El Maná sabe a pollo

Ismael sopla el humo azul de un cigarrillo fuerte y se sienta a escribir. Apenas ajusta el tamaño de letra suena un mensaje en su celular y piensa: “Ahora tenemos celulares, computadoras y el refrigerador lleno…”. Su madre le escribe desde Miami: “Niño hoy te vamos a extrañar tanto… Nos vamos a reunir en familia alrededor de un bullón de harina de maíz, para recordar los viejos tiempos, vamos a dejar las raspas intactas en tu honor. Besos, Mima”.

Lo considera propio del más puro humor negro. Odia tanto la harina que hasta el color amarillo le asquea.

Luego comienza a teclear:

Corrían los 90, “Pleno Periodo Especial”, y a la hora de comer mi madre planta un caldero que sustituye el centro de mesa con flores plásticas donde al mediodía reposaban las moscas. El abuelo, el padre y el hermano se sientan y con los pies aseguran las patas de la mesa para que no balancee…” así comienza, recordando los años mozos, cuando la secundaria en el campo no parecía tan lejana.

Mamá es muy buena cocinera, los buenos cocineros son los que hacen algo sabroso con pocos ingredientes, se prueban en la escasez. La harina en realidad olía bien, lo que hacía que se retorciera mi estómago era la repetición, ya en todos los almuerzos de vacaciones se había comido lo mismo y que la sirviera a la hora de comer era una mala señal.

Esa vez dije algo que entristeció a mi madre y luego me arrepentí. Me serví un plato del viscoso cereal y tomé unos cuántos chicharrones rancios que paliaban la soledad del enorme caldero irrompible. Comí por alegrar a mi madre aunque le causara pesadumbre a las tripas.

Al día siguiente me fui a la escuela. No sé con qué energía podía cruzar el largo camino cada mañana. Me ponía un par de kikos plásticos con unas medias que mi padre había conseguido durante su Servicio Militar, lo ideal para andar 5 kilómetros por pequeñas dunas de arena que apenas dejaban avanzar a casi medio millar de alumnos vestidos de azul. Era como el Éxodo, cuando los israelíes salieron de Egipto, el Moisés era Giraldo, el ejemplar director de la secundaria que nunca tomó su viejo Moscovich para ir a la escuela. Iba detrás arreando el rebaño, dando ánimo y ejemplo.

Antes del matutino todos se cambiaban de zapatos. Sacábamos de la mochila una jaba chillona que llevaba botas lustrosas, o zapatos ortopédicos, lo que se podía conseguir. Algunos niños solo sacudían sus kikos e iban a clases, yo por suerte tenía las botas rusas que también habían salido del Servicio Militar de mi padre, a las que mi abuelo les  daba brillo al menos dos veces por semana con el tizne que desprendía el farol de carburo que nos alumbraba en los apagones.

El preciso día después de la cena frugal, a sabiendas de que harina una vez podría convertirse en tantas veces, salí un poco más tarde hacia la casa, me había quedado guataqueando el jardín medicinal de la escuela y cuando terminé ya todos se habían ido, hasta Giraldo.

La tarde se desvanecía en tonos rojizos, tomé el camino de regreso a casa, solo y embelesado, ya sabía todas las curvas y las maneras de evitar los molestos bancos de arena.

***

A medio camino el cacareo de una gallina interrumpe el silencio. Mi abuelo me enseñó desde pequeño que las gallinas suenan así cuando acaban de poner un huevo. Me adentré en la plantación de eucaliptos de donde venía el bullicio y apartando unos ramajes me percaté de que había encontrado un tesoro.

Una pollona española por aquellos lares era tan difícil de creer como agua en el desierto. Parece que se había escapado de alguna finca y en aquellos suelos arenosos solo crecían eucaliptos y malvas, ningún campesino quería cultivarlos.

Metí la mano debajo del plumaje y conté doce huevos al tacto, un manjar, luego palpé la pechuga de la gallina y estaba gorda, como si la hubiesen alimentado con maíz todo el tiempo.

Mierda, pensé, esta gallina no tiene dueño, esto es una señal, esto es como el maná, me la pusieron en el camino. Pero ¿cómo le explico a la vieja cuando llegue a casa? Entonces enfrié el cerebro y sin pensarlo le di muerte al animal, que ya dejaba su pescuezo entre mi mano derecha.

Por esos días estaba leyendo a Sun Tzu y su Arte de la Guerra: El que arranca el trofeo antes de que los temores de su enemigo tomen forma, destaca en la conquista.

Dos vueltas, como me enseñó mi abuelo, y una cruz en el suelo para que su alma descansara y no revoloteara tanto después del estrangulamiento. Eso, o volver a comer harina. La explicación la resolvería minutos después.

Mi tío Diago, que siempre fue mi tutor, era la solución. Me inspiraba una confianza enorme, mejor pasaba a consultar con él. Antes de llegar a casa pasé por la suya, la gallina y los doce huevos en la mochila, con temor a que algún movimiento brusco me echara a perder los libros. Lo llamé y en la privacidad de la terraza de su casa, a escondidas de mi tía le expliqué el asunto. Le tomó poco tiempo llegar a una conclusión:

– Mira Ismaelito, es verdad que lo que te sucedió ha sido muy fortuito, pero si llegas con esa gallina a tu casa tu madre tomará chancleta en mano. Vamos a hervir agua, la desplumamos, me dejas un pedazo aquí y algunos huevos (cuatro); luego cuando llegues le dices a tu madre que eso se lo envío yo.

Y así resolví no comer harina por tres días. Cuando llegué mima estaba a punto de lavarla y lo primero fue detenerla:

– Vieja, aguanta ahí, guarde usted esa harina, no queremos saber nada de ella –por esos días estudiábamos Baraguá y tenía la frase a tiro– mira lo que te manda tío Diago…

Se le iluminaron los ojos.

– Hijo, ¡pero qué bueno es ese tío tuyo, hoy vamos a comer arroz con pollo…! ¡Ah, pero huevos también!

Esa noche comimos hasta la saciedad, hasta el caldero –el mismo de la harina– lucía contento. Luego de tomar un vaso de agua recordé otro problema difícil por venir: al día siguiente me correspondía confesarme después de misa con el cura del pueblo. Era yo monaguillo por aquel entonces y estaba a punto de recibir la Comunión, había que decir la verdad. ¿Cómo diablos iba a contarle al cura que la gallina, que los huevos, que mi tío…?

Me esperaba un buen castigo, ya estaba arrepintiéndome del pecado durante la misa, trataba de purificar mi alma atendiendo al sermón del padre con más devoción que nunca. Y en medio de aquel discurso, como otra señal, sentencia el sacerdote: “A veces el Señor pone las oportunidades en nuestro camino y nunca un buen creyente debe dejarlas pasar”.

Mi alma estaba limpia, todo quedó entre tío Diago y yo… hasta hoy.

 

Salir de la versión móvil