El barrio

Por razones casi lógicas, uno se siente más vivo en lo velorios; menos mierda en los baños de una Gare; más cuerdo de visita en el Hospital de Rehabilitación, y menos cínico de testigo en una sala de juzgado. Pero yo realmente quería hablarles del barrio.

Todo lo sucedido en mi vida desde hace cinco años, importante o no, ha tenido lugar en el Vedado. Fugas y charlas, hábitos y citas, las ha acaparado para sí un municipio de ciudad.

Esto no es nada extraordinario. Me ha ocurrido a mí, como seguramente les ha ocurrido a mis amigos, y a los amigos de mis amigos. A todos, con 17 años, a lo sumo 18, nos mandaron a vivir a la beca de Tercera y F. Nos reclutaron en aquellos apartamentos del Vedado porque entonces comenzaba para nosotros La Universidad.

La Universidad estaba en el Vedado, y el cine estaba en el Vedado, y la cafetería en el Vedado. Y en el Vedado la biblioteca, y la sala de teatro, y la escuela de idiomas, y la clínica dental.

Cuando para el visitante el Vedado era eso, un municipio céntrico y populoso de La Habana, para nosotros era casi el barrio. Esto, claro, en cierto sentido. El Vedado nunca deja que lo tomes por un barrio. Demasiado citadino y formal, no parece el barrio de quienes siempre han vivido allí, y mucho menos el de unos estudiantes de provincia. Pero al Vedado llegamos a detectarle cada rasguño. Nos cansamos de conocer el teatro, el cine y la universidad, y entonces llegamos a saber de un desagüe con mal olor cercano a Quinta y D; que el cerrajero vivía en Tercera, entre B y C, pero que el de M, una cuadra antes de llegar a La Rampa, era más rápido y más serio. Y también supimos de memoria una inscripción de una calle perdida: “Te amo Ale. Firma: Andy”.

El Vedado –aunque su imponencia tratara de evitarlo- constituía el barrio. Las salidas de los otros se hacían en el Vedado, pero en nuestro caso eran preferibles en Miramar o Habana Vieja. Nadie quiere que la fiesta sea siempre a tres cuadras de la casa, pero el Vedado ha concentrado en sí demasiadas cosas de La Habana, y es por eso que también todo lo sucedido, -quisiéramos o no- sucedía en el barrio nuestro.

Y en el barrio, como deben saber, está la calle G. Ahora que vivo en Centro Habana, confirmo que G es una calle sumamente extraña: demasiadas cosas juntas en una misma calle, diría yo. Las calles deberían ser todas muy amplias y rectas, y muy limpias y elegantes, y deberían contener tan solo un sitio de importancia. Como para que pases por allí y digas “esa es la calle de la biblioteca, y aquella de allá la calle del cine, y la que ves al final la calle de los refrescos de naranja”. Pero las calles no deberían ser nunca como la calle G, porque la calle G tiene arriba un gran monumento a José Miguel Gómez, y casi al lado una beca de estomatólogos, en la otra esquina un café literario, tiene, a lo largo, las imágenes fijadas en bronce de importantes presidentes latinoamericanos, y a la vez una escuela de habla francesa, y al frente otra de lenguas inglesa y alemana, un viejo hospital materno, un buen kiosco de venta,  la Casa de las Américas, y tiene también una escuela para periodistas. Muchísimas cosas para una sola calle.

Desde hace poco ya no vivo en el Vedado, sino, como dije, en Centro Habana. En mi nuevo barrio lo hay todo, o casi todo: tengo cerca la panadería, el Payret, un teatro viejo y el kiosko de venta. Sin embargo, me sigo dando cita en el Vedado. A las 4 de la tarde en el Yara, les digo. A las cinco en la calle G, me dicen. Sigo comprando en la farmacia de 23 y J, y yendo a merendar cerca del Parque del Quijote. Me sigue pareciendo lejos y distinto todo lo que no esté contenido en el Vedado. La calle Neptuno, muy estrecha y prolongada. Gervasio, corta y bulliciosa. Escobar, por su parte, demasiado sucia. G me sigue pareciendo extraña. Las calles guardan ciertas extravagancias. O ciertas rarezas. Pienso, por ejemplo, que calles pueden ser Galeano, San Lázaro, Neptuno misma, pero nunca Mont Partnease, ni Saint-Germain. Como es casi imposible que exista la Rue San Isidro o la calle Monge. Ese tipo de cosas que no se explican. Rue suena más bonito, y hasta elegante. Calle, de alguna manera, se asocia a cierta fruslería. Como que La Habana está hecha para tener calles, Francia está hecha para tener rues, e inevitablemente Londres existe para tener streets.

Hace poco estuve con mi padre un poco más allá de La Virgen del Camino. Cogimos la guagua en el Vedado, y nos bajamos después de una hora y tanto. Luego agarramos otra y seguimos el viaje. En ese punto del recorrido, ya no sabía dónde estaba. Uno –o al menos yo- se imagina que La Habana, la cuidad, es ese pedazo de urbe de grandes edificios y avenidas y hoteles y cafés, y no aquellas casas con portales y de construcción sencilla y con patio y crías como en cualquier pueblo de provincia. Qué lejos está esto, le dije a mi padre. Se pasa trabajo para llegar al Vedado, seguí diciendo. Y mi padre –que vivió en el Vedado y se mudó a una playa municipal fuera de La Habana- me dijo que para qué, si allí había de todo, mira, Carla, esta gente aquí tiene de todo, para qué quieren ir al Vedado. Y, realmente, parecían contentos.

Al rato mi padre y yo regresábamos. Por la tarde me llegué al trabajo, que es en el Vedado, y después me fui al apartamento de Centro Habana a recoger mis cosas porque me iba para Baracoa, que es donde vive mi padre, quien lamenta que vaya poco a la casa, cree que ya no me gusta, que me gusta solo el Vedado. Mi padre no entiende que fueron cinco años. Que cuando lleve cinco en Centro Habana, y haya amado en Centro Habana, y la haya sufrido y blasfemado, ya no me daré más citas en el Yara. Y así sucederá en cualquier parte. Que no es nunca un espacio, ni siquiera un sitio exacto la consecuencia de la costumbre.

Me anunciaron que dentro de quince días salgo para Bayamo, y dentro de un mes para Camagüey. Pero eso es solo unos días. Cuestiones de trabajo.

Foto: Beatriz Verde Limón

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