanillo sólo les faltaba hablar inglés para ser ingleses.

Y, si recordamos aquellos cordiales intercambios entre los aquí residenciados y los venidos por la mar, es de rigor traer a la memoria a un ser singularísimo: María la Gorda.

Una “personaja” fenomenal

No es difícil imaginar cuán agónica era la existencia de la tropa piratesca. Meses de soledad en ese mar donde, cuando se encabritaba, la vida nada valía. Día tras día, engullir galleta vieja, casabe desabrido y carne chapuceramente curada. Tener el pescuezo pendiendo de un hilo, ante un posible sablazo en el próximo abordaje. Y –quizás por sobre todo– la añoranza del aroma que exhala la presencia femenina.

Quizás alguno de ellos, entre los pocos que lograban leer y se habían asomado a La Biblia, soñase con el Paraíso Terrenal, donde estuviera alejado de tormentos y aflicciones. Lo que es más: hubo quienes vieron realizado su deseo.

¿La autora del milagro? Pues nada menos que María la Gorda, cuya colosal anatomía albergaba un alma de empresaria, una sonrisa acogedora y deseos de que el prójimo se sintiese de maravilla.

Escogió María un paradisíaco punto del litoral sureño, y allí montó su campamento.

Sí, aquella comarca marina parecía un nuevo edén a los ojos de los piratas que en el sitio desembarcaban. Media legua de playa, con aguas cristalinas y deliciosamente tibias. Finísima arena que acariciaba la piel. El manantial, manando de una cercana casimba.

Ah, y la acogedora cuadrilla de María, aquellas muchachas complacientes, sacerdotisas de Venus, practicantes del que llaman más viejo oficio de la historia humana.

Comadres y compadres: los invito a inclinarse ante nuestro mapa. Allí, entre muchísimos topónimos –nombres geográficos–, junto a la Ensenada de Cortés, encontrarán uno que parece un homenaje de los piratas a la adiposa y hospitalaria matrona: “Playa María la Gorda”.

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