Parque Central: un paraíso sin reyes

Con el festín azucarero que dio inicio el siglo XIX en Cuba, las pretensiones aduladoras de la aristocracia local cobraron un auge inusitado. Pronto las plazas habaneras se llenaron de estatuas de monarcas y sus nuevas calzadas reproducían la heráldica borbónica.

Carlos III y Fernando VII fueron los primeros reyes hispanos en quedar eternizados en piedra. Más tarde una reproducción en bronce del cuerpo infantil de Isabel II coronaba la Plaza de Tacón, una explanada anexa al teatro de igual nombre, construido en 1835 por el catalán Francisco Marty y Torrens, dueño de una colosal fortuna, amasada con la trata de esclavos africanos y el monopolio de la distribución del pescado en la capital de la colonia.

La Plaza de Tacón, con posterioridad nombrada de Isabel II fue en sus inicios una infesta laguna, más recordada por el costo de su desecación que por la transparencia de sus aguas.

Según cuenta la historia para encontrar terreno firme hubo que extraer toneladas de fango y luego rellenarlo con piedras de las canteras de San Lázaro, y al quedar despoblado el lugar se solicitó, mediante una circular del gobierno a los capitanes del partido, el envío de árboles frutales y maderables, así como bellos setos florales proporcionados por los vecinos.

Tal fue la avalancha vegetal llegada a La Habana de los pueblos y barrios periféricos, así como la poca atención brindada por sus cultivadores que una década después, de la ilusionada arboleda sólo quedaban unas pocas plantas.

  A pesar del poco éxito, en el centro de la plaza, la bronceada figura de la hija de Fernando VII, donada por el rico hacendado Nicolás de la Cruz, conde de Casa Brunet y propietario de la mansión que hoy acoge el Museo Romántico de Trinidad, sostuvo el cetro real hasta 1853, cuando el capitán general Valentín Cañedo convirtió la adulación en lucrativo negocio, que no fue mayor porque los habaneros no picaron el anzuelo lanzado por el representante de la corona española de financiar una nueva estatua de la reina a través de un “donativo patriótico”.

Durante cuatro años y partir de la suma recaudada para socorrer a las viudas e hijos de los siete soldados muertos en los enfrentamientos con la fuerza expedicionaria de Narciso López en 1851, quienes tuvieron con prolongar sus quejas más allá de 1857, año en que, tras largas peripecias y multiplicados gastos, el nuevo monumento real presidió la explanada.

Pero poco duraría la reina en su pedestal. A fines de 1863, la efigie de Isabel II fue trasladada a un alargado paseo frente a lugar que hoy ocupa el hotel Inglaterra, entonces el punto más céntrico de la ciudad, en especial la naciente Acera de Louvre.

Destinada a una vida de incertidumbres, nuevas sorpresas aguardarían a la estatua. En la madrugada del Día de Reyes de 1869 y en cumplimiento de la orden del Capitán General Francisco Lersundi, miembros de la policía habanera la desmontaron de su pedestal y en su lugar fue colocada la figura del almirante Cristobal Colón, la misma que hoy se exhibe en el patio del Museo de la Ciudad.

La primera República Española, marcó la caída de los Borbones en la península y la imagen de la soberana ibérica pasó a cumplir condena en la nefasta cárcel de La Habana, donde compartió por un quinquenio las penas y sufrimientos de independentistas e inocentes, como los más de 30 estudiantes condenados a prisión en noviembre de 1871.

En 1875, con la restauración borbónica en Sagunto y la asunción de Alfonso XII, la efigie de la ahora reina madre concluyó su condena y desplazó al Gran Almirante de su sitial. Pero su predominio no sería eterno: el 12 de marzo de 1899, unos 70 días después de concluida la dominación española y ante una multitud enardecida, la estatua de Isabel II regresaba a la tierra con su nariz menguada por el maltrato.

No faltaron entonces los nuevos lisonjeros de los ocupantes norteamericanos. Unos hablaron de ocupar el pedestal vació con una estatua a los libertadores, incluso algunos anexionistas propusieron colocar la efigie del presidente norteamericano William Mc Kinley.

El 20 de mayo de 1902 y en ocasión de los festejos por la proclamación de la República fue ubicada en el antiguo sitial de la soberana española una estatua fundida en calamina, identificada como una alegoría a la libertad, pero con el escudo de los Estados Unidos en el brazo derecho.

Sabia en su desempeño, la naturaleza no pudo soportar semejante adefesio y el 10 de octubre de 1909, al cumplirse 41 años del inicio de las luchas por la independencia, un ciclón antimperialista mandó a volar la poco agraciada imagen.

Cinco años antes, en el lugar donde originalmente estuvieran las estatuas reales y a petición de los veteranos de la independencia, en un acto público encabezado por el Generalísimo Máximo Gómez, fue levantada la efigie del Héroe Nacional, José Martí. Ya entonces los habaneros comenzaba a llamar Parque Central a la antigua Plaza de Isabel II, tal vez por imitación a su similar de Nueva York.

En 1948, un grupo de marinos norteamericanos protagonizó una detestable afrenta a la gloriosa imagen del Apóstol de la independencia cubana, cuando en estado de embriagues treparon por la estatua y orinaron desde lo alto, acción que generó una enérgica respuesta de estudiantes y trabajadores habaneros, aunque el gobierno de turno intento minimizar la trascendencia a la profanación de los uniformados estadounidenses.

Escenario de memorables retretas y centro de la vida de la ciudad por más de medio siglo, el Parque Central sigue siendo hoy punto vital en la vida cotidiana habanera, en especial de los fanáticos del deporte, que a la sombra de sus árboles han mantenido durante años una acalorada tribuna, convertida en el mayor Parlamento atlético del mundo, en el que las apasionadas discusiones de cubanos de todas las edades pueden destronar la grandeza de cualquier monarca.
 

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