V8

Llevaba la parca sentada en su defensa. Acaso ande rodando todavía, no sé, pero cuando niño me apartaba de la calle y corría hasta detrás de un framboyán para que no me pasara por encima. Era uno de esos camiones ZIL 130 rusos, el verde que pertenecía a la empresa de tabaco de Sandino y ya tenía tres muertos y unos cuantos lesionados.

No importaba el chofer, porque tuvo muchos, y se iban a otros trabajos por temor, porque aquel V8 era cosa de otro mundo. A mi tío Leo, que tenía fama de ser el mejor chofer del pueblo, se lo ofrecieron cierta vez. Pero no lo aceptó, dijo delante de mí que aquel carro estaba embrujado y así me enteré de la primera historia trágica.

Fue en una conversación con Caro, mi abuelo, que solo creyó en los vivos. Le decía a tío que como estaban los tiempos de periodo especial no podía darse el lujo de rechazar un trabajo tan bueno. Su hijo le dijo:

“Papi, ese camión tiene algo extraño. Ya una vez se volcó y no se hizo ni un rasguño, pero los dos que iban en la cabina se mataron. ¿No te parece raro? Dos hermanos, los únicos hijos de Fefa, que quedó para ir todos los días bajo el Sol al cementerio. Buenos amigos míos que eran, gente leal. Es que me parece que si me monto ahí, aunque no me mate, le voy a estar fallando a mi propia conciencia”.

Mi tío armaba en el patio de mis abuelos un jeep WAZ, ruso y de la misma empresa, y le ponía lo que conseguía con amigos. El viejo Caro llegaba de la vega cansado y lo miraba sin decir nada con la boca y mucho con los ojos. El overall negro, manchado de aceite, fue mucho tiempo el uniforme de mi tío y su puesto de trabajo yacía bajo aquel chasis, inventando para hacerlo rodar cuanto antes.

***

Era aquella casa el mejor remanso los domingos. El sábado en la noche mis padres nos llevaban allí y se quedaban viendo las películas hasta tarde, porque de los televisores en blanco y negro, aquel de mi abuelo era el que mejor se veía.

Yo me quedaba dormido en un sofá de formica y amanecía en el cuarto que siempre fue mío hasta después de grande. Bajaba y me instalaba otra vez frente a la televisión, y mi abuela me llevaba pan y leche con café. Yo remojaba el pan, hacía reguero pero no le quitaba la vista al contraste blanquinegro de la Matiné Infantil. Aquel día se estrenaba Los 101 Dálmatas en la TV cubana, en animados.

Mi abuelo se había tomado el domingo libre. Una vez a la semana debía olvidarse del campo que tan flaco lo tenía, y dedicarse a los nietos, a la familia. Sonaba la olla de presión y olían dos pollos criollos en salsa de tomate a la manera mágica de mi abuela. Mis padres pelaban maíz para una tamalada y en el patio mi tío se debatía entre los arreglos que le quedaban y el congrí que se cocinaba en una caldera grande con unas hojas de plátano encima para aprovechar el vapor. Dicen que dan buen sabor también. Sonaba una de las cintas de Maná en casa del vecino y mi tío tarareaba. Caro había sembrado un rosal nuevo para mi abuela y se empinaba una jarra de agua fría frente a mí. A punto del mediodía hacía un calor terrible y por la acera pasaba una niña vecina en la bicicleta de su madre. Yo la miré. No entendía que dejara pasar aquella película tan bonita por desandar el mismo barrio de siempre.

Diez minutos después a unos cincuenta metros de la casa, en la calle, se sintió un impacto seco y el chirrido de gomas de un carro grande. Luego llegaron los gritos, el escándalo en el barrio. Todos salieron a ver. Mi madre me ordenó que me quedara sentado, mi hermano acababa de despertar sin saber nada y lo colocaron a mi lado medio dormido. Los de mi familia corrieron al lugar.

El camión aquel de cabina verde le había segado la vida a la niña vecina en bicicleta. El chofer era conocido de mi tío, había aceptado el trabajo después del rechazo suyo. Dicen que se ponía las manos en la cabeza y gritaba, que la madre de la niña lo golpeaba con una escoba a llanto desconsolado, a esa hora los vecinos trataron de calmarla.
Era la abuela quien sostenía el pequeño cuerpo sin vida deseando poder darle la poca que le quedaba a ella. Pero murió. Al instante.

Misteriosamente le habían fallado los frenos, se cruzó de repente, el chofer reaccionó tarde… El caso es que murió injustamente como el pichón sin plumas.

***

Mi hermano y yo fuimos hasta la puerta y nos dimos cuenta de todo. Pasaba la gente de un lado a otro hablando compulsivamente. Una mujer corrió con una sábana blanca para tapar el cadáver. Mi abuelo nos volvió a meter en la casa y apagó el televisor y se puso muy serio. Corrió a apagar los fogones. El congrí ya olía a quemado en el patio.

Allí se encontraron de nuevo él y mi tío. Detrás del viejo jeep. Hablaban bajo, poco, salieron con las manos en el hombro del otro y fueron a besarnos a mi hermano y a mí, con los ojos rojos. Se sentaron a tratar de que entendiéramos la muerte de una niña. Después llegaron mi madre y mi abuela, que conocían a la familia en duelo. Ellas no sabían en qué ayudar.

Tomaron un balde lleno de agua y dos escobas para ayudar a limpiar la sangre en la calle. Cuando otro se hubo llenado en nuestro patio, entre mi hermano y yo lo llevamos hasta donde barrían un agua rosada y espumeante hacia una alcantarilla. Enseguida nos mandaron a la casa nuevamente.

Nos sentamos todos a la mesa, la comida sabía muy bien, el congrí quizá un poco ahumado. Nadie habló.

Recordaría siempre aquel olor a óxido, y la espuma que hacían las escobas, como de olas en la orilla.

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