Se acabaron las cajitas

Éramos jóvenes. Nos cautivaban los gestos manieristas y el raso dialecto de los duros del barrio. La médula vernácula emitía su relumbre cuando, por lo bajito, alguno, mascullaba: “dale billa a eso”. Jerzy Grotowski o Eugenio Barba, solo con verlos (para qué escucharlos) hubieran añadido tipologías a la conceptualización del teatro gestual. Traduzco la frase: dar billa equivale a multiplicar por cero a algún indeseable y dejarlo hablando solo, pues podía tratarse de un chiva (ahora le dicen meta), un alardoso, alguien con las glándulas sudoríparas premiadas, con halitosis o, simplemente, un picador. Aunque el pronombre eso al final de la frase pudiera remitirnos a un acontecimiento de escaso interés.

Más tarde, iniciando la época que hoy identificamos como “de pérdida de valores”, uno de los chascarrillos más repetidos, lo mismo con chancleta y rolos que con pitusa Jiquí y zapatos checos –marca Cebo–, provenía de un hit de Los Van Van: “nadie quiere a nadie, se acabó el querer”. Es decir: cada cual a lo suyo, aunque al vecino lo fracture un terremoto. Comenzaba en lo interno, de nosotros para nosotros, la bancarrota de la solidaridad. Claro, por suerte los valores no se van de sopetón, todos al unísono en todas las personas, pero la socialización de la frase la leí como primera señal de que, sin prisa, pero sin pausa, la selva ganaba acres.

Otro codificado opúsculo “hay pitirre en el alambre” emparentaba fuertemente con la primera frase. Tal como se hacía ante aquella, era obligado susurrar el bocadillo con el pañuelo tapando la mitad de la boca, para que el recién llegado no cogiera la seña. Pienso que la concisa oración hasta podría competir, en brevedad y sentido, con el famoso dinosaurio de Monterroso. Aunque otra más lacónica aún, de un solo neologismo: “Subusio”, amparada en un modo imperativo subrepticio, equivalía a “¡cállate!”,  y se emitía cuando el radar de uno de los susurrantes captaba una oreja, parada en atención, en las cercanías.

La verdad es que hemos seguido ganando en síntesis: los asere, ambia, eccobio, consorte, monina, bróder, mi sangre, hoy se resumen en el mío, expresión sumamente creativa, pues perteneciendo a la tercera persona tributa utilidades sintácticas a la segunda, de manera que sería bueno abrir nuestro arsenal lingüístico a lo insólito si en alguna locación escuchamos:

– Oye, el mío, no me fundas, quítame el deo.

O también:

– Dame la luz, el mío, que yo te salvo.

Por si existieran dudas, aporto posibles traducciones de los versículos. El primero: “Querido amigo, no me digas cosas incomprensibles, no me sigas jodiendo”. El segundo: “Déjame ir en esa jugada, amigo, que te paso parte de mi parte”.

Uno de los parlamentos con mejor dramaturgia en tales escenarios, porque pasa del monólogo al diálogo, lo degustábamos hace ya algún tiempo, cuando uno de aquellos duros, ante un bisne salcochado públicamente en secreto –como tantos en Cuba– intentaba incorporarse al grupo donde se perfilaba el plan operativo. Queriendo meter el hombro en lo que fuera (el cambio de dirección de un puerco, el desgozne de un portón, el bautizo de una pipa de sirope), soltaba su perla: “¿Qué volá con mi cake?”, y no pocas veces –si su condición era bastarda o neófita– recibía como ríspida respuesta: “Se acabaron las cajitas”. El gesto de apoyo a la respuesta era una especie de mandoble horizontal inverso, con la mano derecha a la altura del pecho, como para decapitar de un sablazo a un mono.

Con una cajita descodificadora, de esas que han vendido en los últimos tiempos las TRD Caribe para captar la señal digital, tal vez fuera posible descifrar que estamos ante un sujeto al que se le da billa –quién sabe por qué– en una “operación mercantil” de heterodoxa factura semiótica.

“Se acabaron las cajitas”, en virtud de la desemantización del ingenuo léxico de los cumpleaños infantiles en aras de insertarlo en los bajos fondos del trapicheo, significaba el cierre de las vías de acceso a la lucha. “No alcanzaste nada en la repartidera, faltan envases” pudiera ser la traslación más elemental, generosa y pedestre.

No lo niego: nos quisimos parecer a los duros. Pero nos faltaba organicidad. Los orígenes no ayudaban. Siempre nos daban billa porque nunca hemos sido el mío.

Con el tiempo, como corolario de la progresiva síntesis, aquel minidiálogo se redujo y quedó solamente en “¿qué bolá?”, equivalente a “díganme la última”, mientras la respuesta “se acabaron las cajitas”, en el contexto de 2015 cobró una nueva y roñosa connotación, totalmente alejada de implicaciones tropológicas.

Al coincidir con el momento en que miles de personas se arriesgaron a enfrentar la amabilidad de los empleados de las TRD para trasladar, con el mismo receptor chino, la imagen analógica a la digital, la lectura se hizo más fáctica, pero en realidad, como pertenecía a un argot de cerca de tres décadas, algunos de nosotros la asumimos como paráfrasis. Al llegar al establecimiento expendedor y recibir la esperada sentencia sobre el agotamiento de las cajitas, volvimos a sentir la frustración por no ser uno de los duros, tipología mutante cuyos teatros de operaciones ya no son el solar y las esquinas penumbrosas.

Los duros de hoy, de cuello blanco, cadena y sortijota, con acceso a los almacenes de las tiendas que les recaudan las divisas, aplican técnicas más gerenciales. En otras ciudades no sé, pero en Santa Clara, frente a los principales establecimientos, todo el que pase con aspecto de que quiere comprar algo, debe escuchar cada dos pasos a algún anunciante: “tengo de todo”. Hay que reconocer que, de la misma manera en que un pregonero de hoy repite lacónicamente: “el buen ajo”, “la buena galleta”, “el buen destupidor de inodoros” (todo bueno, pero no más), ese mayorista que vende al detalle da fe de que los compositores de nuestros más gloriosos pregones (Moisés Simons, Félix B. Caignet, Abelardo Barroso, Eliseo Grenet entre otros), ya pasaron, junto con sus creaciones, a la condición de cheos.

La famosa cajita decodificadora de imagen saltó, de los 5 canales, a 8. Las primeras costaban entre treinta y cuarenta y pico CUC. Pero se acabaron en un dos por tres y, para mayor alegría de los del cuello blanco, a los pocos meses ya las existentes padecían obsolescencia, solo que más acelerada que la de esos países irresponsables donde imperan los desmesurados códigos del consumismo compulsivo. Bien sabemos que allá nada se repara, pues se diseña para que a los cinco años no quede otra que sustituirlo. No es nuestro caso, nosotros les ganamos con nuestras cajitas, obsoletas antes de los tres. Y es que tras la aparición de aquellas primeras, que nos fertilizaron el optimismo, nuestra inquieta televisión incorporó dos nuevos canales: HD y HD2, solo asequibles si, con un desembolso mayor, compramos otra cajita, u otro televisor.

No es que seamos duros, pero dan ganas de reclamar a quienes nos vendieron tenca por faisán:

—¿Qué volá, el mío? No me fundas, quítame el deo.

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