Pescar historias

Foto: J. J. Miranda.

Foto: J. J. Miranda.

Una buena pesca precisa de tres cosas: amigos, buenos equipos y suerte. En mi caso, que adoro sumergirme para pinchar las mejores piezas, es necesario además un buen lugar, donde no haya tanta depredación. Los peces emigran cuando se sienten amenazados.

Al menos una vez al mes vuelvo al lugar donde nací, con la ilusión de pescar. Más lejos de lo imaginable hace meses encontré un lugar y un buen amigo pescador. Pero todo se complica en algún punto.

Llego al pueblo y dos días no bastan para encontrar un carro de caballo y un equino. Hay que salir a buscar a los viejos amigos. Por suerte Mafuco tiene a Briseida, una yegua que yo mismo bauticé cuando era una potranca, porque tenía los mismos bríos que Aquiles, y como era hembra… Con este ya tiene dos largos viajes a Palmarito, casi 37 kilómetros halando un carro con nevera, equipos de pesca y algunos alimentos.

El carro en esta ocasión lo donó Julito, un amigo de la niñez que siempre, no sé de qué manera, adivina que estoy en el pueblo. Tenía la garantía de Briseida pero el carro se me ponía difícil. A punto de perder toda esperanza, Julio me dice: “Compadre, el esposo de mi mamá tiene una araña en la casa. Busca la yegua y vamos a recogerla”.

En el barrio compré ocho piedras de hielo, para que sobrara. La vieja me hizo una olla de arroz amarillo pero no quería que fuera solo tan lejos. Estaba a punto de entrar un ciclón por Oriente, en el otro extremo de la isla, y eso la preocupaba. Entonces me convenció para que me llevara al Titi, su esposo, que me sigue en las aventuras estas y le encanta el pescado, solo hay que decirle que en la zona donde pesco se capturan pintadas y basta para que de un salto monte en el carromato.

Así salimos los dos un poco tarde por la lluvia. Mal augurio, el mar del sur no puede ver el agua del cielo, se pone turbio y feroz. Pero todo había salido tan bien que nada podría detener el trote de la yegua mora.

“Arre, Briseida”, le dije, y con el ademán del adiós a mi madre tomé la rienda incorrecta; acto seguido nos fuimos contra la cerca de la casa y arrancamos un pedazo de tubo oxidado con la esquina delantera del carro. Mal comienzo. Mi mamá comenzó a reírse a carcajadas y nosotros continuamos viaje entre risas también.

***

Primero había que llegar a Cayuco por el camino de “la 30”, una escuela en el campo abandonada de treinta y uno que hicieron en la zona para paliar el trabajo en el tabaco rubio.

La 30, cuyo nombre real es el de un mártir, tiene dos enormes edificios conectados por pasillos. La gente le ha quitado algunos ventanales para sus propias viviendas. Luce tan anacrónica que parece que cayó del cielo, como las demás, en medio de aquellas sabanas arenosas.

El camino se usa más que la carretera porque es más corto para unir la cabecera municipal con varios asentamientos. Una sola vía compuesta por dos huellas de gomas en los extremos y en el centro marcas de herraduras de caballos. Hasta la 30, tiene exactamente dieciocho charcos cuando llueve.

Tuve la paciencia de contarlos, porque dieciocho veces tuve que bajarme a sacar a Briseida por el hocico, entraba en el charco y solo llegaba hasta la mitad, como si tuviera algún trauma con el agua. Llegué a Cayuco con más fango en las botas que un campesino arrocero.

Ya se despedían las últimas luces de la tarde cuando faltaba más de la mitad del camino. Había que llegar a Palmarito y luego doblar a la derecha unos 4 kilómetros más. Antes del Carril tuvimos que detenernos por un tumulto de gente que observaba un tractor y su carreta volcados en la cuneta. “El chofer, que era el hijo del dueño, estaba borracho y con la cantidad de baches que hay aquí no se puede andar tomando ni agua”, decía una señora sesentona justo enfrente de Briseida cuando nos detuvimos.

La yegua, que era puro nervio, logró pasar aquello y seguir la marcha. Cayó la noche mientras avanzábamos, una noche oscura de campo donde no se ven ni las palmas de las manos. Intentamos encender una latica con petróleo y saco de yute que serviría para señalizar nuestra presencia, pero había perecido en algún charco, así que con la luz de la linterna nos orientábamos.

Llegaron unos truenos de espanto. Faltaba mucho aún. Por alguna razón me imaginé que habíamos llegado a Palmarito al ver algunas luces tenues de casas de guano a la orilla de la carretera, y preguntamos a un viejo que fumaba tabaco sentado en un taburete bajo el portal de su casa.

“Debe ser por la entrada que pasaron hace un momento. Por ahí pa´ abajo. Y tengan cuidado que va a caer un agua torrencial”, respondió.

Nos había leído el destino: a unos 2 kilómetros camino adentro dijo el agua: “Voy a joder”, y tanto fue que hasta rachas de viento fuerte nos azotaron. Hubo que bajarse y meterse debajo de un herbazal en el borde del camino y proteger lo que no podía mojarse: celulares, carteras, fósforos.

A la luz de la linterna estaba Titi hasta con frío, y no podíamos dejar de reírnos hasta que dolieron las costillas. Por suerte cesó la fuerza de la lluvia y anduvimos casi una hora más camino abajo. Ya una vez había estado en los montes aquellos, pero nada me era familiar.

Casi a punto de llegar a la costa vimos una luz a lo lejos y decidimos bajar a preguntar. “Buenas noches”, dije a cierta distancia y antes de que respondieran los inquilinos, salieron dos perros perdigueros con ínfulas de morderme. De un salto caí en el carro y… “Es para hacer una pregunta”.

“Dígame, mijo, ¿qué desea?” Salió una señora y luego su hija. “Estamos perdimos, andamos buscando la casa de Camilo”, le expliqué.

“Ay mijito, yo no conozco a ningún Camilo por aquí. Espera unos minutos que el viejo está al llegar, él seguro lo conoce”, y en menos de lo que canta un gallo llegó Pedro, un señor de unos cincuenta y tantos, con una botella de ron en carro y yegua: “¿Qué pasa María?” se dirigió a su mujer.

Finalmente se supo que buscábamos a “Mondongo”, como también conocían a Camilo en la zona. Por suerte estábamos cerca. A esa hora Briseida no quiso caminar más así que pusimos todas las cosas en el carro de Pedro. Deborah, su yegua, nos llevaría hasta nuestro destino. Al día siguiente habría que buscar nuestra yegua y el carro.

“No se preocupen que aquí no se pierde nada”, dijo Pedro a punto de salir. Luego, cuando avanzábamos por una vereda en medio de aquel monte oscuro, nos dijo: “Muchachones, si ustedes están en algún lío de salida ilegal, díganmelo. Yo soy un hombre y no me meto en nada pero háblenme claro”. Cada vez que hablaba se sentía el aliento a ron barato.

Cuánta velocidad habría alcanzado Deborah que los gajos por el extremo donde yo iba sentado estaban a diez metros unos de otros y lo los sentía en mi cara como una ráfaga.

Empapados llegamos a casa de Camilo, a la puerta de su rancho de piso de tierra siempre barrido.

Camilo nos decía que por suerte encontramos a un amigo, y que pocas personas llegaban a su casa desde el Burén, el lugar donde vive Pedro.

Blanca, su esposa, enseguida nos buscó ropas secas y calentó el arroz amarillo que llevábamos. “Aquí hay comida, mijo, no hay necesidad de traer nada”, nos comentó. Pero una cosa sí los pondría contentos: el saco de pan que les llevaba y la nevera llena de hielo para enfriar un poco de agua de pozo.

***

Amaneció y nuestras espaldas estaban a la medida de los colchones de paja donde habíamos dormido, duros pero calientes y humildemente ofrecidos. Blanca daba brillo a sus calderos y Camilo amolaba el machete entonando una décima. Lo acompañamos a sacar la yuca del almuerzo y al regreso me detuve a observar unos camarones que vivían en el fondo de un pozo en medio de la vega.

“¿Cómo llegan esos bichos ahí si no hay ningún río cerca?” le pregunté a Mondongo. “Pa mí que por las mismas venas de agua subterránea. Vaya usté a sabé. Esos camarones llevan años ahí”, me contestó.

Aprovechó nuestro carro para ir al pueblo después de almuerzo a cogerle el ponche a una goma de su araña y de paso lo acompañamos. Marcelito, quien pesca conmigo, llegaba esa noche y aprovecharíamos el día siguiente para lanzarnos al agua.

Camino a Palmarito el hombre arreaba a Poncho, su caballo de mil batallas, cuando sintió un raro picor en el pecho. Introdujo su mano por debajo de la camisa y con una tranquilidad sorprendente se sacó un alacrán.

“Me querías picar, cabrón” le dijo mientras lo miraba, y con sus propias manos lo mató. Nosotros nos mirábamos. Camilo es un animal con ropa.

En el pueblo pasamos por la ponchera y luego por casa de un amigo anotador de “Bolita”. “Pónmele estos 20 pesos al alacrán, el 43. Mañana vengo a buscar el dinero. Tengo que sacármelo porque cada vez que Blanquita me pone la camisa en la cerca me pica alguno y hoy maté el último”.

El anotador sacó su lista mientras soltaba una sonrisa por la curiosa relación de Camilo con los alacranes.

Tomamos rumbo de vuelta al bohío.

Blanca daba brillo a sus calderos. Foto: J. J. Miranda.
Blanca daba brillo a sus calderos. Foto: J. J. Miranda.

***

En la noche mientras esperábamos a Marcelito, Camilo contó sus historias de pesca. En sus anzuelos habían salido del agua enorme picúas, atunes y hasta tiburones de más de mil libras. Cada brazada era una lucha enternecida, lo mismo desde los altos paredones de la orilla que desde su canoa de tubos de aluminio. En la temporada de pargo solo Blanca pudo superarlo una vez. Ni su hermano Juan, que tenía fama de buen pescador y fuerte remero.

Los guajiros siempre exageran un poco, pero en este caso había que creerle las medidas exactas, tenía testigos, fechas y hasta una foto del último tiburón que tenía Marcelito en su celular y que nos enseñaría al llegar, casi a medianoche.

***

El último día salimos temprano al mar. Por una vereda de 3 kilómetros monte adentro. Caobas, humos, cedros guayacanes, crecían a cada lado del camino empredrado. Marcelito nos enseñaba huellas de venado y rastros de jutía.

El mar estaba violento. Los vientos huracanados que azotaban el Oriente estaban influyendo de alguna manera en la costa. Era un agua de chocolate, mar sucio y revuelto. Las olas se oían como truenos contra el paredón.

“No se puede pescar hoy, mulete. Yo conozco bien ese mar y si nos tiramos con esa revoltura no vamos a ver el peje, y a expensas de que nos muerda un tiburón. No podemos arriesgarnos. Pero no te preocupes, vete pa´ La Habana y yo te llamo cuando esté mejor”, terminaba Marcelo. Me llevé las manos a la cabeza, cerré los ojos y me dolió cada metro de viaje inútil.

Por el camino de regreso a casa de Camilo recogimos algunos cangrejos para llegar con algo en las manos. Tomamos agua de coco y ensillamos de regreso a Briseida, que estaba descansadita.

A la 3 de la tarde nos despedimos de aquella gente noble con la condición de que al llegar a nuestro destino llamaríamos para que supieran que habíamos llegado bien.

Un charco, otro charco y la yegua milagrosamente seguía su camino. Apenas 100 metros faltaban para llegar y suena mi celular. “Marcelito Pescador Llamando”, decía la pantalla. “Qué raro que sean ellos los que llamen”, pensé.

– Dime.

– Niño es Camilo, ¿ya llegaron?

– Casi, Camilo.

– ¿Todo bien?

– Sí hermano, estamos entrando a la casa.

– Muchacho, a que no adivinas qué número salió…

– No me digas ganaste con el alacrán…

– No, ¡ojalá! ¡Salió camarón!

 

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