La mitad del agua

Los pobladores de Seibabo, en el macizo montañoso trinitario, parecen no estar al tanto de la división político-administrativa que a fuerza de varias décadas ya no luce tan nueva. Cruzan una y otra vez el río que marca la frontera entre Villa Clara y Sancti Spíritus con la naturalidad del Escambray mismo, sin resabios ni mezquindades provincianas, como si el lomerío entero perteneciese a Las Villas de antaño.

Jamás se detienen a contar los pasos que dan sobre la raya roja, esa suerte de línea definitiva que los cartógrafos dibujaron sobre el carmelita de los mapas sin inmutarse por las familias que quedaron dispersas a ambos lados.

Han aprendido entonces los serranos a convivir en los límites y a transgredirlos desde que en 1976 el macizo de Guamuhaya quedara repartido entre las tres provincias centrales y cada una de ellas ejerciera jurisdicción sobre sus dominios. Acostumbrados al monte que poco entiende de bordes y esquematismos, los lugareños no padecen de tales disyuntivas geográficas.

El camino que enlaza El Algarrobo con el territorio villaclareño de Güinía de Miranda atestigua las idas y venidas de los montañeses. A despecho del cartel desvencijado que recalca el “hasta aquí”, los campesinos de la zona cruzan el puente sobre el río divisorio: del lado allá, Villa Clara con sus cauces vertiendo a la costa norte; en esta ribera del Seibabo, Sancti Spíritus monopolizando varias de las cumbres más altas de todo el Escambray.

Tras el proverbial jarro mañanero de café, no pocos habitantes de El Algarrobo enfilan sus pasos hacia las instalaciones del campismo Río Seibabo, en la parte manicaragüense del macizo, donde trabajan desde hace años. Ya perdieron la cuenta de las muchas veces que se han dado cruce con quienes transitan la misma ruta en sentido opuesto, rumbo al territorio trinitario para sumarse a la recogida del grano que no repara en la procedencia de los brazos, siempre que vengan a cultivar.

El camino intramontano serpentea por entre los vericuetos de la enrevesada topografía. Sin embargo, no sólo el paso de mulos, carretas y tractores ha desmejorado el escaso asfalto: la dejadez también ha hecho mella en la vía que muy de vez en cuando recibe el aliciente de un pasa’o de mano. Como dijeran los vecinos: “de Pascuas a San Juan”.

Hasta el puente ha precisado urgentes acicates. Las crecidas del Seibabo a raíz de los meteoros le desgarraron un segmento y desde entonces andan los serranos mirándolo de soslayo, con la desconfianza a flor de piel.

Más allá de los aires urbanos que intentan etiquetarlo todo, deslindar hasta la última piedra, los habitantes de Seibabo se saben dueños de los alrededores, sin reparar en tantos gentilicios. Y es que, al decir de un campesino que pasa con el saco al hombro, “para subir y bajar una loma no hay que estar pensándolo demasiado ni dándole muchas vueltas; esta zona es una sola”.

¿Y el río?, pregunto, en un intento por arrebatarle indicios de regionalismo.

“Pues el río sí que es de nosotros… Y si no lo fuera, nos vendría tocando, al menos, la mitad del agua”.

(Cuba Profunda)

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