Perfidia

Nadie, a menos que fuera cosa de urgencia, podía perturbar el descanso de Caro. Almorzaba, se tomaba un trago de café para acompañar un cigarrillo hecho en casa y luego dormía tres horas y media, con la exactitud de su antiguo reloj despertador ruso, que timbraba vagamente para avisar que terminaba el sueño vespertino.

El viejo cerraba la puerta de su cuarto y nos suplicaba que no hiciéramos ruido, o bien dejaba que lo acompañáramos; en algún momento convenció a sus nietos de que el sueño de la tarde le hacía mucho bien al cuerpo.

Una vez que no lo dejaron descansar. Fueron Pepito y Luis Miguel, dos compinches del barrio que casi se van a las manos por culpa de una trampa en un juego de bolas. Tanta bulla hicieron, que media cuadra había salido a ver el espectáculo en vivo. Cuando por fin decidieron dejar los improperios y recurrieron a los puños, justo antes de que el primer golpe se acercara a la cara de Pepito, salió Caro con su afilado machete, saltó el muro a la acera como su fuera otro adolescente y echó un par de culebras por la boca: “Muchachos revigíos, ¿ustedes no tienen otro lugar donde joder? Y los demás, con lo viejos que están, ¿no les da pena? Agilen y vayan pa´ la sabana a quitarse la picazón caráaa”. Y en el mayor silencio se fueron todos de allí, cada uno a su casa.

Esperaba ver una buena pelea que tenía ya sus antecedentes, pero el abuelo me jodió el ring, un regaño fuerte estaba por posarse sobre mi cabeza. El mal genio había llevado a Pipa a cortar un cactus de tajo cuando regresó a su patio. Se sentó a mi lado en un sillón del portal, respiró profundo y con calma inimaginable comenzó a hablarme.

***

Estos niños de hoy se creen guapos. Primero se mientan la madre y los muertos y luego se tiran unos golpes cariñosos para después hacer un cuento fantástico. En mi tiempo ni se hablaba, había que ser un león. Me miraban atravesado y ahí mismo se formaba el jelengue.

Cuando tenía como 12 años, allá abajo en el Cayuco, se hablaba mucho de dos grandes amigos que no terminaron muy bien sus días. Uno era Facundo, que le decían Cundo, y el otro era Genarito, dos muchachos que fueron gente sana hasta que se conocieron.

Era costumbre que los padres fueran con sus hijos a las carreras de caballos, y como ese mundo es tan desagradable, tuvieron la mala suerte de que los echaran a pelear después que había perdido la yegua de Rafael, el padre de Cundo. En un intento por recuperarse, le propuso a Toño que se jugara lo mismo que había perdido, en los puños de su hijo, que él le tenía un rival de su propio peso.

Así, entre tragos, comenzaron las apuestas al uno y al otro, les quitaron las camisas y los zapatos y los metieron en un claro de monte con espacio suficiente para que cupieran casi cien espectadores. No hubo árbitro ni reglas.

Cuentan que se dieron tanto que un guajiro que había llegado con el alboroto andando, se percató de que era demasiado para un par de niños y logró separarlos y decretar las tablas. Desde ese día comenzó la historia de guapería más famosa de Cayuco…

Varias semanas después de los sucesos de las carreras, Cundo y Genarito gozaban de cierto respeto en la escuelita rural. El chisme corrió como pólvora. Se enviaron mensajes con amigos en común para retarse a la hora del descanso y por suerte intercedió la maestra Vivian, una señorona de ciudad, muy persuasiva. Llegó a tiempo, los sentó en el aulita de tabla de palma y techo de guano para explicarles el concepto de la amistad. Tal efecto causó la doña, que diez años después eran como hermanos.

“Fue peor. Que los dos se llevaran tan bien causaría pánico en el pueblo, llegaron a llamarles Gasolina y Fósforo; el último le correspondió a Genarito que tenía la cabeza como una bombilla. Cuando se unían de jóvenes había que dejarles el bar. A Cayuco no podía llegar un extraño porque salía con una pata coja o con un brazo partido, con buena suerte. Algunos salieron botando la bilis por el plexo solar, de una puñalada.

Competían. Llevaban una cuenta de noqueados, cortados y apuñaleados, en ese orden aumentaba el grado de coraje entre ellos. El cabo Guao, un guardia rural de renombre en la zona ya no quería ni verlos. Los advirtió unas cuantas veces y más de una noche durmieron en la misma celda de la posta de Cayuco.

La gente decía: “¿Cundo y Genarito? Esos dos van a terminar muy mal”.

***

Una de sus más contadas “hazañas” consistió en echar a perder el guateque de Malpotón, una fiesta que se hacía cada 4 de diciembre en honor a la Santa Bárbara. Tres conjuntos de música campesina ambientaban la noche desde un pequeño estrado de madera dentro de un enorme rancho de guano cerrado. La entrada valía 10 centavos, pero el portero, que los conocía bien, ni los miraba cuando estaban cerca. Aquel día decidieron entrarle al guateque con una venda en los ojos y un machete en cada mano.

Tal fue el evento que hombres y mujeres salían despavoridos por una pequeña entrada que había tras el estrado. Los músicos que estaban vestidos de blanco terminaron afuera enfangados como cerdos. Estaba cayendo una lloviznita incipiente. La gente gritaba, hubo soponcios, rezos a la Santa Bárbara bendita y corrió la sangre. Aquel terror había dejado a cinco personas con heridas notables. Ellos, minutos después, se sentaron debajo de los faroles chinos que alumbraban la fiesta malograda… a reírse, carcajeaban como dos brujos. Les costó seis meses en la cárcel aquel chiste. La prisión era como su casa, allí gozaban del respeto que se habían ganado en las calles.

***

Como suele suceder en este mundo, los dos se habían enamorado de la misma mujer, Isabelita, una trigueña de ojos verdes que había ganado La Flor del Tabaco más de tres años consecutivos. Era una competencia donde escogían a la muchacha más bella del Cayuco. Ambos sabían de la coincidencia, en ocasiones se encontraban a caballo cerca de la ventana de Isabel:

-Cundo, hermano, ¿qué tú haces por estos lares?

-Nada Genarito, que iba a comprar los mandados en la bodega del Gallego y me quedé un rato aquí mirando el paisaje.

-Pero a esta hora el Gallego cerró…

-Na, tú sabes que a la hora que yo llegue él me tiene que despachar…

Luego se iban juntos a recordar quiénes eran.

***

En las peleas de gallos, Genaro y Cundo casi nunca perdían, y cuando no salían airosos, arremetían contra el oponente a puño limpio y le quitaban el dinero. Llegó el momento en que la gente del pueblo los conocía tanto que cada uno iba con su gallo y tenía que regresar con el ave bajo el brazo sin cuadrar pelea. Hasta el día que decidieron medirse los dos amigos.

El gallo giro era de Cundo y tenía ya cuatro peleas ganadas. Genaro había llevado un pollito indio que era de la cría de los Cabeza de Pavo famosos de La Bajada. La pelea pronosticaba bastante entretenimiento. Muchos le jugaron al giro que ya estaba probado, sin embargo, el pollo indio en menos de veinte segundos, la tercera vez que picó, mató de un golpe de espuela al invicto campeón.

Aquello le pareció demasiado raro a Cundo. No podía ser que su gallo no hubiera, al menos, dado pelea como otras veces. Genaro saltaba de alegría mientras su amigo tomaba una esponja mojada en la mano y se la pasaba por las espuelas de carey al pollito ganador. Luego se la exprimió al animal sobre el pico; lo hizo tragarse el agua para confirmar su sospecha.

Lo soltó en el ruedo y apenas cantó, cayó estirando el ala izquierda sobre el muslo. Era evidente que la espuela del pollito estaba untada, envenenada.

Se hizo silencio. La trampa había quedado en evidencia ante los ojos de todos.

Cundo se dirigió a Genarito y le dijo con mirada dolida:

-Coño, Genarito, cará. Parece hasta mentira que tú me hayas hecho esto. Acabas de desgraciarme la vida. Nos vemos mañana temprano donde tú sabes.

Tomó su gallo muerto, arreó la yegua alazana y se fue a la casa pensativo. Genarito quedó como si le hubiesen hecho una costura en la boca. La gente sabía que pronto habría un duelo de titanes.

El lugar era el estadio de béisbol, donde muchas veces pasaron las resacas, donde hablaron de sus sueños y se juraron lealtad. A la mañana siguiente cada uno enrumbó su bestia a los jardines del terreno. Los dos habían pasado la noche afilando los pérfidos cortantes que viajaban en sus cinturas envainados en cuero de vaca.

Cundo agarró el lazo que llevaba en su montura y ya Genarito lo estaba esperando en el jardín central. Sin decir palabra se dieron la mano izquierda, como un saludo de viejos amigos. Cada mano zurda agarró el antebrazo de la otra, tomaron el lazo por el medio y comenzaron a amarrarse de tal forma que los hombros quedaban a un metro de distancia. Ninguno podría huir. Sus derechas quedaron libres para tomar los cuchillos, esos que habían mandado a hacer con el mismo herrero y portaban las iniciales de los dos, esos que habían hecho brotar la sangre de sus enemigos a borbotones.

Solo una frase salió de la boca de Cundo: “Nos vemos en el infierno hermano”.

Se pincharon con rabias viejas. La carrera de caballos de niños, el amor por Isabelita –que terminó en un convento en La Habana-, el veneno. Pulmones perforados, tripas afuera, herida letal en el muslo… La mañana era fresca, la sangre humeaba. Una herida en la garganta, una voz desvanecida en ruidos sordos. Veinticinco años vividos. Ninguno volvió a respirar.

Cuentan quienes llegaron al estadio que después que cada familia zafó los cuerpos inertes y agujereados de aquellos muchachos, quedó un enorme coágulo rojo amaranto sobre la yerba, y hasta estos días los que se consideran guapos en Cayuco van hasta el jardín central del estadio a arrancar un pedacito de pasto para echarlo en su bolsillo antes de una pelea.

***

Boquiabierto después del final de aquella historia, todavía con la piel de gallina miré a los ojos de mi abuelo. Tenía algo más por decir, como si no se hubiera acabado el cuento. Respiró profundo, y de repente casi gritando el viejo Caro me espeta:

“¿Tú crees que es para que los pendejos estos me echen a perder la siesta? Yo te digo a ti que hay que tener una paciencia…”.

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