Más allá de la muralla (Parte II)

Foto: Yoel Suárez

Foto: Yoel Suárez

El reino del agua

El terreno irregular, pedregoso, exige caballo y botas. Paisaje extraño este: sobre la alfombra verde que va de cumbre en cumbre sobresalen trozos monolíticos de basalto rojo; lejos, algún farallón desnuda el blancor calizo de erguidos paredones.

Loma adentro, loma arriba, se llega al reino del agua. Sale de algún manantial oculto en las alturas, que en verdad no son tan altas porque ya de tanto subir están ahí mismo, a unas pocas horas de camino.

Agua, agua y más agua sin que se gaste nunca. Fluye hasta las cocinas de los rústicos conucos a través de largas mangueras que se pierden en el monte. Si un día no llega al bohío tenga usted por seguro que el pozo está sucio, revuelto. Cuando el agua se agita no es bueno para nadie. El río se envalentona y cierra los pasos, se lleva animales y puentes como el diablo lleva el alma.

Pero incluso, sin ensancharse, el cauce es peligroso, guarda un misterio perenne.

El patio de Duni, a una hora de camino desde la casa de Quimbo, da al Charco del Remolino. Ahí, donde se encuentran un arroyo y el río, los hombres de la zona se han jugado gallinas, terneras y puercos por tocar el fondo. Nadie, excepto el Charco, ha ganado la apuesta.

Pero el agua ellos la tienen como una bendición.

Para cada enfermedad, existe una medida, designada siempre en «jarros», que cura y trae paz. Basta enjuagarse la piel con diez jarros seguidos y la fiebre, por ejemplo, deja de acalorarnos. Así, corresponde una cantidad para cada mal que pueda sentir el cuerpo.

No está en sus altares; saben que Dios solo es uno. Hay una Biblia en la casita de yaguas, imágenes de santos. Pero el líquido es, lo juran, el medio para el alivio. No predican su creencia ni se reúnen en cultos; quizá por eso no pasan de ser contadas familias las que incluyan estos ritos en sus creencias.

En Cuba se le conocen como «acuáticos».

La mayoría de ellos están localizados en lo más recóndito de Viñales y San Cristóbal. En Machuca, por ejemplo, los conocen por sus apellidos. «Los Rodríguez», me decían. Son gente tranquila, honesta y laboriosa por lo general. De modo que en comunidades de la alta cordillera los tienen en estima y pocos juzgan su modo de vida, respetan las decisiones al interior de las familias. Incluso cuando estas nos sean incomprensibles.

Al parecer la práctica es autóctona de la Isla. No se tiene referencias de grupos humanos que hagan lo que estos. Poco se sabe de esa secta. Quizá por su remota ubicación, y también por prejuicios de antaño.

La temática ha tenido su vago y maltratado reflejo en nuestra literatura y cine. Los años 60 y 70 generaron representaciones a tono con los prejuicios de una Revolución que veía en todas las creencias un rezago del pasado.

El largometraje de ficción Los días del agua y la novela La última mujer y el próximo combate de Manuel Cofiño y Manuel Octavio Gómez, respectivamente, dan fe de ello. La caracterización de los personajes acuáticos va del líder espiritual oportunista a incapacitados mentales lastimeros.

Es conocido el caso del cineasta Arturo Sotto, que pensaba internarse con su equipo en Viñales y dedicar un aparte de su documental Breton es un bebé a la secta. La respuesta de las autoridades provinciales fue que no era de su interés que la comunidad se visibilizara en un material sobre Cuba.

El país ajeno

Foto: Yoel Suárez
Foto: Yoel Suárez

Decía Pablo de la Torriente Brau que ir al Oriente de la Isla era conocer otro país. Yo creo que el periodista podría incluir en su inventario a este pedazo de Cuba. Gente noble, que no rechaza al extraño, que abre las talanqueras para compartir el Charco azul y profundo.

Los catibos aprovechan el mediodía y lo cruzan el agua serpenteando, asustando al nadador. A Sony, el esposo de Duni, crecido y nacido ahí no le sorprende nada. Al fin de cuenta el catibo es pequeño, inofensivo. Se eriza un poco, eso sí, cuando hablamos de majases.

-Laba’o sei Dios –dice la mujer y deja sobre la mesa las escudillas de aluminio en las que almorzaremos.

-Un día, cuando el sol caía, yo y el muchacho volvíamos de guataquear en el malangal…

-Y oímos al perro que estaba ladra que ladra –interrumpe un chiquillo de diez años, flacucho, rubianco, todo risa con los ojos como platos. Había permanecido con la boca semiabierta, escrutándonos. Los niños miran con el descaro del que quiere saber.

Duni interrumpe al atropellado narrador y pone ante nosotros una tentadora cazuela tiznada con frijoles negros dormidos. Los más agradecidos: ni carne, ni viandas precisa.

-Váyese a lavar las manos y busque a su hermana –le dice al niño-, su padre acaba el cuento.

El vejigo se pierde a cumplir las órdenes. « ¿Y a qué ladraba el perro?».

-¡Era un majá, muchacho! –Sony teatralizaba la escena de tal forma que estábamos metidos de lleno en su historia. El bicho se irguió y lo igualó en tamaño. –Tendría tres metros de largo…

Sony asentía frente a la incredulidad y el asombro compartido por sus interlocutores.

-Yo quería cogerlo, pero estaba de frente y eso sí es peligroso. Se te tira y te enrosca hasta ahogarte…

-¿Cómo que cogerlo? ¡Eso sí es una locura! –brincó alguien en la mesa.

Sony mostró los dientes, y escuchamos una risa irónica desde la cocina. Los dos metros de hombre se inclinaron hacia nosotros. El rostro cuarteado, los ojos de buey temeroso, la voz potente del trueno. Todo sobre la mesa. Crujieron lentamente los tablones.

-Si coges al majá con la zurda pierde la fuerza, ¿ve?

Cuando alguien habla con tal convicción poco más se puede indagar. La certeza es la razón, nunca a la inversa.

-No puedes mirarlo mucho porque si no te bajea.

-¿Te qué?

-Te echa el bajo, y quedas memo como Efrade, el bobo que estuvo en cama tres días luego que el majá lo bajeara. Más nunca fue hombre otra vez.

-¿Y qué hicieron con el animal?

-El niño le tiró un guatacazo; salió entre el malangal y hasta el sol de hoy no aparece.

-En La Habana no hay cosa que se parezca a esto, ¿eh? –intervino Duni, y dejó descansar junto a los frijoles otra cazuela tiznada. –Este mái te aseguro que no lo comen allá.

El amarillo intenso de la harina de maíz parecía un girasol de Van Gogh. Antes de arrancar, Sony abrió tres latas de Spam que llegan a Machuca como parte del Plan Turquino. Una iniciativa gubernamental que lleva recursos de la canasta básica a familias residentes en sitios remotos.

El niño y su hermanita se acercaban a lo lejos. Cuchicheaban hasta llegar a nosotros. Intrigados nos miraban servirnos de las cazuelas, masticar, elogiar las manos de Duni en el fogón, soltar algún chiste citadino durante la sobremesa una vez terminado el hambre feroz del mediodía.

Duni entra los platos a la cocina: es la hora de fregar. Una de mis amigas la sigue. Sony se levanta con la promesa de traernos un racimo de los mejores platanitos manzanos que hayamos probado en la vida. Nos manda a sentar apenas hablamos de ayudarle. «Ustedes son la visita». Al rato sale mi amiga de la cocina riendo como loca. «Si ven el lío que armó Duni cuando empecé a mojar los platos». « ¡Ustedes son la visita, muchacha!», soltó la mujer al otro lado de la pared.

-Y ustedes, ¿hacen mucho en la casa? -me viro hacia los hermanos.

Sonríen tímidamente, pero hablar no es un problema.

-Yo ayudo a mi papá a sembrar pinos en la loma –dice el niño y señala una falda cercana; verde, verdecita en pinitos que recordaban la más tierna navidad. –Cuando la Forestal viene a tumbarlos yo no quiero ni mirar -apoya el codo en la mesa y se enreda la mano en los rizos del pelo.

-Y la escuela, ¿les queda lejos?

-Nosotros no vamos a la escuela. Amá nos enseña a leer –dijo la niña.

El pasmo se extendió de colina a colina. Unos segundos de nieve, hasta que el hermanito desgajó nuestras bocas con un anhelo:

-Dentro de poco Apá coge camino, y cuando vuelva de Cuba me va a traer juguetes.

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