Nostalgia rojiazul

Industriales vs. Santiago de Cuba, el gran clásico de la pelota cubana. Foto: Alex Castro.

Industriales vs. Santiago de Cuba, el gran clásico de la pelota cubana. Foto: Alex Castro.

El duelo balompédico entre el FC Barcelona y el Real Madrid, allá en España, es el único Clásico que les va quedando a los cubanos. Huérfanos de espectáculos locales, los aficionados de la Isla miran al otro lado del Atlántico, mientras algunos se desgastan en estériles debates sobre el indetenible avance del fútbol.

Es cierto que solo la final de la Copa Mundial de Fútbol y la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos pueden competir con el poder mediático de un partido como ese, seguido en todo el planeta por 600 millones de fanáticos. Pero también lo es que el deprimido deporte cubano no tiene hoy ni siquiera un mal ensayo de ese suceso sociocultural que se ha acuñado como Clásico.

Porque un Clásico es la dimensión más acabada de lo que representa el deporte para la sociedad, un suceso capaz de inspirar juicios como el de Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool. Shankly, quien encumbró al equipo rojo de la ciudad de Los Beatles en sus duras batallas ante el Manchester United, acostumbraba a decir: “Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso”.

Los Clásicos paralizan ciudades y países enteros, condicionan procesos eleccionarios y se erigen en campos de batalla política, religiosa, social. Para recibir al Real Madrid, en el Camp Nou el himno del Barça es cantado a cappella por 100 mil voces en catalán que exigen bien alto la independencia de Cataluña en el minuto 17:14, equivalente al año en que terminó el sitio de Barcelona durante la Guerra de Sucesión Española. Mientras, en el madrileño Santiago Bernabéu le dan la bienvenida a los azulgranas con una multitud de banderas españolas, al tiempo que dejan claro su espíritu nacionalista cantando “Que viva España”.

Algo similar sucede en incontables rincones del mundo. En Glasgow, la eterna disputa escocesa sobre religión marcó el surgimiento del Clásico futbolístico más antiguo de todos, con más de 120 años de historia: el enfrentamiento Celtic-Rangers, o lo que es igual, el de católicos contra protestantes dirimiendo sus diferencias dentro del ecuménico escenario de una cancha de fútbol.

Y hay más, muchos más: Boca Junior contra River Plate, en Argentina; Flamengo versus Corinthians, en Brasil; Fenerbahce ante Galatasaray, en Turquía; CSKA y Dynamo, en más de un deporte en Rusia; Leones de Caracas frente a Navegantes de Magallanes, en el béisbol de Venezuela; Yankees de New York contra Medias Rojas de Boston, en Estados Unidos; Celtics frente a Lakers, en el baloncesto de ese propio país. Los duelos se multiplican y las fanaticadas enloquecen con la proximidad de la cita que cada año marcan en sus calendarios, un sentimiento cada vez más ajeno al aficionado cubano.

Claro que en Cuba hemos tenido los enconados Industriales –Santiago, pero el sempiterno desafío entre azules y rojos es hoy una mala fotografía en sepia de sus mejores años. La crisis que viven estos equipos de pelota le resta drama a aquella gran puesta en escena, cuando los dos gigantes se citaban y el manto verde y arcilloso del terreno, lo mismo en el Guillermón santiaguero que en el Coloso del Cerro, se transformaba en un escenario repleto de reminiscencias étnicas, en un espejo de los conflictos que asumimos como nación.

El Clásico Industriales-Santiago resultaba un reflejo de la sociedad cubana, la traducción al lenguaje binario de las bolas y los strikes de desavenencias arrastradas por siglos: las contradicciones históricas, económicas y sociales de las dos mitades de la Isla, la emigración de miles desde Oriente hasta La Habana, la defensa a ultranza de sus raíces por quienes se trasladaron a la capital y, de paso, ayudaron a construir la metrópoli.

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El Clásico cubano fue el escenario de jugadas trepidantes y jonrones descomunales, de acaloramientos y suspicacias entre los peloteros, de definiciones de afectos y de campeonatos. Fue la pulseada simbólica de un país, la conga santiaguera contra la chispa de Armandito el Tintorero y su valla industrialista, el picante “¡Ruge Leona!” y su menos feliz contrapartida, el ofensivo grito de “¡Palestinos, palestinos!”, expresión de un sentimiento diferenciador, de plaza invadida que reina entre quienes se definen como habaneros “puros”.

El duelo de duelos, la madre de todas las batallas en el deporte de la Isla, era además el estadio Latinoamericano dividido, con su graderío derecho ocupado por la fanaticada oriental y el resto de sus capacidades dedicadas a vilipendiar cualquier cosa proveniente de afuera, de esa zona imprecisa que los citadinos han llamado “campo”. Era el combate entre dos maneras de vivir, de sentir, de ser, entre dos entes que mostraban una Cuba más heterogénea de lo que podría suponerse; y entre dos tribunas que han moldeado la idiosincrasia de ambos equipos, prolongando en sus dominios el enfrentamiento incansable: los foros populares de la Plaza de Marte y el Parque Central.

La primera, bulliciosa y desbordada, siempre beligerante con el incauto forastero que insiste en no doblegarse ante esa suerte de “fundamentalismo” santiaguero, nacido del amor desmedido por el rojo de su camiseta. Es el sitio de todos, privilegiado por su céntrica geografía, poseedor de un magnetismo especial que obliga al viajero a detenerse, mientras observa con arrobo la historia del béisbol nacional o extranjero en sus carteles colgantes; el lugar para sucumbir al hechizo de aquellos oráculos criollos, sacerdotes celosos de la pasión mayor de los cubanos, que desde su añosa sabiduría hablan sin premura de cómo lo real maravilloso ha marcado también a la pelota antillana.

Cuentan allí que fue en 1967 cuando Manuel Alarcón invocó poderes sobrenaturales, palpables en cualquier rincón de Santiago de Cuba, para mandar a cerrar la calle Trocha, llevar por primera ocasión un campeonato a Oriente y, tras cortar la racha de cuatro títulos al hilo de Industriales, comenzar a reescribir la gran novela de nuestras Series Nacionales. Narran allí también el debut del gran Braudilio Vinent; aseguran que el pitcher tunero Roldán Guillén sobrepasó con holgura las 100 millas por hora en una época sin velocímetros; se enorgullecen de aquella generación dorada que reunió una alineación temible, encabezada por Antonio Pacheco, Orestes Kindelán, Fausto Álvarez y Gabriel Pierre.

En el otro extremo del archipiélago se halla el populoso parque de La Habana Vieja, ágora universal de mentores de barrio, árbitros de grada y empíricos eruditos que recitan como una letanía nombres, estadísticas, anécdotas y demás interioridades del exitoso devenir de la pelota capitalina. Heredero del carácter babélico de la ciudad, acoge en su seno a todas las voces y tendencias, se mantiene atento día a día de las decenas de jugadores de casa que se desempeñan en ligas foráneas y exhibe con orgullo el luminoso pasado de los Alacranes del Almendares, dueños originales del legendario color azul.

El Parque Central es el hábitat natural de quienes conservan en la retina, con idéntica admiración, los anillos de Serie Mundial conseguidos por Orlando “el Duke” Hernández y el espectacular jonrón de Agustín Marquetti para decidir la serie cubana de 1986; los éxitos en la Gran Carpa de azules como Rey Ordóñez y Kendry Morales y los campeonatos cubanos conseguidos bajo la dirección de Ramón Carneado y Rey Vicente Anglada. Allí vive y se renueva la leyenda escrita por Changa Mederos, por Pedro Chávez, por Pedro Medina, por Germán Mesa, esa que ha llevado a Industriales a exhibir más títulos cubanos que nadie y que es también patrimonio de la nación.

Por eso duele un poco que hoy muchos cubanos tomemos al Clásico del fútbol español como único plato fuerte, un manjar a todas luces insuficiente para saciar un hambre de espectáculo y emoción que no hace más que crecer. La salud del gran clásico Santiago–Industriales está ligada de manera indeleble a la de nuestro deporte nacional, a un panorama en decadencia urgido de soluciones revitalizadoras de su calidad y su entusiasmo, que posibiliten que la histórica liza entre rojos y azules vuelva a encender la pasión gigante de los aficionados. De lo contrario, esa condición de privilegio corre cada día el riesgo de desaparecer.

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