Setenta y cinco kilómetros de amor

El fotógrafo cubano Amauris Betancourt fue de Holguín a Bayamo en bicicleta en tiempos de confinamiento, para ver a su novia y "mantener vivo el amor".

Fotos: del autor.

A Bayamo en coche es tradición, pero, en bici… más romántico y fácil en tiempos de COVID-19. Habían pasado dos meses y las fronteras municipales y provinciales cerradas se interponían entre mi novia y yo. Decidí sortear edictos y disfrutar la muy extrañada cercanía corporal, porque no solo de telecomunicaciones y afines se vive, sobre todo cuando el otro, o sea yo, está en Holguín.

La nostalgia por mi novia era bastante, pero no suficiente. Entiéndase este “suficiente” por favor: 75 km nos separaban, altas temperaturas y el posible riesgo a ser retornado en algunos de los límites territoriales.

Consulté con amigos. Luego pasé al aseguramiento técnico; debía canjear temporalmente mi pequeña bicicleta 20. En Cuba ni esto ni aquello es complicado. Los amigos siempre te hacen “la media” y lo que es de ellos es tuyo también.

Conseguí la bicicleta, una supermáquina con cambios Shimano (18, para ser exactos), suspensión y freno en gomas delanteras y traseras, algo difícil en las bicis de los de mi generación, entre quienes aún hay algunos con Flying Pigeon o Forever, las mejores chinas (en marcas, aclaro) de las importadas en el Período Especial.

Era mayo, con días ligeramente lluviosos y temperaturas agradables. Hacía justo dos meses de la última vez que vi a mi novia —el detalle de la fecha es cortesía de ella—. Aseguré provisiones para mi madre e hijo durante el fin de semana y partí a las 05:13 a.m.

¡Qué sensación tan maravillosa pasar en ciclo a esa hora por el centro histórico de Holguín y su sistema de plazas, hasta las afueras de la ciudad, rumbo sur!

Mochila ligera, poca agua —no sé por qué, si era tan necesaria— y cámara en ristre… Tras 45 minutos alcancé el aeropuerto internacional, a 15 km de la ciudad. Un cuarto de hora luego, Cacocum (nada que ver con Cancún), una cabecera municipal en el oriente cubano.

Justo entre esos dos puntos, la primera demarcación territorial: un puesto de mando en casas de campaña, con personal médico —ocupados en labores de aseo y de organización, quizás a la espera de un cambio de turno—  y un carro policial con una tripulación más pendiente de deshacerse de los mosquitos que de un indiscreto ciclista.

Los policemen se limitaron a seguirme con la vista, mientras se abanicaban el rostro con la palma de las manos. Se autoflagelaban, intentando liquidar los insectos por “palmipresión” corporal.

¡Cruzar no fue difícil! Tenía curiosidad por los puntos de control restantes. Creí que la situación sería diferente, pero no era más que paranoia “covidiana”.

En Cacocum, la elevación a nivel con puente sobre la línea del tren fue el punto perfecto para observar la salida del sol y fotografiar la parsimonia matutina del pueblito. Sensación agradable que se disipó rápidamente al pensar en el siguiente tramo, donde baches, cañaverales, pastizales y bohíos aislados se alternaban repetidamente. Ni en ómnibus con aire acondicionado resultaba cómodo. “Me siento en excelente forma”, me autoengañaba para continuar. Iba al tanto de una aplicación del GPS que proporciona tiempos y distancias.

Cambié de táctica; la música me ayudaría a conseguir los restantes 55 km. Sabina primero, luego Raúl Paz y Carlos Varela, entre los extensos cañaverales a ambos lados de la carretera central, construida en el machadato y que ahora se parece más a un terraplén, con cráteres y piscinas más que simples huecos. Por suerte, era casi el único usuario de la vía, ocupada apenas por algún coche de caballo, tractor o bici, con cuyos ocupantes intercambiaba saludos, me aprovechaba de las cajas de aire para adelantar y hacía competencias.

Los puestos de frutas, vegetales y alimentos ligeros habían desaparecido, pero al menos podía disfrutar el paisaje matutino de fincas, bohíos y campesinos en plena faena, reminiscencias de mi niñez.

 

Por fin avisté, en los límites provinciales, el próximo puesto de mando a la salida de Holguín. Otras rutinas: autos ligeros y transportes de carga en proceso de desinfección, y yo en mi bici sin atraer atención alguna. “La COVID-19 no monta bicicletas, supongo”, me parecía oír decir al epidemiólogo cubano Paco Durán.

No lejos de allí, el acceso a la provincia de Granma, resguardado igual con punto de control policial y epidemiológico. Sin mayores contratiempos, para variar.

Después, Cauto Cristo, poblado principal del municipio homónimo. Aquí hago pausa larga con merienda incluida, mientras me entretengo con Facebook. El último tramo dejado atrás era el peor; solo me separaban ya 20 km de Bayamo.

Continúo y me detengo a retratar el río Cauto, el más largo de Cuba, cuya imagen, como siempre, me decepciona por su escasa fotogenia en este punto.

Ligera llovizna en Babiney, hasta donde llegué con cielo nublado y temperatura agradable en todo el trayecto. Ahora escucho a Pedro Luis Ferrer y, en menos tiempo del imaginado, me sorprende no solo la parte sur de la ciudad —la táctica de GPS por música funcionó— sino, además, la llamada de mi novia, a quien ya le había informado de mi viaje.

En ese momento decidí bromear. Le dije que justo me había despertado, por lo que la sorpresa fue mayor cuando abrió la puerta al filo de las 11.00 a.m. y yo estaba frente a ella con la flamante bicicleta. Ojos de “¡no lo creo!”.

Alegría, cuentos y jugaderas mediante pasé un fin de semana maravilloso, con cena familiar incluida y exceso de cerveza que me dejó mal parado y resacado para los 75 km del retorno.

A la vuelta, la carretera pelada, como se dice en Cuba, sin sitio donde contrarrestar la resaca con alguna fruta, jugo natural o alimento. La COVID-19 puso en cuarentena las cosechas. De un día para otro, tras el cierre de las fronteras territoriales, los productos agrícolas desaparecieron. Tuve que recurrir a mangos verdes, y el agua se agotó (¡fatal!). Casi no llego.

Pero bien valió la pena el viaje. Hasta me hice medio famoso en el círculo estrecho de amigos, familia y colegas de mi novia, quienes apenas creían cierta la romántica visita. ¡Eso es amor en tiempos de COVID-19, García Márquez! Yo molío, y a estas alturas con muchos deseos de la fase 2 del desconfinamiento, para que la bici no sea, bajo ningún concepto, el único medio de mantener vivo el amor.

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