La adversidad

Tener que responder a la pregunta de un hijo de doce años cuando sólo tenemos 37: “¿Te vas a morir?”, con una cirugía pendiente en un hospital oncológico, es algo que pone a prueba tu inteligencia emocional.

Foto: Pxhere.

Proteger a nuestros niños de las adversidades de la vida es algo lógico. Tratamos, dentro de nuestras posibilidades, que su vida sea tan buena como se pueda. Buscamos desde que están en el vientre, lo mejor para ellos. Los alimentamos como a cosmonautas, ofreciéndoles alimentos bien concentrados como yogures y compotas; buscamos el mejor cereal, mientras más vitaminado mejor; hasta les moleremos en la batidora, disimuladamente, la comida de Popeye, siendo tramposas por su bienestar, pues luego que crecen no hay forma humana que se coman las espinacas.Les compramos juguetes didácticos, carísimos, como si aprender fuera un lujo. Vamos a ferias buscándoles los mejores libros(los más apropiados, también caros) y los llevamos a pasear a pesar de nuestro cansancio y de la economía, para que disfruten y sean felices.

¿Qué pasa si algo se sale de este plan idílico que nos trazamos para ellos? ¿Si en nuestra familia se enferma una abuela, esa que los busca del círculo infantil y la que incondicionalmente siempre llega en el momento justo como bateador emergente; si se enferma de una enfermedad donde las estadísticas de mortalidad sobrecogen? ¿Y si papá se queda sin trabajo? ¿Y si por casi un año encontrar uno parece la misión imposible? ¿Y si la mamá se enferma de cáncer? Estos son algunos ejemplos que pueden desestabilizar a una familia. La mía vivió los tres, uno a continuación de otro en un breve período de tiempo.

Tener que responder a la pregunta de un hijo de doce años cuando sólo tenemos 37: “¿Te vas a morir?”, con una cirugía pendiente en un hospital oncológico, es algo que pone a prueba tu inteligencia emocional. Y que el peque de siete te confiese que te extrañó en la ausencia del hospital pues a papá le queda la leche con bolitas, te simplifica que, a pesar de tus ambiciosos planes de su futuro, para ellos, estos pequeños detalles de la vida, son los que importan, y estar los unos para los otros.

Me parecería que hace muchos años que pasé por esto, pero una vacuna mensual y un medicamento diario me recuerdan que no fue hace tanto y cuán vulnerables somos. Mis hijos sobrevivieron al tsunami familiar y creo que la experiencia les dio, y nos dio como familia, otra perspectiva de la vida: lo mejor de ella es, ¡disfrutarla juntos!

La abuela, fue la primera que nos hizo creer que podía ser hasta chistoso el estado de depauperación, buscaba helados para sus nietos en Coppelia, sin hacer colas. Continúa con nosotros siendo la mano derecha, la izquierda y todo el cuerpo para su familia, que no la ha santificado pues la religión no se nos da bien, aunque ella debe haberle pedido a alguna Virgen la prórroga en este mundo. Quería ver los 15 de su nieta, que este año se graduará en la universidad. Ya es consciente de que si vamos a pedir debemos ser un poco más ambiciosos. Ha vivido estresada con una meta siempre por delante.

Lo primero que me gustaría compartir es que, ante las contingencias, no quise que corrieran a otro sitio en busca de refugio. Papá arregló todo lo que pudo en casa con sus propias manos, en aras de sentirse útil y tuvo la ventaja de tener tiempo para aprender lo que hiciera falta. La instalación del calentador fue su obra maestra. Comenzó, además, a estudiar otro idioma, pues “desocupado” no debía estar, al menos a la vista. Tenía que darles un buen ejemplo, hasta que cambiara el momento histórico, donde el espacio que se abría era para cuentas propias y agricultores. Viviendo en la capital y sin dinero para invertir, era difícil insertarse en el mercado laboral. Realmente hasta ahora no ha servido de mucho el francés, pero sumado al inglés que ya dominaba, sus hijos se sienten muy orgullosos de sus habilidades idiomáticas. Los niños colaboraron recogiendo en la calle tornillos y tablitas para los arreglos domésticos. Un día, una maestra me preguntó si el papá del niño (el mayor) era carpintero, pues lo veía recogiendo tablas. Le respondí que no, que era matemático. Quedó desconcertada. Le explique la “situación” familiar y desde ese momento su amor por mi hijo creció más que si hubiera ganado un concurso de matemática, su asignatura.

En cuanto a mí, sólo en el primer día de los sueros, yo deportaba a los niños y ellos, al día siguiente, regresaban a terminar de consumir los jugos y galleticas que me parecía alta traición no compartir con ellos. Debían aprender que la adversidad es parte de la vida, con sus partes deliciosas como esta, y que es nuestra actitud ante ella la que hace la diferencia.

A mi pequeño, la ausencia de pelos le resultaba algo horripilante. Negociamos: sólo en la calle usaba pañuelos. Por cierto, debían ser de algodón pues la calva es resbalosa y los de seda patinan. Un día llegaron unos amigos suyos y para que este no se sintiera incómodo con su mamá fea, les abrí la puerta con una peluca, aquellos niños se dieron un susto que estoy segura que ese día tuvieron pesadillas. Así que preferí que era mejor impresionarlos con la falta de pelo que asustarlos con pelos que parecían sacados de un maniquí y que nada tenían que ver con mi onda descuidada, de individuo multipropósito que aporta a la sociedad y a la familia con poco tiempo para lucir de revista.

Después de establecidos los límites de cómo asumir mi proceso, nótese el término, la vida continuó para mis hijos más o menos igual. Es importante decir que de la misma manera que nos gusta y exigimos respeto a nuestras decisiones debemos respetar cómo asumen ellos los cambios y no debemos juzgarlos por eso.

Usar peluca en este clima húmedo y caluroso me daba una picazón enorme, dándome la impresión de tener piojos, por lo que consideré que complacerlo en ese aspecto era un sacrificio innecesario. No obstante, respetando lo que sentía, no juzgué su amor por mí por no gustarle mi apariencia a lo campo de concentración. Apariencia que a mí tampoco me gustaba, ni a nadie, lo que él tuvo el valor de decirlo como en el cuento infantil. He sentido su amor cada día, lo que pasaba era que él era un artista en potencia y para los artistas, la imagen es importante. Actualmente estudia música en un conservatorio. Mi otro pequeño, el mayor, había dedicado más de siete años al ajedrez y drásticamente decidió que sería un hombre de ciencia, optará por Bioquímica y me confesó que se visualiza calvo en un laboratorio (pero en ese contexto la calva en función de la ciencia). Sería el segundo en la familia pues mi sobrinita querida, mi nena, se graduará de esa carrera en breve. Nadie más motivado a luchar por algo que al que le duele.

Volviendo a los pelos, creo que esa es la parte más visible del problema, pero no es la única, por lo que decir que es sencillo sería increíble. Es un tratamiento donde por lo general te pican (me operaron dos veces), te envenenan con los sueros (traumada por los mismos dejé de tomar refrescos rosados) y para rematar, te queman con las radiaciones, necesitando para todo ello estar mucho tiempo fuera de casa. Los hijos preguntarán y se les deberá dar la información justa, objetiva pero esperanzadora. Por ejemplo: ante la pregunta de mi hijo de doce, le respondí: “que esperaba que no y que haría todo lo posible por seguir en el mundo de los vivos”. Continuamos hablando de otra cosa, con tal naturalidad que todavía no me la creo, recuerdo el punto geográfico exacto donde me hizo la pregunta. Ante la segunda cirugía preguntó: “¿es cáncer?” “Pudiera ser, pero para ello hay tratamientos, es posible sobrevivir y es lo que espero también”. Nunca se ocultó el veredicto, al punto que a veces debía recordarles que no exageraran en naturalidad pues me gustaba cierta deferencia. Les juro que mientras te ven en la cocina creen que toda está ok, cuando dejas de hacerlo es que se preocupan.

A la cara fea también se le pueden sacar ventajas: pude acceder a la matrícula, fácilmente, para un curso de pintura (que el artista dejó enseguida) donde los padres habían hecho una larga cola. Y fui intolerante respecto a lo que afectara la felicidad de mi descendencia. El día del cumpleaños de uno de ellos, se le ocurrió tomar helados y, ni corta ni perezosa, amanecimos en una heladería.  Esto hubiera sido normal si no hubiera sido un día de escuela y si no nos hubiéramos encontrado en el camino a la directora, que al vernos en tal desfachatez, nos dijo: “mañana que entre pelado”, cosa que cumplimos, por supuesto, pues una directora es una directora, pero es ahí donde te das cuenta de que la calva hace el efecto de la capa del zorro: te da ciertos poderes, y que de estar 100% sana, otro gallo cantaría. Esta inmunidad fue para ellos beneficiosa.

Otro lado positivo fue que mi esposo descubrió la olla de presión, y mis hijos, si algunas monerías alimentarias tenían, quedaron por esa época extinguidas. Los menús de cualquier cosa con papas se impusieron, además papá puso en práctica un orden militar para bañarse, nada del relajito que formaban con mamá. Esto, lamentablemente, desapareció con la recuperación. ¡Ah! y el pequeño descubrió las telenovelas, pues esperaban despiertos a que yo llegara de las radiaciones para que les diera las buenas noches. Les parecerá raro pero hay más gente en un hospital oncológico que en uno materno, por lo que no alcanza el día para los tratamientos, y hay turnos de noche. Nunca más logré que se durmieran a las 9, lo que representó para ellos una conquista.

Mis amigas y personas cercanas tampoco han escapado de eventos de índole adversa para su descendencia. Mi mejor amiga se casó con un débil visual que perdió años después la vista. Nunca he visto niñas más amorosas con un padre que esas; son sus ojos. Y si están pensando en el pobrecito cieguito, ¡error! Ese señor mantenía dos casas en Cuba, donde mantener una sola, cuesta. Tengo otra amiga que ha criado a su hija en el fuego cruzado del racismo que siente su madre por su esposo, mientras adora a su nieta mestiza y ésta, con la sabiduría infantil, adora a todos…en su mestizaje se funde el amor.

Por ética familiar he leído esto a mis hijos, casi cinco años después. El grande recordó el lugar donde hizo la pregunta, escalofriante, y el pequeño, sorprendido, me dijo:” tú no estabas enferma cuando fuimos a tomar helados”. Lo que corrobora que es difícil pero no imposible, tener los misiles de la guerra nuclear dentro de la casa y que los hijos se sientan seguros.

Por lo general los niños son más fuertes de lo que pensamos, si se tienen dudas, nada más basta recordar cómo son capaces de pasarse tiempo con los zapatos al revés. Y cuando hay frío son los únicos que se bañan en una piscina…bueno, además de los borrachos. A ellos, cosas como estas parecen darles lo mismo. Lo que es obvio para los adultos sobrios: son molestas.  Bueno, así mismo será con todo.

Para el que le llegue este escrito y no me conozca, puedo decirles que elegí por vocación trabajar con las personas que vienen a este mundo diferentemente capacitadas y nunca he visto a un niño llorar porque su coeficiente intelectual es por debajo del promedio o por ser hipoacúsico, sordo, ciego, en fin, porque su desarrollo sea diferente al resto.

Los niños son guerreros, que luchan por la vida con las armas que tienen. Es a la sociedad a la que le falta la capacidad de tener lo necesario para cada uno, y las personas, a medida que crecen, van perdiendo esa magia de tomar la vida como viene por el camino. Ellos son para mí el mejor ejemplo de cómo se debe vivir. Nunca he tratado a un niño con pena porque tenga algo diferente a lo que se espera, creo que querer con pena es querer con limitaciones y el amor debe ser generoso, no guardarse nada para sí.

Los niños están preparados para surfear la adversidad, sólo hay que darles la tabla. No formemos intrigas, eso confunde más, ni los desaparezcan, pues ellos con la adversidad aprenderán valores muy necesarios en la vida que los prepararán para el mundo fuera de casa, que no es precisamente color de rosa. Recuerde que es mejor para un niño aprender en casa a tener recursos para manejar lo adverso, que salir al mundo solo sin ellos.

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