Retiros

Llegado el momento del adiós, los ídolos inclinan la cabeza levemente, contemplan al público que los aclama y emprenden el viaje definitivo hacia la nada. Él último instante de gloria se abraza al primer soplo de decadencia. Luego ya no pueden separarse la una de la otra.

Cuando Braudilio Vinent bajaba de su altar inmaculado, cuando su recta de humo se volvía un juguete de trapo, muchos fanáticos le rogaron el retiro como  fórmula para salvarse. Braulio, impávido -quizás soberbio-, respondió que mientras fuera el mejor pítcher de Oriente, su trono seguiría gravitando en los terrenos de pelota… Hasta que un día el tiempo le ajustó cuentas y lo arrastró casi inválido al dogaut. Luego solo le quedó enseñar a los pininos que jamás le rozaron los talones.

Alicia Alonso, contrario al mítico deportista, se mantuvo intocable en su Parnaso hasta la última función. Cuando ya no veía ni las luces de la escena, los fotógrafos la persiguieron durante años, lo mismo en el Bolshoi que en la Ópera de París, anhelantes de la caída que colocara sus retratos en primera plana de los periódicos del mundo. Alicia se burló de cada uno, y con 70 años vino a su casa, el Gran Teatro de La Habana, para despedirse del público aquel 2 de noviembre de 1993, justo a medio siglo de su debut en Giselle.

Luego, tanto Alicia como Vinent, en algún momento tras el adiós “definitivo”, regalaron algún epílogo al público insaciable. La una, con su ballet por los teatros de Europa; el otro, lanzando entre los diamantes con los veteranos de Cuba. Pero hay retiros que son un punto final irrevocable, que solo se concretan bajo el manto irresoluto de la muerte…

Después de agosto de 1951, los micrófonos de CMQ permanecieron mudos cada domingo a las 8 de la noche. Ningún orador podía rellenar el vacío. Los radiorreceptores persistían encendidos en las casas, quizás a la espera del  retorno imposible del orador. ¿Quién es capaz de aceptar la partida del ídolo sin aferrarse a la esperanza? Con un disparo en vivo, el 6 de ese mes, el hombre se despidió para siempre del pueblo que lo amaba. Murió solo 11 días más tarde. La Parca le besó la frente a Eduardo Chibás, le cerró los ojos, y entonces le expidió su única póliza posible de jubilación.

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