Mamá Linda

Decía Caro que el mundo espiritual era tan complicado como el poder mismo del cerebro, ambas cosas tenían para él una profundidad inmensa. Terminó sus días siendo un materialista sin negar las magias que alguna vez vivió.

A la hora de dormir y antes de apagar el farol de carburo que los alumbraba en el campo, su padre, Don Ramón Márquez, obligaba a los siete hijos a rezar un Padre Nuestro y par de Ave Marías antes de ir a la cama.

Resulta que cuarenta años antes de que naciera Caro, Don Ramón había llegado en una goleta desde Camagüey, joven, a hacer vida nueva en el cabo de San Antonio, ganándose los kilos a machete y hacha en el monte.

Al principio vivía en casa de un gallego jornalero en Carabelita y fue allí, entre la maleza, donde conoció a taita Efraín, un negro que comenzaba a salir del monte a principios del siglo XX en Cuba, tres décadas después de abolida la esclavitud.

Él y su esposa, la vieja María Teresa, habían estado casi treinta años cimarroneados después de fugarse de una dotación de esclavos carboneros que se situó en los Remates de Guane. La causa: el mayoral se había enamorado de la esclava y una noche la mandó a dormir a su bohío. Ma Teresa no fue y al día siguiente cuando estuvieron a punto de ponerla en el cepo y darle látigo, taita Efraín tuvo que hacer justicia con su machete.

Le cortó el cuello al mayoral con tanta furia que cuando cayó al suelo, ante el asombro del resto de la dotación, la cabeza se había quedado en el cuerpo del blanco solo por un pequeño pedazo de piel.

La historia era bien sabida en los Remates de Guane. El esclavizador, Don Marcos, había puesto buen precio a las cabezas del taita y su mujer, pero nunca los  atraparon. Cuando más cerca estuvieron fue el día que encontraron a tres de sus perros muertos al pie de un algarrobo en medio de la espesura.

Don Ramón contaba con orgullo a sus hijos la suerte de haber sido amigo de Taita Efraín. Los dos se abrieron paso en la vida cortando leña. Cuando hubieron reunido una buena cantidad de dinero, compraron el mismo día dos parcelas de tierra que colindaban en Malpotón, y fueron vecinos hasta que la muerte se llevó al viejo cimarrón, que ya pasaba los setenta años pero tenía el ímpetu de un joven.

Lo primero que hizo el taita, antes de hacerse una casa, fue sembrar una ceiba, y cuando esta comenzó a crecer, al pie del tronco enterró una Nganga. Efraín era lucumí, de los últimos que habían traído de África en la trata negrera. Llegó a Cuba niño.

Aquella Nganga tenía un poder tremendo. Muchos fueron a ver al negro por problemas de enfermedad y mala suerte, y todos salieron complacidos.

A la ceiba le decía Mamá Linda, y cada mañana la saludaba como si fuera la cuidadora de su casa y su familia.

Efraín hablaba un castellano mutilado: “Ramó, uté ta tené que creé en mi Nganga, eto no é pá hacé malda, eto e pa cuidá a la gente buena como uté”, lo imitaba Caro imaginando cómo le diría el viejo a su amigo muchos años más joven, en el que había reconocido una bondad que no se veía con frecuencia.

Era Don Ramón mi bisabuelo, y le pusieron el “Don” delante por lo que se dio a respetar toda la vida. Yo solo lo conocí en las historias de Caro, su hijo, que también se sentía orgulloso.

Aún después de viejo, recordaba Caro cuánto le debía al Taita que dejó de ver siendo un niño. Decía que su vida se la salvó aquella ceiba y lo que estaba enterrado entre sus raíces.

Cuando nació, en el año 1935, diez meses después de salir del vientre de María Ramos, comenzó a padecer unas fiebres que lo hacían convulsionar. No había remedio que le hiciera efecto y a Don Ramón no le quedó otra que ir a ver a su viejo amigo, Ta Efraín.

Dice Caro que tuvo que escuchar el cuento más de mil veces, lo que luego, de muchacho, lo hizo ir todos los años, el día de la Candelaria, a agradecerle al árbol. Tocaba tres veces en el tronco, como quien llama a una puerta y decía: “Gracias Mamá Linda por los años que me has dejado vivir”. Fue el único pago que exigió Ta Efraín después de hacer lo suyo.

Al llegar a la entrada del bohío el negro sabía a lo que venían. María con la criatura en brazos lloraba a cántaros, no creía que el niño Caridad se fuese a salvar. Sabía de los logros del taita, pero como era casi de la familia su fama no la sorprendía tanto. El lucumí les dijo: “Utede tan demora pa vení aquí a salvá ese niño, ya mis muettos me dijeron hace rato que iban a vení hoy y por eso yo ta prepará unas yebba pa esa criatura”,  mientras sacaba la savia de unas yerbas raras con un mortero y un pequeño caldero de hierro.

Cuando terminó tomó un paño de tela, de la misma que usaban para tapar los sembrados de tabaco negro, filtró un jugo verde que debió ser amargo como la tristeza y se lo dio a tomar al pequeño. Luego lo puso desnudo al pie de la ceiba, donde estaba enterrada la nganga y comenzó a rezar en lucumí: “Aggayú, yen yen yéguere mayen, kiva mió, ¡prúu!, kwá mió, ko maranguen, ke abororin”. Así salvó al niño de una muerte segura, el negro estaba claro de que había sido un daño por mal de ojo, y les dio también una pequeña ramita del árbol para que esto no volviera a suceder.

Hasta el día de su muerte, mi abuelo guardó con recelo aquel pedacito de madera. Lo tenía debajo de su colchón y en sus viajes lo llevaba en el bolsillo. Hasta que pudo fue al lugar donde nació, una vez al año, a agradecerle a Mamá Linda, al viejo esclavo y a aquella nganga que yace dormida entre las centenarias raíces.

 

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