Sentimientos malos

Tragarse el dolor arrasa por dentro, por sencillo que parezca el motivo y por poca estatura que tenga quien lo sienta.

Foto: Pxhere.

¿Qué usted pensaría si alguien le dice: “yo tengo sentimientos malos”? Quizás, que está delante de un criminal o un potencial asesino. Pero si la persona que le dice esto tiene 8 años, entonces lo más probable es que usted respire aliviado y hasta le de gracia, pensando que es “juego de niños”. Todavía más si usted considera que ese niño lo tiene “todo” para ser feliz.

Apuesto a que nunca se les ocurriría que, de esta manera tan sencilla, un niño se refirió al hecho de experimentar sentimientos de frustración que le generaron tristeza. La tristeza, que es considerada como una emoción desagradable, puede provocar en cualquier persona, tenga la edad que tenga, otros “sentimientos malos”. Lo que me llamó la atención en este caso es que cuando amamos a nuestros hijos, y hacemos hasta lo imposible por ellos, llegamos, a veces, a lastimarlos tratando de “ayudarlos”. Esto es algo que ocurre de manera imperceptible ante nuestros ojos de padres.

Este niño existe y el motivo de su pesar fue, por lo cotidiano, una sorpresa increíble para sus progenitores: el niño tenía repasos extracurriculares. Esto le hizo pensar a este pequeño que sus papás no se sentían satisfechos con sus resultados académicos. Esta confesión sorprendió a todos, pues nada más lejos de la verdad. Lo que sucedía es que sus papis (como otros muchísimos padres) no escatimaban esfuerzos en aras de que el desarrollo de su hijo fuera lo mejor posible. No obstante, desde la óptica del niño, sintió que no cumplía las expectativas paternas y por eso tenía que estudiar más.

La confesión fue sorprendente, además, pues este niño es simpático, bonito, con una carita que parece dibujada y con facilidades para las matemáticas. Pero, al padecer un déficit atencional, ha requerido del apoyo diferenciado de su excelente maestra, y de una “repasadora” dos veces por semana, sin contar, por supuesto, el de sus padres. Todo ello ha permitido que por cuatro cursos consecutivos esté a la par de su grupo de coetáneos. Incluso pudo prescindir por mucho tiempo, con gran esfuerzo propio además, de los medicamentos que normalmente se usan en esta patología.

En los dos primeros grados no hizo mucha resistencia ante el apoyo que recibía. Se quejaba un poco de los “repasos” extracurriculares, pues estaba “cansado”, pero con la docilidad de un pequeño recién iniciado en la escuela, lo sobrellevaba. Al llegar al tercer grado y aumentar el rigor docente y con él los errores motivados por su distracción, sobrevino el caos. Dejaba de copiar las tareas, se quedaba atrás, se cansaba, se equivocaba en cosas que ya tenía vencidas. Incluso, finalizando su segundo grado, colapsó en una de las pruebas finales, dejando de escribir (esta prueba era increíblemente larga) y la maestra tuvo que convencerlo de que él sí podría, e interceder por él con la directora para que le diera más tiempo, la cual afortunadamente aceptó.

Por suerte, su mamá buscó ayuda con prontitud y una especialista valoró comenzar con el tratamiento medicamentoso usual en niños con déficit de atención y, además, que recibiera terapias para que recobrara su autoestima. La nueva maestra lo cambió para un puesto más próximo a ella (como en los años anteriores) y los padres hicieron todo lo que estuvo en sus manos hacer, para que su hijo recobrara su alegría y fuera feliz; es decir, tuviera sentimientos buenos. No obstante, siguió recibiendo repasos.

Atendí a una niña con el mismo conflicto y dificultades en el aprendizaje de las matemáticas. Bella igual, pertenecía a un grupo de baile, y ya culminando la enseñanza elemental pensó que no iba a poder vencer las pruebas finales y que, por ende, no pasaría a la secundaria. En este caso además existía un papá que era muy severo y la regañaba tanto por cosas que normalmente hacen los niños de su edad –salir con amiguitos y vestirse a la moda– que la niña sentía que no hacía nada correcto. La frustración y la tristeza se apoderaron de ella. Necesitó intervención profesional y pasó de grado, pero en cuanto a sentirse feliz, satisfecha de sí misma, eso no.

Un año después llegó llorosa a consulta pues había tenido relaciones sexuales a sus doce años. Fue derivada a la consulta de ginecología para estas edades, de la mano de la psicóloga que la había atendido por tristeza un año antes. No se había protegido, y aunque no hubo “consecuencias” de las que más preocupan a los padres, como un embarazo, ni había contraído alguna de las temidas enfermedades de transmisión sexual, quedé con una sensación amarga de pérdida, de derrota profesional, aunque soy consciente de que una sola golondrina no hace verano.

Está claro que se necesita el concurso de muchos para ganarle la batalla a la tristeza, más aún si de un niño se trata. Todos sus entornos son importantes, y el primero, por supuesto, es la familia. Espero que no haya abandono escolar, que no sea mamá adolescente, que la cadena de malas decisiones no aniquilen su niñez.

Sentir tristeza es humano, es natural, y por más que queramos, no podemos evitar en muchos casos que nuestros hijos la sientan. En ocasiones, tratando de que salgan ilesos de esa experiencia, exageramos, hasta llegar al ridículo. ¿Han visto cuando un niño pequeño se cae o se da un golpe sin mucha importancia? Y al llorar el niño, el padre le da al piso, mueble, en fin, al causante del llanto infantil, acompañando el ritual con frases como “piso malo, no le des al niño.” O ante el golpe recibido, le dice “no llores, no es nada”, “levántate, ese es un golpe de crecer”. Entonces, el pequeño, observa su rodilla sangrante desconcertado y preguntándose: “¿Nada?” Con actitudes como estas los confundimos, en nuestro afán por minimizar la tristeza.

A veces hay que dejarlos llorar, consolarlos, brindarles la ayuda oportuna. Si duele, duele. Los extremos son malos. El dolor es parte de la vida y ellos deben aprender a manejarlo. Sin alardes, pero sin minimizarlo tampoco. Tragarse el dolor arrasa por dentro, por sencillo que parezca el motivo y por poca estatura que tenga quien lo sienta.

Por tanto, lo que traigo a la reflexión no son las tristezas fugaces que pasan por la existencia de nuestros hijos, sino aquellas que perduran y logran hacer daño a la salud emocional de nuestros niños y que afectan su conducta. Incluso pasando algunos a la rebeldía, donde se enmascara para sobrevivir ante lo que les molesta.

Recuerdo cuando mi hijo pequeño usó unos espejuelos mal graduados y se puso tan fuera de sí que por poco enloquezco. En esa ocasión lo llevé al psicólogo, ante mi inefectividad en su manejo, y una muchacha muy joven que nos atendió, después de hacer su entrevista y diferentes test psicométricos, me dijo: “¿Qué ha pasado diferente en la vida de su hijo?” No tuve la respuesta inmediatamente, tuve que devanarme los sesos, hasta que caí días después comprendí… ¡los espejuelos! Llevaba un mes con ellos, justo el tiempo que llevaba dando lo mejor de sí en cuanto a mal comportamiento. Cogí los espejuelos, fui a comprobar y por poco me desmayo. Ahí estaba el problema. Mi hijo de tres años no podía explicarlo. Así de simple, hay que pensar por ellos.

Debemos estar atentos cuando notemos que ríen menos, que están más callados de lo normal, que lloran por cosas sin mucha importancia cuando ya habían dejado de hacerlo; cuando dicen que son feos (muchas veces dividen el mundo entre lo lindo y lo feo); cuando no quieren compartir con sus amigos, o empiezan a presentar problemas escolares, cuando comienzan a portarse muy mal de repente; en fin, cuando presentan cualquier cambio en su comportamiento. Los niños dan señales cuando están tristes; estemos atentos y busquemos ayuda. Y recuerde que su óptica es diferente a la nuestra y que, incluso con las mejores intenciones, podemos lastimarlos y hacer que crezcan como la yerba en un jardín, los malos sentimientos.

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