Capacidades diferentes

Para los padres descubrir que ese niño esperado no es exactamente como lo soñaron, es difícil.

Foto: Pxhere.

En mi labor como defectóloga, he asumido el reto de ayudar a muchas familias a afrontar la tarea de educar a un niño con posibilidades de desarrollo diferentes a la norma. Para todos los padres, la llegada de un hijo es un momento lleno de expectativas. Descubrir que ese niño esperado no es exactamente como lo soñaron, es difícil.

Está descrito por la psicología que existen diferentes etapas hasta que se logra aceptar, que es lo mismo que empezar a educar desde el amor. Es ese el momento donde confluye toda la energía necesaria para que familia, terapeuta, docente y niño logren lo mejor de la vida, vivirla hasta el límite sin quedarse con nada guardado, y lograr, según las posibilidades individuales, ser parte de una sociedad que debe respetar a cada persona y darle, en prenda de ese respeto, la posibilidad de participar en ella de forma activa.

Mi primer acercamiento a la discapacidad –término que no me gusta, pues me parece indigno medir a las personas por la inteligencia o la condición física– fue a la temprana edad de 6 años. Al llegar a la escuela compartí las clases con una niña bella, con rizos rubios y unos ojos donde podías mirar al infinito. Aquella niña, que era mi vecina con la cual nunca había jugado, como si nos separara un océano en vez de un jardín, había repetido el grado y tampoco pudo pasar ese, a pesar de mi esfuerzo llevándola a mi casa para repasarla.

No hubo explicación cuando desapareció. La vi crecer diferenciándose más por su forma de vestir (mantuvo el aire infantil, donde la ropa cómoda se impone) que por la de comportarse. Compartíamos saludos en el camino y siempre me regalaba una sonrisa espléndida. Fue a mis 15, no la había invitado pues cómo adolescente vivía ajena al mundo más allá de mis compañeros de clase. No obstante, ella cruzó el océano y fue a la fiesta al estilo de la Cenicienta, alentada por su motivación. Alguien me dio las quejas que se había llevado “una cajita” (seguramente para su mamá) con un tenedor que no era desechable. No podía mi amiga de primer grado saber la diferencia. No lo expliqué, pero pedí que la dejaran hacer lo que quisiera y no se habló más del asunto.

Trabajo hace 10 años en la misma zona donde pasé mi infancia, y ahora ella es mi “paciente” –término que tampoco comparto: no está enferma. Cuando la visité como parte de mis tareas profesionales, una colega se sorprendió de que fuera comunicativa conmigo, cosa que no hacía con nadie. Fue entonces que entendí la dimensión de su amistad.

Mi madre hizo varios intentos fallidos para que abandonara la decisión de estudiar mi carrera. Me traía películas relacionadas a las personas discapacitadas con el propósito de asustarme y yo más me entusiasmaba, pues mis emociones me drenaban por los poros. Me decía: el que no tiene problemas se los busca. Estaba convencida de que yo iba ser artista; a fin de cuentas, mi primera vocación fue de cirquera y de los primeros años de mi infancia pasé varios en la escuela elemental de ballet. Paradójicamente, en mi profesión hay que caminar también por la cuerda floja y a veces hasta en puntas. Si no llegas, si dejas de decir lo necesario por doloroso, puede perderse mucho tiempo, un tiempo vital para los niños. Si te pasas, puedes herir a una familia llena de esperanzas, y hacer volar a la paloma a un sitio más cálido.

Estando en el preuniversitario le dije un día a mi novio que iba a trabajar de voluntaria en una escuela especial en esas vacaciones; con lo cual podría valorar mi vocación en la práctica. Él vivía cerca de una de estas escuelas. Mis ojos volaban hacia la misma en el camino a su casa y fantaseaba con esa idea. Se encolerizó y yo entonces agregué que las escuelas estaban cerradas en el verano. A pesar de lo bromista que él mismo era, me colgó el teléfono. Admito que me pasé de graciosa.

En este caso no fue que a él le molestará que yo quisiera hacer ese trabajo: se hubiera molestado igual de haberle dicho que iba a trabajar de voluntaria en cualquier otra cosa. Su reacción fue por amor, por el deseo de que no nos separáramos, cosa normal teniendo en cuenta que los enamorados sólo quieren estar juntos. Como era correspondido, sólo me reí mucho. La vida, no obstante, nos separó, por otras razones. Y con aquella broma se gestó, sin intuirlo yo entonces, una realidad posterior: mi profesión sería compartida por siempre con la familia que formara. Había que madurar y crecer en el amor para lograr eso.

Mi hermano trató de engatusarme para que estudiara Biología. Me llevó al IPK, una institución que me hizo tambalearme. Allí conversé con investigadores de primera línea que me hicieron las mejores “Puertas abiertas” de mi vida. Saqué 98 en la prueba de ingreso de Biología. Pero un descalabro en Matemáticas me puso en mi lugar. Me otorgaron Defectología. Mi hermano me dio su apoyo y el consejo de que lo hiciera lo mejor que pudiera.

Así comencé mi carrera y me bastó el primer día de clases para saber que estaba en el lugar correcto. Nos dieron una conferencia de bienvenida que aún recuerdo, donde en esencia se nos transmitió que la discapacidad era cuestión de puntos de vistas. Atendiendo a ese criterio yo estaba discapacitada para ser aeromoza por mi estatura. Viví en una casa –la estuvimos cuidando mientras los dueños viajaban– en la que las personas que la habitaban eran altas, y entre otras medidas adaptativas tuve que quitar el florero del centro de mesa pues no me dejaba ver el televisor.

A mi hijo mayor le tocó crecer conjuntamente con un primo inmenso, y tantas veces tuve que oír a la familia de los “altos” a la que me había unido decir “¡qué chiquitico!”, que un día pregunté si pensaban vender a los niños por libras. Mi hijo mayor era un niño bello, inteligente pero… de baja estatura, algo de lo que no se presume entre el sexo masculino, y los humanos por más virtudes que tengamos somos dados a poner el dedo en la llaga.

Los primos, a pesar de sus grandes diferencias físicas y de las comparaciones, siempre se han querido mucho. El grandote que era muy “barco”, siempre llevaba a “re” la Matemática. Mi pequeño lo repasaba sin quejarse de tener que donar días de vacaciones para ello. Nunca el grandote lastimó al pequeño a pesar de que, como todos los varones, jugaban de mano. Además nos daba la ropa que se le iba quedando y que le serviría años después a mi hijo. Los niños compensan entre sí lo que la madre natura no dio, es algo natural. Todos tienen limitaciones al igual que potencialidades. Dejemos que resuelvan cómo salir adelante con lo que les tocó, reforzando lo positivo de cada uno.

Los límites los ponen las personas “capacitadas” en el afán de diferenciarse como grupo. He trabajado por años entre los “discapacitados”, y son más las cosas que nos unen con ellos que las que no separan como grupo de “inteligentes” y “físicamente aptos”. Los sentimientos son los mismos. ¿Hay algo más importante?

El autismo es la condición que padece un grupo de personas a las que parece importarles poco el resto de los humanos, como si fuera una venganza de los “discapacitados” por tanta deshumanización primitiva y colectiva. Una mamá de un pequeño autista que atendí me comentaba que en una ocasión que ella se quemó una mano y le fue vendada, su pequeño no mostró la menor atención. Triste, no hay duda. Queremos ser queridos.

Este niño, el de la anécdota, ha sido con el que más me he implicado, rompiendo todas las reglas. Su mamá también lo hizo: se apareció en mi casa y me dijo que me lavaba y limpiaba si le atendía a su hijo, cosa que no le permití, por supuesto. Yo esperaba para comenzar mi tratamiento de radiaciones, no estaba trabajando, y que pensaran en mí fue halagador para la profesional que había perdido el cabello y parte de su cuerpo mas no las ganas de vivir y de seguir haciendo lo que hacía. Luego supe que esta  mamá y yo nacimos el mismo día, el mismo año, en el mismo hospital. Estudió la misma carrera de mi hermano, la que él había querido para mí, y otro montón de coincidencias que acabaron de sellar el pacto de trabajo.

Aquel niño y yo la pasamos muy bien juntos. Pude hacer por primera vez lo que me daba la gana, más allá de los límites que imponen las cuatro paredes de una consulta. Nos íbamos para parques y hacíamos las terapias más exóticas y felices. Sus padres, cada uno con dos carreras universitarias, ella con una maestría y él haciendo un doctorado, estaban desesperados, y la mamá desempleada, ya que había solicitado la liberación laboral para atender al niño. ¿Por qué a ellos?

Viví a su lado todas las etapas descritas por la psicología y si esto ha merecido algún mérito, ya ha sido compensado con la inmensa satisfacción que he sentido al ayudarlos a que no se desintegraran buscando culpables fantasmas. Estos papás han puesto todo su talento, su tiempo, todos sus años de estudios, en fin, su vida, además de su atrevimiento por hacerme tal proposición, en función de esta enfermedad que cada vez se hace más notoria a nivel mundial, lo cual me conmueve.

Ese niño ha crecido lleno de amor, pues sus padres son ante todo seres humanos maravillosos. Ha contado con especialistas capaces y a mí me quedó una amistad auténtica y la alegría de ver cuánto ha mejorado este pequeño que unió a tanta gente con el mismo propósito que siempre debemos tener los padres, profesores y personal de salud: educar y brindar calidad de vida.

En años de trabajo, sólo a mi sobrino con autismo no he podido ayudar. Ironía  de la vida. Nació a 90 millas y sus padres han tenido que transitar solos por ese laberinto desconocido, sin el apoyo tan necesario de la familia.

Me resta sólo agradecer a cada una de las personas que han enriquecido mi vida, por su transparencia y sencillez. A cada uno de estos seres que perpetúan la inocencia y que la regalan a manos llenas. Gracias a los que ya no están, y a los que años después de haberlos atendidos, pasan a saludarme, a regalarme una postal o me hacen una llamada. Son ustedes especiales, sin duda. No he recibido de otro grupo humano tanto afecto. Incluso aquellos a los que los envuelve el velo de la indiferencia son igualmente para mí valiosos, porque nos permiten vaciar el amor sin más intención que sentirnos bien con nosotros mismos, algo tan necesario y que pocas veces consideramos.

La  discapacidad está en la mente estrecha de quien la ve, es un punto de vista. La discapacidad está trazada por líneas discontinuas, es cuestión de tiempo pasar la raya e ir entrando de un grupo de personas capaces de hacer lo que la sociedad impone al otro grupo que empezará a usar prótesis, espejuelos, bastones y engrosará las estadísticas de enfermedades no transmisibles pero potencialmente incapacitantes y mortales.

Educar a los pequeños con la mente abierta para que disfruten de la variedad de la naturaleza humana, les aportará más de lo que puede aportarles la exclusión: nada. Integrar debe ser más que una consigna y voluntad política. Integrar debiera ser una prioridad para ese grupo de humanos que se margina del resto ¿por inteligentes? –esto es algo que cuestiono, pues a fin de cuentas todos tenemos capacidades diferentes.

Para un niño  autista:

Diego ¿Por qué te quiero?

Te quiero, por tu inocencia

Por tomarme de la mano

Cuando me necesitas.

Por tu alboroto

Que me pone en jaque,

Me haces sentir viva.

Por mover mis neuronas

Para extenderte el puente,

Y camines por él.

Te quiero, porque eres bello,

Como todos los niños de este mundo

Porque no mido el amor por palabras

Ni por lo que me puedan dar a cambio cuando amo

Sencillamente Diego te quiero

Así de simple, por ser tú.

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