Lo que la paz puede parecer

“Cuando te quieras morir de aburrimiento, vete a Madruga”, me había dicho entre experimentado y burlón. Era la única referencia que tenía, la única cosa que alguien me hubiera dicho a propósito del lugar al que, en efecto, llegamos tiempo después; no precisamente movidos por el deseo de aburrirnos y menos hasta la muerte.

No íbamos simplemente a Madruga, sino, dentro de ella, a un lugar conocido como Cafetal del Padre, a unos 12 km del pueblo, en Mayabeque. Si el pueblo le pareció a alguien un lugar sin sobresaltos atractivos y desprovisto por completo de la animada dinámica solo reservada a las urbes, el Cafetal podría resultarle el centro mismo del aburrimiento, un vórtice contradictorio de detenimiento, intrascendencia, vuelta y vuelta a una misma noria. Aquella era una vida fuera del tiempo que yo conocía, del tiempo en que existo.

Cafetal sin café, verde homogéneo que todo lo llena, humedad que se puede tocar, noches negras, poca luz artificial; ruinas de barracones de esclavos que dejaron la fuerza y la juventud en las otrora plantaciones de la droga negra, para engordar la fortuna de los O´Farrill, dueños de aquel terruño. (Los O´Farrill vivían en la casa que hoy yace en las mismas condiciones que la de sus siervos -ironías del destino-). Casas modestas de gente común, verdadera, poca, toda conocida entre sí o como si lo fuera; gente que vive en un tiempo que transcurre dilatado entre trabajo en el campo y charla llana y trascendente como la filosofía elemental.

Al final, caí en cuenta del origen de la sentencia, de aquella afirmación pesimista y graciosa que condenaba al lugar, que lo descartaba y le daba mala fama: sucede que es posible llamar monotonía a la rutina sencilla, letargo al silencio, simpleza a la elementalidad de lo natural, tedio a la espesura monocromática…, es posible llamar aburrimiento a la paz. E, incluso, confundir tristemente una con el otro.

Texto: Mónica Rivero
Fotos:  Alejandro Ramírez

1-(2)

Salir de la versión móvil