Una bandera en el malecón

Foto: Yoe Suárez.

Foto: Yoe Suárez.

Antes de que en La Habana hubiera malecón, cuando los arrecifes estaban desnudos, hubo un muelle de pescadores y al lado una pequeña caseta azul y amarilla. Una virgen de yeso la habitaba. A ella se encomendaban los hombres de mar antes de salir al mar.

“Yo conocí la caseta vacía, que en algún momento un temporal arrancó de cuajo” –me cuenta Carlos Eloy Perera, que era apenas un niño cuando su abuelo le hacía esa y otras historias mientras caminaban las cuatro cuadras que separaban su casa del océano.

Un día salió a pasear sin su abuelo. Iba junto a otro niño, amigo del barrio. Querían llegar al Morro, a pie, por todo el litoral.

“Hasta que descubrimos que se interponía el canal de la bahía”.

En el regreso, rumbo al fantasmal torreón de San Lázaro, ubicado en la calle Marina y Malecón, recordaría Eloy los cuentos del padre de su padre: la zona era conocida como las caletas de San Lázaro, y no faltaban por ahí los monteros bañando a sus caballos en la época de la colonia.

“Entre el mar y la vida del barrio percibí al Malecón como una gran ventana de encuentros y amores” –dice Eloy, hecho ya un hombre. También como un lugar donde la gente común dejaba sus ofrendas, los vestigios de su fe y sus creencias. Por eso me interesó reponer aquella virgen de los arrecifes, la de la caseta amarilla y azul que no conocí, capaz de recibir tantas súplicas y muestras de agradecimiento”.

Primero el niño fue al taller de cerámica y alfarería La Estrella que, lejos de la Vía Láctea, gravitaba en una localidad periférica de La Habana periférica: Calabazar. Ahí aprendió las técnicas básicas del oficio.

“Luego estudié escultura en la Academia de Artes Plásticas de San Alejandro –relata– y llegué a tener mi propio taller de cerámica en mi casa de Centro Habana”.

De todas las técnicas que domina, el raku resulta su preferida. Le gustó la idea de crear puntos de referencia en el espacio urbano. Especialmente en el muro que todo lo admite.

“Para que el transeúnte común viera un poco de arte –me dice– y por eso comencé a realizar intervenciones en espacios públicos, pero en particular me atraía mucho el litoral habanero”.

Y un día se hizo de balde, cemento y piezas de cerámica a modo de rompecabezas. Como un acto secreto bajó el muro hacia el arrecife, cuando aún las alimañas –ratas, cangrejos, ratones– cruzaban el dienteperro.

Amaneció una bandera cubana. Pegada al Malecón, a la cara que da al mar, la que tantas despedidas de botes y balseros ha visto. La bandera de Eloy, tal vez como anuncio o recuerdo, parece fragmentarse por una de sus puntas.

“Está allí hace veinte años. Es una inquietud, una protección tan válida como una Virgen de la Caridad que descansa a unos pocos metros de ella” –asegura el artista nacido en 1972. Son símbolos, pertenencias que nos acompañan, que no debieran guardarse solo en los templos o en los edificios públicos”.

Esa Virgen, ahijada de aquella de los cuentos del abuelo, tiene a Eloy como padre también. Otra vez bajó a sembrarla entre el dienteperro, amparado por la noche. Era septiembre, y el reflujo de la marea parecía rechazar la escultura.

La escritora María Cristina Fernández estuvo allí, lo vio:

“Las mujeres nos quedamos sentadas en el muro, mientras el artista y un buen amigo bajaban”.

La extraña escena llamó la ateción:

“Algunos noctámbulos confundidos hacían sus deducciones: ‘Miren a esos locos yéndose pa’l Yuma’; otros mencionaban el pago de una promesa”.

Hoy, ahora, en La Habana, Eloy se motiva. Le sale la raíz de poeta, y se (me) pregunta qué mejor lugar que el Malecón para sus creaciones:

“…que es nuestra ventana, nuestro refugio, esa línea serpentina donde la tierra y el mar conversan en su propio lenguaje…”.

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