Un parque lindo y otro feo

En la materia prima donde Julio Cortázar encontró acaso la continuidad de un originalísimo suspense, yo solo he visto, esta mañana, un par de parques urbanos. Un parque lindo y otro feo: parques estéticamente discontinuos en una misma ruta de la ciudad.

Nunca hubiese descubierto la belleza natural del Casino Campestre (el parque urbano más grande de Cuba), si no hubiese sido por la presencia aledaña del “Casinito”, un parque espantoso, de tierra carmelita, árido e inhóspito como ninguno, que cobija un monumento erigido en memoria del par de aventureros que inauguraron en avión la ruta desde Sevilla, España. Cuentan que a uno de estos homenajeados ya le habían robado sus espejuelos de bronce mucho antes de que al ladrón habanero se le ocurriese despojar del mismo atuendo a la estatua de John Lennon.

Según la versión de un amigo, tanto en el parque lindo como en el feo es posible encontrar, de noche, putas baratas, que sonríen baratamente a clientes que pagan poco. Yo pasé una vez de noche por la zona— buscando otra cosa, por supuesto—, y solo vi alcohólicos habituales que dormían sobre los bancos. Había alcohólicas también, y pensé entonces que quizás fueran ellas la mercancía de referencia.

Al Casino y al Casinito los abraza un halo pesado que evoca broncas, prostitución de Moneda Nacional, alcohol casero y cosas así. Los fines de semana, y durante eventos culturales como la Feria del Libro, los dos parques se llenan de niños que buscan diversión, pero ese no parece ser un rostro verdadero. Entonces parecen parques dormidos de día, molestos por la presencia de los extraños.

Siempre que paso por allí durante fiestas populares es para molestarme, y darle una merienda de estrés a mi úlcera estomacal. Unas veces al verlo lleno de tatuadores de mentirita cuya tinta se borra de la piel pero no de la mente de los niños, y otras al ver los juguetes de plásticos derretido que se venden en los catres… entonces pienso “ahora sí que no pueden fabricar nada más feo…”, pero la chapucería de los plastiqueros no tiene límites. ¡Hay que ver las cuñas de carrera y los camiones de bomberos!: con ellos la industria cubana ha inventado las únicas ruedas que no ruedan en toda la Historia de la civilización.

El parque antológico de Camagüey, sin embargo, es el Ignacio Agramonte, ubicado más al centro de la ciudad. Tiene una estatua de El Mayor, montado en su caballo, machete en mano. Y debajo una escena de mujer de tetas al aire al estilo romántico de Eugene Delacroix: algunos niños cabrones se percatan del detalle.

De niño mis padres me llevaban allí. El proletariado camagüeyano de los años 80— que contaba con Ladas, Moscovish, y noches tranquilas—, solía hacer tal cosa los sábados por la noche, y uno podía correr en patines soviéticos por un suelo liso y lleno de desconocidos amiguitos.  El único inconveniente era que, una vez en movimiento, para hacer cambiar de dirección a los patines había que agarrase de un poste por lo menos, porque aquellas cosas de hierro puro, tosco hierro siberiano, primero te rompían el metatarso antes de girar por cinética natural. Mientras tanto los padres se daban muelas y disfrutaban del fresco en los bancos.

Ahora ya no va tanto la gente al parque. Pasa que una banda de conciertos cuyo nombre, creo, es Banda Provincial…, tiene a bien caerle a trombonazos al pueblo a cada rato, musicalmente hablando. Los instrumentos de viento siempre suenan como un ataque, muy personal y burlesco. ¡Hasta la puñetera flauta, que en la TV parece más cordial e inofensiva, en la vida real es un auténtico pito de policía de tránsito! De verdad no entiendo como hay gente a quienes les agrada que otros les soplen encima. La trompeta es, de todos, el más insoportable.

El uso que le damos los cubanos a los parques es más o menos similar al que hacen los habitantes de otras regiones, pero con la sazón tropical del calor y las cañonas impuestas por las leyes del absurdo. A discreción de cualquier idiota local quedan las más ridículas prohibiciones, como que no se pueda subir una bicicleta, o incluso los niveles permisibles para el volumen de la voz.

En la ciudad de Ginebra, por ejemplo, frente al edificio sede de la Organización de Naciones Unidas, junto a la gigantesca silla de tres patas que recuerda el porqué del rechazo global al uso de las minas antipersonales, hay una fuente preciosa que dispara chorros de agua. La gente entonces, cuando siente calor, va allí y se moja, sin que nadie los fastidie.

En la ciudad de La Habana, otro ejemplo, hay una fuente menos moderna pero más artística, en la Plaza Vieja, junto a una escultura de mujer calva cabalgando en gallo. La fuente tiene una cerca alrededor, tan hermosa como las vallas que en la saga de Parque Jurásico contenían el empuje de los dinosaurios. Cuando la vi me recordó, no sé por qué, al Muro de Berlín.

Dicen que la pusieron allí para evitar que la población fuera a cargar agua con cubos durante las crisis de abasto, frente a los extranjeros. ¡Yo hubiese hecho de esto el show turístico del año! Hubiese ambientado aquello como si fuese el pueblo de Los Ángeles, con Zorro y todo, y la fuente como el único pozo del poblado. Y luego, naturalmente, la cerca… pero unos metros más atrás, para separar a los extranjeros y protegerles sus caras cámaras fotográficas de la salpicaduras del agua. Total…, ¿nuestro turismo no va sobre lo real maravilloso caribeño y sobre gente cool que pasa trabajo?

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