Diario de un bicitaxista: Cuba es una calle que sube

Cuba es una calle que sube. Queda en Matanzas, aquí vivo. (¡Aquí, vivo!) Voy en un bicitaxi. No soy el que va detrás, arrellanado y mirando el paisaje: yo soy el que maneja, el que da pedales. ¿La verdad? No me quejo, es fácil: apretar duro el timón, recoger una rodilla, estirar la otra, recoger, estirar, quitarme con un dedo el sudor de las cejas, escupir la saliva gorda y escuchar cómo hace shhh cuando cae en el asfalto caliente… De vez en cuando miro por el retrovisor para moverme a un lado y evitar que me pasen por encima. Un auto, digo, y sé que estoy exagerando: el conductor solo podría sonar el claxon como si quisiera quitarme del medio con el sonido, y llegar así más rápido a la cima. Porque Cuba es una calle que sube.

Al mirar por el espejo he dado una miradita al pasajero. Esta vez, por suerte, es un muchachito delgado. Quiere llegar cuanto antes a la iglesia. Así me dijo cuando montó: Por favor, cincuenta pesos hasta la punta de la loma, hasta la calle Guachinango, es que no quiero llegar tarde a misa. Un viaje así nunca lo doy. Ni por cincuenta pesos, que es como el doble de lo normal para esa distancia, ni por cien. El caso es que uno se mata subiendo y cuando vas a mitad del camino y las tripas comienzan a aflojarse y las piernas a temblar por el esfuerzo, no puedes dejar de preguntarte Qué hago yo en esto, Qué necesidad tengo yo de ser el esclavo, Quién me mandó a mí dejar el trabajo en el turismo… Habrá otros colegas que se pregunten cosas distintas: ahora que tengo dinero por fin aparecerá la carne, por ejemplo, o la mujer mía no estará gastando demasiado porque no tiene ni idea del trabajo que uno pasa para buscarse los pesos… En fin, cada cual con sus dudas. Con sus interrogaciones. Yo soy muy abierto a las diferencias. Solo que tengo una guerra contra las preguntas. Contra todas en absoluto. Me prometo cada vez, antes de sacar el bicitaxi del parqueo, que hoy no me preguntaré nada. Como si fuese un alcohólico en rehabilitación: hoy no me daré un trago, mañana tal vez. Y mañana lo mismo: otro día tomo. A mí me sucede igual, pero con las preguntas. Hoy voy a vivir en completa afirmación. Ni exclamaciones haré, para no tentar las preguntas. Mañana. Hoy no existen en mi cerebro.

Claro que es mentira, por mucho que te resistas las preguntas existen independientemente de tu voluntad, como flotando en el aire, como el esmog que se te mete en los pulmones de tan solo respirar. Por ese motivo no hago este tipo de viaje, porque a mitad de la loma es necesario aspirar mucho aire y ahí comienzo a cuestionarme cosas.

Para evitarlo vuelvo a mirar al muchacho, y comprendo por qué acepté llevarlo. No por los cincuenta pesos. Es porque me cayó bien. En pleno abril tropical lleva puesta una camisa de mangas largas. Un modesto crucifijo de oro sobresale. Es de piel muy blanca. Tiene hasta pinta de extranjero. No se parece a los que salen del preuniversitario después de clases mascando chicle y gritándose cualquier cosa porque cada uno tiene bien metidos los auriculares en las orejas. Oyendo reguetón, seguramente. Yo ni les pregunto qué encuentran en esa música porque me gusta predicar con el ejemplo: si no me pregunto nada a mí mismo, no tengo por qué poner en un trance difícil a otras gentes. Así que lo que hago es cobrarles por adelantado. Que vas para el Palmar de Junco. Pues diez pesos. No, cuando lleguemos no, ahora. Es que la adolescencia es una edad muy difícil. La edad del invento. Y más cuando andan en manadas. Este trabajito es fácil, pero tiene sus trucos. Hay que entenderlo.

Sin embargo, este muchachito se veía decente. Para que no se estresara con el tiempo, porque aunque yo quisiera no podía apurarme más de la cuenta, le saqué conversación. Le pregunté dónde vives, cuál es tu escuela. En realidad no fueron preguntas. Yo digo: Tú tienes cara de vivir en Pueblo Nuevo. Y él rectifica: No, cerca del René Fraga, del parque. Yo después doy por sentado que tiene novia: Seguro es bonita tu novia. Sí, pero es rubia y a mí me gustan las trigueñas, dice. Por último, sin ninguna razón en especial, le hablo de mi hijo Jose.

–A mi hijo Jose le pasa al revés…

–¿Cuál Jose, el palomero?

Aunque era una coincidencia que lo conociera, no dejó de asombrarme. Me dije que Jose es famoso porque criaba palomas blancas y las prestaba para soltarlas a modo de clausura al final de esos actos políticos que eran tan habituales. Tú sabes, en alusión a la paz, aunque no sé por qué se les asocia. A las palomas y a la paz, digo. La paz, bien, perfecto, tanto en el mundo como en el barrio, lindísimo. Pero a las palomas yo las veo volar y lo único que me viene a la cabeza es el tiempo en que llegaba a mi casa por las tardes, luego del trabajo, y me encontraba la azotea llena de muchachos agitando una bandera y gritando Yeeeh Yeeeh, como jodidos náufragos haciéndoles señas a un avión que pasa. Por muy político que sea el acto y muy revolucionario, cuando sueltan las palomas yo corro a guarecerme bajo un techo porque enseguida me acuerdo de que cagan, de la peste que tienen. Si ese fue uno de los motivos por los que le dije a Jose te las llevas, o las vendes, o haces sopa con ellas, aquí ya no las quiero.

Jose me odia desde entonces, creo, porque apenas me habla. No es que nuestra comunicación de antes fuese para considerarla ejemplo entre un padre y un adolescente, pero antes al menos me decía qué nuevo pichón había comprado y que la buchona de un socio ganó el segundo lugar en una competencia donde soltaron las palomas en Las Tunas o en Guanabacoa. Mi mujer me decía que mejor verlo en eso que mataperreando por las calles. Yo la verdad no tenía mucho tiempo para dedicarle y le daba en parte la razón, pero me jodía que esa pandilla de huevones se adueñara del mejor lugar de mi casa, el que uso para relajarme. Antes de existir el palomar, yo subía a la azotea y me acostaba a la sombra húmeda del tanque de agua a mirar las nubes. Después ya no. Sobre todo porque Jose y sus amigos estaban siempre allí; y también por la peste. Por eso no creí que aquel muchacho que iba limpiecito en mi bicitaxi con su camisa de mangas largas y su gel en el cabello, tuviera que ver con Jose el palomero. No lo aceptaba. Tampoco lo veía participando en actos políticos.

–¿Pero estudiaron juntos? ¿Jose te conoce? ¿De dónde?

–No son palomas, Jose cría ángeles.

No sé a ustedes. A mí esas palabras me sonaron demasiado poéticas. Suaves. Y se me crisparon los nervios, para qué negarlo. No es que tenga algo en contra de los que son así, pero vamos, ¡Jose es mi hijo! Y ahí ya no pude más. Llegaron las preguntas. Que si estaré desatendiendo su educación. Que si ya no es mi amigo. Que si pienso demasiado en mí y poco en los otros. Que si no estaré desatendiendo igual a mi mujer… No pude frenarme. Cuando la cabeza mía, la del bicitaxista que soy ahora, comienza a procesar ideas, se pone peor que si perdiera los frenos bajando esta misma loma. Por suerte, ¡por suerte!, terminé hilvanando negaciones tan locas que casi me hicieron reír:

–Los ángeles no cagan. No comen chícharos. No hacen competencias de vuelo rápido.

Parece que además de formularlas en mi cabeza, las dije en voz alta. Al mirar por el espejo vi que el muchachito también se reía. Después se inclinó hacia mí hasta casi rozarme la oreja, y antes de que la situación incómoda llegara al punto de tener que parar y decirle Qué cosa es lo tuyo, chama, él dijo:

–Qué ingenuo eres, Alexis, te crees cualquier cuento –y bajó de mi bicitaxi y como alma que se lleva el diablo corrió loma arriba, sin afeminamiento. Tan veloz que casi no pude escuchar las últimas palabras que gritó–: Es que no podía llegar tarde a casa de la jeva, ¿entiendes?

Encoger una rodilla, estirar la otra, quitarme el sudor de la frente y apretar duro el timón fueron cosas que no hice, porque iba en picada, calle abajo. Sin los cincuenta pesos abultando mi bolsillo. Sin ninguno. Porque como mismo Cuba sube, Cuba baja. Depende desde qué punto de vista uno se detenga a contemplarla.

Yo, que vi al muchachito correr con su camisa revoloteando al aire como las alas de una paloma, o las de un ángel, podría ya no creer ni en dios; ni en dios ni en la honradez ni en ninguna de muchas cosas; pero me abstengo del pesimismo. Y de lo otro que me abstengo es de formular preguntas.

De vez en cuando miro por el retrovisor para moverme a un lado y evitar que me pasen por encima. Un auto, digo, y sé que estoy exagerando.

 Foto: tomada de Krandallwilcox

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