Un asunto de negocios

Foto: www.nazdarovie-havana.com

Foto: www.nazdarovie-havana.com

Lenin no parece Lenin y ciertamente no es algo que importe a los turistas, salvo que uno de ellos se nombre Guennadi Ziugánov.

Por poco más de diez dólares se llevan una camiseta del líder comunista con más semejanza a un punk con el puño en alto que al máximo conductor de la Revolución Rusa de 1917.

“Thank you, return soon”, dice el vendedor entregando la playera envuelta en un sobre a una compradora en short y havaianas.

Lo curioso, cuando no estrafalario, es que la prenda no se vende en Nueva York o en París; tampoco en Varsovia o Praga, sino en una de las ciudadelas del marxismo leninismo –¿ya la única?– que ha resistido, no sin magulladuras, la ventolera adversa de la historia.

Este Lenin paródico, casi un chiste, que pone cargas de dinamita debajo de la tradición iconográfica oficial, va escoltado de otros petardos visuales: un antebrazo viril que empuña un smartfhone con el rótulo de El hombre nuevo o un Obama trufado con la bandera cubana con el pie: Mami qué será lo que quiere el negro, el estribillo de una pegadiza canción del colombiano Calixto Ochoa que hizo furor en Cuba en los 80 interpretada por la orquesta dominicana Las chicas del Can.

El artificiero de dichos lances es Gerardo Lebredo, un joven egresado de la academia cubana San Alejandro, fundada en 1818 y con pedigrí internacional, y del ISDi, Instituto Superior de Diseño.

Las obras de Lebredo chorrean influencias de su admirada vanguardia constructivista rusa de los años 20 y sus aportes a la propaganda soviética de entonces. Ródchenko, Vertov, Goncharova, entre otros, planean sobre los diseños del cubano.

“Con este trabajo reflexiono sobre la manera dogmática en que se asumieron los postulados de Lenin en Cuba”, justifica Lebredo, dueño de uno de los pequeños negocios que flanquean la bulliciosa plaza del Cristo. “Hay personas que lo ven muy natural y hay quienes lo ven como algo raro, llamativo… lo que hago es quizás banalizarlo o llevarlo a una lectura un poco jocosa”.

Foto: Ángel Marqués Dolz.
Foto: Ángel Marqués Dolz.

A este mercadillo de provocaciones viene de todo. Gente que conecta rápidamente con el mensaje de las piezas, y otras a quienes “visualmente les gustan, pero ni siquiera saben quién es la persona” [Lenin] que aparece en la camiseta con una estrella roja de fondo.

“Hay cubanos que compran, pero son muy pocos, menos del 1 por ciento de los clientes”, calcula Lebredo, miembro de una generación que nació cuando el muro de Berlín era despedazado a martillazos. Este artista, también entregado a la ilustración y la pintura figurativa, percibe la Revolución Rusa como el “recuerdo” de un momento de “fervor ideológico que fue decayendo después con la repetición o el desgaste del tiempo”.

– ¿Y has tenido roces con algún funcionario por vender estos Lenin punks?

– Es una pregunta que me hacen muchos, pero no, nunca, hasta ahora… Tengo planes de hacer algo con Donald Trump y otros personajes que estén en boga.

– ¿Notas tolerancia, apertura…?

– Definitivamente ha ocurrido una apertura a la posibilidad de expresarse con mensajes que años atrás no se podía, o la gente se atrevía menos y hay piezas, como decimos los cubanos, bien calientes.

II

Dos mil dólares ponían en la mano de Andrey Reyes Shevtsov para comprarle el nombre de su restaurante en La Habana Vieja. Resistió el cañonazo. Tabarish, que así se nombra, es una de las herencias léxicas, tal vez la más popular, que dejó la revolución bolchevique entre los cubanos, sobre todo en los años de mayor influencia soviética en la Isla, los 70 y 80.

Esta es la segunda versión de Tabarish. La primera estuvo en Miramar, oeste de la ciudad, un barrio de diplomáticos, autos rutilantes y gerentes de empresas extranjeras y nativas. El proyecto fue pensado para ese mercado, comenta a OnCuba Andrey, economista de profesión, cuyos padres se enamoraron en Moscú donde estudiaban ingeniería textil.

“Nuestra madre rusa cocinaba bastante bien y muchos de los platos que conocemos y vendemos lo tenemos de referencia de nuestra niñez”, dice este polovinka, o agua tibia, un apelativo en la Isla para los hijos de matrimonios mixtos llegados de la Unión Soviética.

Andrey Reyes. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Andrey Reyes. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Se calcula que unos 6 mil ex soviéticos y sus descendientes, provenientes del mosaico étnico de la URSS, aún viven en Cuba, cuya colonia llegó a cerca de 20 mil civiles a inicios de los 90, descontando el masivo personal militar.

Los hermanos Antón y Andrey están en un tenso mano a mano para armar el puzzle culinario que demanda la carta del restaurante. “No será de gourmet, sino básicamente eslava, sin mucha sofisticación. No puedes enredarte”, advierte Andrey.

Pero aún esa simplicidad se atraviesa en el camino de los Shevtsov. Desde la retaguardia moscovita, donde reside, Antón despacha los insumos para hacer el pan negro, y aquí, Andrey se encarga de que no falte el hinojo y el cilantro, imprescindibles en la cocina rusa; la remolacha y la papa para el sopón borsch; el cordero y la zahanoria para el ploft ; la salchicha para la solianka (otro consomé) y la reina de los paladares eslavos, la smetana, una nata exquisita de la que se obtiene apenas unos gramos de un litro de leche, de la que también se saca el tvorat (requesón). Esos dos últimos productos, “hay que ir a buscarlos a Quivicán” (un pueblo a 40 kilómetros de La Habana), avisa este emprendedor.

Enclavado en la esquina de O’Reilly y Villegas, en un barrio donde igual encuentras los retratos a cliché de Hendrix y Morrison sobre una pared, que una venta voceada de aguacates y un reguetón escatológico a bordo de un bicitaxi, Tabarish es todavía un cascarón con horcones de caoba, techo artesonado y ventanales sin colocar que si existen los milagros deberá quedar a punto para fin de año. En la columna que asoma a la intercepción callejera, subido a un andamio, el escultor Leo de Lázaro esculpe un bajorrelieve en el que una silueta femenina cobijará símbolos cubanos y soviéticos.

En el primer semestre de este año, más de 50 mil turistas rusos viajaron para tropicalizar sus vacaciones en Cuba, pero Andrey pone más sus esperanzas de mercado en la nostalgia de los entre 100 mil y 300 mil cubanos que durante tres décadas recibieron becas universitarias y cursos de post grado en la URSS y que todavía permanecen en la Isla o integran la diáspora.

¿Y a Putin, lo tendremos alguna vez por aquí? “Por qué no… Está invitado de antemano”, dice Reyes Shevtsov, mirando desde el mezzanine cómo los obreros sellan el piso pulido del Tabarish con pigmento negro para mortero.

Maqueta del Tabarish. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Maqueta del Tabarish. Foto: Ángel Marqués Dolz.

III

“Es una paradoja ideológica, pero no económica”, dispara Emilio López cuando refiere que la nueva economía no estatal está reflotando la nave hundida de los soviets. Al decirlo, piensa en el restaurante Nazdarovie. Con vista panorámica al Golfo de México, en el inmueble flamea la “única bandera de la hoz y el martillo que existe en todo el mundo”, ironiza López, un economista jubilado que trabajó para el CAME, el gran mercado de las naciones este europeas y en el que Cuba tenía su nicho como exportador de azúcar, níquel y cítricos.

Ciertamente, el apagón soviético y la arrolladora crisis de los 90 que sobrevino para la Isla, pasaron factura a los símbolos soviéticos en el país caribeño. “Tampoco es que fueran muchos”, reconoce el ex funcionario. “Tampoco existe la URSS”, remata.

El parque de diversiones Lenin, en las afueras de la capital y ahora en plan de rescate por años de deterioro, es una de las reliquias sobrevivientes de la era soviética en Cuba, pero la joya de la corona, para muchos con sentido icónico, estaba entonces en una de las esquinas del concurrido paseo La Rampa, el último grito del Movimiento Moderno de la arquitectura local que a falta de otros no se ha apagado en casi seis décadas.

El bar-restorán Moscú, con sus radiantes samovares, su decorado en rojo y su marquesina de cúpulas bizantinas plásticas a lo Warhol, beneficiario de la magnificencia del antiguo casino Montmatre, ahora es el llamado Palacio de la Leche, al ser convertido por años en una catacumba para gays y toxicómanos. Apoltronada en una de las zonas rosa más transaccionales de la ciudad, esa mole maloliente de hoy, calcinada hasta los tuétanos por un incendio, permitía en los ochenta a los obreros, a los campesinos y a la feliz burocracia de los ministerios adyacentes chuparse los dedos por una modesta suma.

“Se tomaba la sopa más sabrosa y barata de La Habana”, recuerda Ana Sánchez, una oficinista sexagenaria que no puede evitar la nostalgia cuando habla del pasado.

 

Ruinas del Moscú. Foto: La Habana nocturna.
Ruinas del Moscú. Foto: La Habana nocturna.
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