El pintoresco arte de importunar

Foto: Desmond Boylan.

Foto: Desmond Boylan.

Para experimentar lo que sienten los turistas en La Habana, basta con tener la piel blanca o blancuzca, andar con una mochila en las espaldas, llevar shorts y zapatillas deportivas o chancletas de cuero, pero por arriba de todo, llevar colgada del cuello una cámara fotográfica. Después solo tienes que pararte en una esquina del Parque Central o en cualquier otra, o caminar por los callejones mirando distraído las fachadas devueltas de los edificios como quien no quiere nada, esto hará que piensen que en realidad estás en busca de algo. Rápidamente se te acercarán mujeres y hombres con una decena de propuestas: ¿Taxi, amigo? ¿Comida, amigo? ¿Chicas, amigo? ¿Chicos?

Luego vienen los intentos por hacer que el turista entienda, incluso, aunque hable en castellano. El procedimiento a emplear es básico. Una de las primeras preguntas es Uer yu fron. Por ejemplo, si el extranjero dice venir de Italia, el cubano le comentará cosas como “Ah, Italia, Juventus, Io fui a Italia hace unos meses, muy bonito” (al parecer, es importante que el acento imite al del italiano de las películas, y así sería como si estuviera hablando el idioma igual que un catedrático). También puede suceder que un anglosajón se extravíe un poco por las calles de Miramar y que buscando ayuda pregunte macarrónicamente a un botero: ¿Dónde queda mercado de 3ra y 70? Y que el botero salga de un ligero carraspeo y le conteste: Coger dos cuadras recto y encontrar ahí… (lógico, con acento de gringo que se esfuerza por comunicarse en castellano).

Un español me confesó que lo que menos le había agradado de visitar a La Habana era ese sentimiento de acoso, que los oficiales de la policía llaman asedio al turismo.

Pero no todos saben ganarse a los extranjeros, o como se dice por aquí, echárselos en el bolsillo, por la sencilla razón de que no todos son Dayana.

Conocimos a Dayana una tarde en que acompañaba a un amigo blanco, con mochila y shorts a sacar fotos de La Habana, y ella inmediatamente –como había venido sucediendo mientras bordeábamos el malecón– lo confundió con un turista. Conmigo solo no hubiera sido posible un acercamiento. Primero, porque la tonalidad de mi piel delata mi mestizaje que pocas veces asocian a un extranjero. Segundo, porque me había vestido con una facha de pelagatos. Y tercero, porque el trabajo de Dayana consiste en buscar clientes para el Bar Restaurante El Presidente y por los motivos anteriores yo no me ajustaba al perfil.

Por eso Dayana llama a mi amigo y le pregunta qué anda buscando y acto seguido me mira, más bien, me explora. El hecho de que yo acompañe a un presunto turista me convierte al momento en un presunto jinetero. Y lo de Dayana consiste, también, en determinar potenciales de antemano, o en definir simplemente por dónde romper el hielo.

Mi amigo le explica que es fotógrafo cubano y que está recolectando imágenes de personas de La Habana para una exposición personal. Ahora Dayana es una mujer que se abre como un diario.

Dayana dice que se graduó de instructora de arte, un proyecto de la Revolución que se desarrolló en el calor de la Batalla de Ideas, y que corrió con más suerte que los resultados a veces delictivos de los trabajadores sociales. Empezó a trabajar para El Presidente hace unos cuatro meses, más o menos desde que se inauguró. Dice, además, que conoce algunas cosas un poco más cultas, y visita galerías como la Fayad Jamis de Alamar, donde algunos artistas plásticos de menor reconocimiento han expuesto sus obras. Dayana –mulata, 30 años, cejas tatuadas– cree que el hecho del bagaje le otorga algunas ventajas. A solo unos metros hay un hombre con una carta batallando verbalmente para que una familia de mexicanos la lea, pero no le hacen caso. Dayana nos pregunta: ¿Vieron?

La parte del malecón en la que estamos, se conecta en breve con el Túnel de La Bahía y por lo tanto es bastante transitada por los carros.

– Mi función es ir a cazar a los clientes… ¿entiendes?

Si pasa un turista a pie, va Dayana y le presenta la carta, lo endulza, se pone graciosa con él, le habla en un inglés chapucero y enseguida él se parte de la risa. Dayana tiene el don y somos testigos de ello. Cuando dos estadounidenses pasan, Dayana los sigue, bromea con ellos y mueve las manos y el cuerpo, intranquila y graciosa, y en unos minutos se están riendo y asegurando que por la tarde vendrán a cenar al restaurante.

– Yo, para serte sincera, prefiero a los mejicanos, se parecen más a nosotros. Los franceses no me agradan por su tacañería, son los más difíciles.

Si van del otro lado, por la acera apuesta, Dayana dice que se lanza a correr cruzando la calle como una loca. Como si fuera un paparazzi detrás de un famoso.

Dice que, incluso, ha escrito poemas y una vez compuso la letra para una canción de un grupo de reguetón. Por pura coincidencia, una reguetonera cubana reconocida lleva el nombre artístico de Señorita Dayana.

El Presidente vende comida eslovaca. Y platos criollos. Y traguitos.

– Lo mejor es que tú vas, compras el mojito o el daiquirí y sales a tomártelo sentado en el muro del malecón… ¡Eso vale oro, chico!

En el malecón el murmullo del mar no adormece. Al menos no aquí, donde Dayana insiste.

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