Talentos

Lo que hacemos de niños tendrá una repercusión en nuestro futuro de adultos, aun cuando parezca juegos de muchachos.

Foto: Pxhere.

A mi hijo Darío, por pedirme que cuente sus comienzos en su vida artística y de cómo de sus  lágrimas brotó la alegría. Algo que hace la diferencia en el espíritu de los triunfadores.     

Hace algunos años pusieron por televisión un reportaje sensacionalista donde se mostraba a un niño genio cubano. Desde mi posición de televidente, estuve en desacuerdo. Estar en desacuerdo con lo que vemos en la TV no es nada raro. Pero en esa ocasión había un niño de por medio, y me lo tomé personal.

Días después, afortunadamente, aquel reportaje generó otro donde especialistas explicaban algo con lo que yo coincidía; era más o menos lo siguiente: que era un niño con un coeficiente de inteligencia alto y que había sido “entrenado” para lograr hacer lo que se mostraba cómo genialidad, que eran conocimientos aritméticos, entre otros de diferentes índoles. Lo que me llamó la atención fue que las personas sintieran una fascinación por el tema, que hicieran caso omiso a esa aclaración, y continuaran hablando del niño genio, sin medir las consecuencias que tendría para ese pequeño ser objeto públicamente de semejante calificativo.

Por las cosas de la vida, poco tiempo después, mis hijos en una de sus actividades extracurriculares, coincidieron con él. En ese momento comprobé que era como tantos otros niños que se destacan precozmente. Hasta la fecha, años después, aún no ha ganado ningún premio por haber inventado algo, ni ha hecho descubrimiento alguno que haya trascendido entre sus coetáneos. Lo que sí ganó por mucho tiempo fue el tener que vivir con los ojos de mucha gente sobre él, incluidos los míos.

Recuerdo que en los primeros momentos en que llegó al grupo los propios niños lo retaban en diferentes actividades, aun cerca de sus familiares. Me imagino lo que pasaría en la escuela lejos de sus papis. Por otra parte, debió resultar raro oír: “el niño genio me sacó la lengua”, “se está comiendo la goma”, etc. Un niño “genio” no debe permitirse cosas como esas.

A sus padres los entiendo; se afiebraron por la emoción y por el lógico regocijo que genera tener un niño que se destaca para bien. La falta de conocimientos en relación al tema (eran padres, no psicólogos) no les permitió valorar el costo que el pequeño pagaría por unos minutos de gloria. Fue un atropello a la personita en formación, que además de aprender lo necesario en cuanto a conocimientos académicos y otros que no le servían de mucho en sus pocos años, pero igual le enseñaban, debería lidiar con ser humilde. Imprescindible valor para ser querido por sus iguales, y difícil de que salga a flote cuando se te dice, siendo un preescolar, que eres un “genio”. No obstante, en ese aspecto no hubo nada que lamentar, es un jovencito ya, simpático y querido.

¿Quién no ha escuchado a los abuelos o padres hablando de los talentos de sus hijos o nietos? La suerte es que no a todos nos filman un reportaje. Conozco a niños con resultados sobresalientes en algún área específica y que son niños “geniales” sin nada que señalar; otros hay que pagan por sus talentos con horas de juego, de sueño, y de hacer las actividades propias de los niños. Si ellos quieren y lo disfrutan, no hay problemas. En lo que se goza no hay sacrificio. Hay incluso los que, con el talento para llegar a la cima, se retiran pues no les alcanzan la pasión o ambición para ascender. Es su derecho. Otros que se esfuerzan, llegan y sorprenden. ¿Habrá algo más genial que llegar contra corriente como hace el salmón?

Lo que me preocupa es cuando los adultos perdemos la perspectiva de lo que es realmente importante. Por ejemplo, he visto a niños compitiendo en deportes que realizan combates, donde los padres impunemente les gritan como si fueran perros de pelea. Las artes marciales, como su nombre indica, son como el resto de las artes: algo sublime que debe nacer de lo mejor del espíritu. Las actividades extracurriculares merecen ser tratadas con sumo cuidado en la infancia, para que potencien y no resten a los que las realizan.

Lo que hacemos de niños tendrá una repercusión en nuestro futuro de adultos, aun cuando parezca juegos de muchachos. De niña, estudié ballet clásico y le debo mucho al ballet ser quien soy. Todavía en la actualidad puedo estar lavando platos y soñar despierta que estoy bailando. Es obvio que abstraerme, en un momento cómo ese, es una bendición.

Recuerdo de esa etapa que debía hacerme sola los “moños” que me quedaban mal hechos. Llegaba a mi casa cerca de las diez y media de la noche, después de cumplir un exigente currículo que contemplaba hasta el idioma francés. Mi mamá me llevaba muchas veces la comida en un pozuelo entre un turno y otro. Con más actividades que tiempo real para cumplirlas, me forjé en el esfuerzo como único camino posible. En la adolescencia cambiaron las hormonas y los intereses, pero el espíritu de faquir ya estaba instaurado, y este me permitió ganar muchas batallas.

De mi prole, atendiendo al refrán de que hijo de gato caza ratones, puedo decirles que mi hijo mayor, como he mencionado con anterioridad, pasó años en el ajedrez. El juego ciencia le aportó innumerables beneficios y contribuyó a que sea un joven del cual yo siento un orgullo monumental.

El ajedrez es una escuela para la vida. Les enseña a los niños que “pieza tocada es pieza jugada”. Los obliga a pensar, pero el tiempo corre y deben tomar decisiones. El jugador debe tener en cuenta que su jugada genera otras, y si sale de la batalla derrotado, hay que levantarse dándole la mano al contrario. Habrá otra partida con cambio de piezas. Además de todo esto, que es de por sí algo a considerar, conoció a Meli, su maestra. Meli lo llamó tres años después de haber dejado la academia de ajedrez, para felicitarlo cuando supo que iba a la universidad. En aquella etapa, mi hijo pudo pertenecer a un colectivo donde transcurrieron años tan dorados como su cabellera.

Si les gusta a los niños, el ajedrez es maravilloso. Mi hijo mayor hizo otras cosas en sus ratos libres, pero dedicó a esta actividad tanto tiempo que hasta fantaseamos con que sería ajedrecista. Pero la adolescencia también en esta ocasión terminó con nuestra fantasía.

Mi hijo más pequeño, por su parte, comenzó a los 6 años en el coro Solfa, con su amada Maylán, que le dio lo mejor que puede dársele a un alumno: confianza, y la oportunidad. No importa que no tengan la voz para ser solista; si les gusta cantar, un coro es el sitio. Los niños de un coro se forman además en el trabajo en equipo, tan necesario para tener éxito en cualquier actividad más allá de las tablas. Si el niño es tímido, el grupo le dará el apoyo necesario; y si es muy fuera de rosca, en él encontrará la contención. Los coros son reguladores de la conducta por excelencia; mantener en escena a tantos muchachos realizando uniformemente movimientos al compás de la música, es obra de dioses.

Mi hijo menor, en el Solfa, encontró su vocación de músico. Para lograrlo se presentó dos veces a las pruebas para la escuela Manuel Saumell; sin éxito. Para darle la mala noticia, en la segunda ocasión, me acompañó Yami, mi amiga psicóloga. Esta le pidió tras sus lágrimas infantiles, que me dolieron más a mí que a él, que hiciera una lista con otras cosas que le gustaban. Además, lo llevamos como parte de la terapia de conformarse, a comer pizzas y a tomar refresco.

Al día siguiente en la misma cama, nada más abrió los ojos, le pregunté: “¿Pensaste?, ¿hay algo que quieras hacer?” A lo que me respondió: “¡Tocar trompeta!” Pude haberme ahorrado las pizzas. Estaba decidido y un niño decidido merece ser tenido en cuenta por más utópico que parezca su propósito.

La vía que quedaba para lograr lo que quería era hacer las Pruebas de Concurso. Debía hacer un primer año en la calle, con maestros particulares, andando la Habana como Eusebio Leal. Para ello teníamos que alejarnos del Vedado, zona donde residíamos, pues ahí los precios son más altos, lo que representó más tiempo en la calle.

Azoteas de barrios humildes escucharon las primeras notas de mi pequeño. Días en los que el cansancio lo hizo optar por volar el turno del baño y hasta el de la comida. Engordó, pues dejó de ir al parque a jugar, y vivió angustiado, pues su mamá a pesar de llevar sólo un año de operada de cáncer, optó por el trabajo por cuenta propia, dejando la bata blanca a un lado, para poder pagar todo aquello. ¿Y si no entraba? Esto lo martillaba, a pesar de mi repetida respuesta: lo intentaste.

Cuando hicieron el llamado para los exámenes, fue el primero en levantar la mano y decirle a Andy (un amigo pianista del coro Solfa que lo acompañó) “¡Let’s go!” ocasionando risas. Su trompeta a pesar de que parecía que había sido arrollada por un tractor, sonó fuerte impulsada por las ganas de su corazón, lleno de esperanzas. Obtuvo 100 puntos al igual que en piano… sin tener piano.

Logró, tras un esfuerzo descomunal en lo personal y familiar, cumplir su sueño. Además, en su peregrinar conoció la solidaridad de muchas personas como la de Adolfito Guzmán, que le permitió tocar el piano de su papá. Lo sentaba sobre La mejor música del mundo, una colección de libros del padre, para que alcanzara al teclado del piano. Nunca había ido a su casa, pero como fuimos vecinos y coincidimos en fiestas en nuestros años mozos del barrio, con la cara dura de una madre, fui en busca de ayuda y me abrió sus puertas sin pensarlo y sin pedirme nada a cambio.

También en la travesía conoció a Lino, su primer maestro de trompeta de la banda infantil municipal de Centro Habana, un caballero, cómo él le dice. Lino alternaba las clases con jornadas culturales nocturnas para los transeúntes del Malecón. Sus años y su cansancio por las horas robadas al sueño no lo limitaban de estar disponible para mi hijo. Podía el día romper en un aguacero y ahí estaba él esperándolo. Hoy visita mi casa como amigo. Es una fiesta cuando llega.

El coro Solfa, su esfuerzo y su oído para tantos buenos consejos de sus maestros callejeros, catapultaron a mi hijo para poder ser feliz en el arte. Su perseverancia nos dio a todos un gran ejemplo: no hay sueño imposible si de un niño se trata. Fue como el salmón.

Formó parte del grupo musical de La Colmenita. Cuando conoció a su director Tim, este me dijo: “¡Mamá, él es bueno!” Al preguntarle por lo que se hacía allí, me respondió: “Es una escuela.” Puede decirse tanto en tan poco. Captó la esencia. Eso es lo que importa de la vida. Puedo sentirme orgullosa, pues con la adversidad se hizo fuerte y a la vez sensible, buena combinación para un artista. Actualmente estudia en la Escuela Nacional de Arte (ENA).

En una ocasión vi en consulta a un niño del municipio de Regla que estaba presentando dificultades para aprender a leer. Su mamá pensaba que no debía tocar más los tambores, pues la escuela estaba primero que todo, incluso que su talento para la música. ¿Y si los tambores le dan en un futuro la posibilidad de traer el pan a su familia? Aquel pequeño tenía la rumba en las venas; despojarlo de eso era criminal. Ni pensarlo. Los niños con trastornos en el aprendizaje tienen derecho a desarrollar sus talentos. Confío que en algún futuro no lejano, sumar y restar no sea mejor visto que rumbear. Al menos a mí me gusta más la rumba.

Hay quien es lento para entender que el niño lo mejor que puede tener es su niñez, vivirla y condimentarla a su gusto con actividades que disfrute y le permitan desarrollarse, ya sea siendo bailarín, pintor, músico, deportista, o un ratico en cada cosa. No importa lo que lleve el coctel: cada actividad le proporcionará algo que lo hará mejor persona si el manejo es adecuado.

Debería bastarnos con permitirles experimentar, encontrar sus caminos, apoyarlos a pesar de todos los contratiempos, que disfruten y que puedan desarrollar sus talentos. Habrá niños que serán genios y ese calificativo estará bien cuando la madurez les permita manejar la presión social que esa palabra conlleva. Mientras tanto, que sean niños felices. Eso es lo más genial, no lo olviden.

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