Queridos bolos

Los primeros rusos me agarraron por sorpresa en 1962. Yo ni me daba cuenta, pero estábamos al borde de la pulverización nuclear. Eran gente muy rara en comparación con los patrones imperantes en nuestras concepciones estéticas, emanadas de revistas como Reader’s Digest, Vanidades, Playboy, y los comics y películas de Hollywood.

Blancuzcos tirando a colorados, pelipajuzos y rubiancos hasta la transparencia, cambiaron el color de estos entornos y de nuestra complicada ecuación genética, antes salpicada con variables afro, asiática, árabe, ibérica y, gracias a su jadeo horizontal, receptora también del hueso eslavo.

Fue por ellos, pero en mayor medida –como precisó Ángel Tomás– por ellas, que la fusión con nuestros negros y mulatos propició la bienvenida al ajiaco criollo de unos jabaítos rubios y ojiazules, simpáticos y, por lo general, bien dotados para el ajedrez, los idiomas y las ciencias exactas.

Cuando sostenían un diálogo entre ellos parecía que se quejaban, pues entre los «rasca para aquí y rasca para allá» emitían una especie de jirimiqueo lleno de eses lastimeras. Cuando reían, eran aparatosas y catarrientas sus carcajadas. Yo los comparaba, en aquellos días de sorpresa, con osos melancólicos. Y hasta me daban ganas de consolarlos con golpecitos en la espalda.

Semejaban gigantones líricos entrenados para la salutación, pues no sé por qué nos decían adiós constantemente con gesto magnánimo, como si fuéramos una multitud que desfilaba en una plaza o esperaba un discurso electrizante.

Enseguida se empeñaron en aprender español y enseñarnos el ruso, proyecto baldío, pues ni a fuerza de ejercicios para torcer la lengua debidamente, logramos los soplidos y chasquidos necesarios sin salpicar a nuestros interlocutores. Lo primero que yo aprendí fue que «rabota» es «trabajar», aunque tal palabra solo me trajera a la mente a una perra de la raza pastor alemán con el rabo largo y grueso.

— Zsdrasbuitié tavarich, balshoi spasiba, Ia niet gabariú parruskii –eso sí lo asimilamos bastante rápido: «Buenas, camarada, muchas gracias, pero no entiendo el ruso». Así andábamos por aquellos predios, estrenando amigos, y a decir verdad, nuestros susurros y desgarramientos guturales nunca tuvieron la misma gracia seseante y, por segundos, crepitante que demanda el laberíntico idioma de Tolstoi, Pushkin, Maiakovski, Pasternak, Chejov y Dostoievski, entre otros grandes.

Pero de la misma manera en que nosotros aprendimos el parlamento arriba descrito, es justo consignar que a Dimitri y a Serguei, por iniciativa del nunca olvidado Luis Empella, les enseñé a decir en tono enfático, con enorme paciencia pedagógica y las señas corteses de quien dice «¡Hola, qué tal!», la irreverente y paralizante «¡Pinga para todo el mundo!».

Poco a poco dejaron de parecernos raros; empezaron a ser los «hermanos soviéticos», que nos mandaban, petróleo, carne rusa, manteca pastelera, harina de pan, margarina, algunos hongos comestibles, compotas de manzana, bálsamo Shostakovski, jugos amargos de frutas insípidas y cientos de aparatos robustos como robles y feos como rinocerontes.

Mención aparte merece la leche de burra, obligada en las becas. Era un polvillo con el cual nos preparaban un desayuno que sabía a maicena, o a Aspirina molida. Al parecer inspiró a nuestra industria alimenticia para crear el Cerelac, o Shiralad, que durante años sembró el terror entre nuestros niños. En fecha reciente se estrenó otro de sus clones: la leche vitaminada, un placebo también, solo que con la química un tilín más rechinante.

En las tertulias celebradas en lo más profundo del barrio les llamábamos «bolos», quizás más por los objetos que los representaban que por su proyección corporal. Les cogimos cariño; visitaron nuestras casas; les dimos café, guarapo, frituras de maíz tierno y jugo de mango. Pese a la primera impresión plantígrada, pronto nos percatamos de que muchos eran jóvenes delgados por fuera, aunque por dentro los viéramos bastante gordos.

Traían un acordeón, y una balalaika, con la que se acompañaban para entonar «Noches de Moscú», que después supe compuesta en 1955 por Vasili Soloviov-Sedói a partir de la letra de Mijaíl Matusovski. La canción rápidamente fue traducida al español y otras lenguas. Muchos cantantes la versionaron, entre ellos el grupo británico de jazz Kenny Ball y su Jazzmen; en Cuba abundaron los intérpretes, entre los cuales sobresalió, si mal no recuerdo, la gran Rosita Fornés.

Pese a que la traducción que aparece en la enciclopedia Wikipedia es otra, confío en mi memoria para reproducir un fragmento de la versión cubana:

El jardín dormita en silencio ya
y en las almas la vida huyó;
la canción llegó
en un dulce vaivén
y en la voz del atardecer.
Fluye al río a veces y a veces no,
todo en luz de luna quedó;
cuán difícil es
callarte, corazón,
si el amor nos reclama ya.

Yo veía pasar a aquellos muchachones en unos vehículos militares insólitos (Zil-130), también de estreno para mis ojos, y me parecía vivir un filme bélico. Los camiones arrastraban catafalcos tapados con lonas, sin duda armas de grueso calibre. Los bolos manejaban con la cabeza por afuera de la ventanilla, para aliviarse el pegajoso calor tropical, antípoda de lo sufrido en la implacable taiga y la demoledora estepa.

Con aquellos jóvenes intercambiamos suvenires, para un lado y para el otro: rones, sopas, collares de Santa Juana, cantimploras, camisetas verde olivo, gorras también verdes con la hoz y el martillo, o con la insignia del 26 de Julio, saquitos de azúcar, estrellitas con la imagen de Lenin, cigarros y tabacos (aquellos que fumaban) y fotos de compatriotas en trusa.

Con ellos aprendimos a bailar «Katiuska»: con sus florecillas, manzanas y perales / ya de nieve el río se cubrió. / Por la ribera iba Catalina, / iba cantando su mejor canción. Luchamos duro para que aprendieran, al menos, el chachachá, el danzonete o el danzón, pero se empeñaban en bailar agachados, con los brazos en cruz y tirando patadas, lo cual los hacía incompatibles con sus atónitas parejas cubanas. Lo más que lograron fue una especie de fusión que con el tiempo acabamos bautizando como «rumba cosaca».

No lo niego, los hemos extrañado de una desleída y desigual manera, quizás como nos extrañamos a nosotros, los de entonces, que no somos los mismos. El buen Dimitri –que al parecer había aprendido algo de español con maestros menos maliciosos– cuando se despidió de nuestro grupo me obsequió, con gesto sumamente amable, una zumka polevaya, irrompible, aunque no imperdible, pues acabé perdiéndola en una escaramuza erótica campestre.

Aquel bolso colgante, concebido para guardar mapas y planos, me acompañó en los dulces y conflictivos años de creerme hippie y aspirar a trovador; y hasta mucho más acá, cuando también, en nuestros corrillos de poetas desconchinflados, me distinguía con un toque exótico.

Ya a punto de abordar el camión que los llevaría a la base desde donde los embarcarían con rumbo a su glorioso país, Dimitri, con la evidente complicidad de Serguei, me espetó, en tono festivo, su fulgente despedida:

–Ia liubliú, tibyá, tavarich, idí na jui.

Como yo seguía sin aprender ruso, solo muchos años después, gracias a las clases del idioma en cuestión que dieron por Radio Rebelde en los 70 tardíos, supe que, además de confesarme su afecto, Dimitri me había mandado para el sitio (o para el órgano) que antes yo le enseñara a compartir con todo el mundo.

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