Eutimia

Nos teníamos una confianza entera mi abuelo y yo. Por eso tengo tantas cosas que decir, tantas historias suyas que contar.

Un día se sentó a mi lado con una seriedad poco común. Parecía que había visto un muerto. Ya el viejo Caro tenía setenta años, una edad a la que casi todo ser humano ha vivido las verdes y las maduras, pero la vida seguía sorprendiéndolo.

Empezó filosófico: “Al final la tierra nos guardará a todos, pero esta vida es tan cabrona que a veces uno tiene que morirse sin siquiera comenzar a entender muchas cosas…”.

Sabía que luego vendría la causa de aquella reflexión. Una mujer. El amor de su juventud que el tiempo y la memoria habían desgastado tanto. Eutimia.

Cuenta que la vio en el cuerpo de guardia del Policlínico, cincuenta y cinco años después de que se rompieran sus sueños. Él esperaba por su aerosol. El cigarro lo hacía pagar por una vida llena de humo. Ella lloraba como si fuera aquel el momento preciso de llorar, y no por tanto dolor. Se había ido a los cielos su marido, con el que compartió toda una vida, y la rodeaba una numerosa familia.

En el banco de enfrente estaba mi abuelo, que no soportaba los hospitales, le molestaba muchísimo ese olor característico a amoniaco. Se sumaban la tristeza de Eutimia y su familia, y ese ambiente donde todos los que habitaban bajo el techo andaban lejos de la felicidad; menos los que esperaban una vida nueva en la sala de partos, al fondo del pasillo.

Al principio no la reconocía. Pero Caro tenía un arte para recordar caras mirando a los ojos. Allá en las lejanas pupilas de Eutimia descubrió la huella de la joven hermosa que fue. Entre sus arrugas, sus pestañas marchitas como naturaleza muerta y las venas que le daban un tono ocre a sus ojos, el iris seguía siendo el mismo. El color verde abismal que había descubierto años atrás estaba intacto.

Lo atacó la melancolía. Le dolió el pecho. Entró medio segundo por el delgado espacio que asomaron aquellos ojos y viajó a su juventud. La cabeza comenzó a darle vueltas y se puso a hacer un destino a conveniencia.

“Si me hubiese quedado con ella…”, pensaba en los hijos que pudieron tener, en los momentos de una vida con aquella mujer cuya historia con Caro estuvo a punto de comenzar para siempre.

Se fugaba de la presencia de mi abuela por un instante. Escapó a pensar en aquella tarde, cuando tuvo que decirle adiós a Eutimia.

***

En Malpotón todos tenían que hacer una pausa para hablar de la belleza de Eutimia. Era esa sensación de llegar al límite, pero luego existe algo superior. Los muchachos se sentían seguros de poder conquistar a María, a Dolores o a Mercedes, que eran bellas guajiras, pero Eutimia caminaba sola por otro mundo donde no se respiraba aire.

Cuenta Caro que hablaba con una voz tan suave que todos se detenían a escucharla y los demás, que apenas entendían, se morían por preguntar qué había dicho la muchacha.

Mi abuelo logró que Eutimia se le enamorara, no sé cómo, solo me dijo aquella tarde: “Él único que supo cuánto amaba las mariposas fui yo”.

Consiguió permiso para hacerle visita de novio. Ella misma se lo pidió a su padre, terco como buey sordo, que celaba a su hija porque no tenía tesoro más grande.

Debió ser por los años 40 del pasado siglo. Caro para ese día escogió la mejor camisa entre el escaparate de ropa donde había solo tres para cuatro hermanos varones. Tenía el derecho a usar los pantalones que su padre les había donado a todos. Eran de Drill 100, una tela por aquel tiempo muy lujosa. Caro estaba metido entre lo mejor que tenía, pero no lucía tan bien, aunque se usaba vestir un poco ancho.

“Imagínate, era mi primera novia, o al menos iba a serlo. Me demoré una hora peinándome con brillantina para que todo el pelo estuviera uniforme”. Sonreía mientras me contaba.

Eutimia vivía en un lugar alto, que no era una loma en sí. Un hermoso casón se erigía en aquella colina y al pie una laguna rodeada de patos y lotos. El camino para llegar a su casa era firme y pedregoso; antes se pasaba por un lugar cubierto de encinos sembrados un siglo atrás. Entonces los troncos estaban abultados unos con otros en una hilera incoherente y solo quedaba una oscuridad intensa a lo largo de unos 20 metros por donde pasaban los caballos, si eran flacos. Así que Caro partió a pie, aunque le quedaba un poco lejos. Iba ensayando poesía, las mejores frases de amor, iba ensimismado, dentro de su propia gloria.

En la vereda del encinal apenas se veía la palma de las manos. Caminaba con la cabeza mirando al suelo por temor a un traspié con las raíces, cuando de repente tropieza con el abdomen de un hombre descamisado, gordo y alto como un Goliat.

Cayó sentado de nalgas y cuando se levantó, sintió que dos manos enormes lo tomaron por los hombros y lo hicieron levitar. Estaba paralizado. Peor fue cuando le salieron aquellas palabras con mal aliento a su oponente: “Yo soy el hijo de mi abuelo y el hermano de mi madre”.

Eran palabras guturales que provenían de una persona con desórdenes psiquiátricos. A pesar de la fuerza que lo inmovilizaba, Caro pudo sacar su derecha atómica y propinarle un puñetazo en la nariz.

Lo noqueó. Cayó él de bruces y Caro al verse de nuevo en el piso, puso pies en polvorosa y a toda velocidad salió hasta la casa de Eutimia. En los últimos segundos ataba cabos:

“Este es el bobo del que hablaban en el pueblo, que le sale a la gente en los encinos”. En verdad era aquel, y en verdad había sido el fruto incestuoso de la relación de su madre y su abuelo. Ya su historia causaba terror, tales serían su fuerza y su enemistad con el caminante.

Todo un desaliño llegó al portal de Eutimia. A mi abuelo solo se le conocía la voz, hasta el rostro le había cambiado. Ella al verlo comenzó a reír nerviosamente por las condiciones en que había llegado la mejor ropa de Caro.

En medio del susto y bajándose el primer jarro de agua para calmar la sed y el insulto, él comenzó a contar lo sucedido a Eutimia y a su padre. Y comenzó mal: “Lo que pasó fue que se me apareció el bobo ese famoso y tuve que partirle la nariz. Parece que creyó que le iba a tener miedo –y lo tuvo-, con esa historia de que si es hijo de su abuelo hermano de su…”.

Cambiaban las caras de Eutimia y su padre. Ella lo interrumpió: “Estás hablando de mi hermano”.

Volvió de nuevo la pesada sensación. Al joven no le quedó más que decir adiós y escabullirse por dentro del monte hasta su casa. Había metido la pata, tan profundo como en el lodo de la laguna que debió cruzar evitando el camino de los encinos.

“Decir adiós a veces es muy duro”, terminaba aquella tarde que me acompañaba, ya de viejo, experimentando una extraña sensación después de volver a ver a Eutimia.

“Por suerte –dijo- no me reconoció en el hospital”.

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