Valor es…

Los adultos malvados fueron niños, por más increíble que parezca, tanto como los héroes.

Foto: Pxhere.

                   Dedicado a Yokiana Pérez Aguililla, por nunca dudar de nuestra amistad. Por ser sincera, por  disfrutar mis éxitos y sufrir mis penas aún más que yo… por ser mi amiga, la hermana que soñé.

Enfrentamos como padres la dicotomía de enseñar a nuestros hijos a ser personas de bien. Al mismo tiempo, debemos enseñarlos a protegerse de aquellas personas que pueden no hacerles el bien a ellos. Víctimas o verdugos, nuestros niños jugarán su rol, conformando sus propios valores a partir de sus experiencias y las influencias recibidas. Los adultos malvados fueron niños, por más increíble que parezca, tanto como los héroes.

Puedo recordar el momento cuando con mi inexperiencia de madre primeriza choqué por primera vez con este asunto. Venía yo caminando por la calle Zanja, la cual, sin árboles, castigada por nuestro sol tropical. Estaba agotada y hambrienta y cargaba a mi hijo, cuando le pedí a mi niño una galletica de su paquetico de 4 que él venía engullendo. Me miró como si estuviera haciéndole una petición indecorosa y me dijo con una dicción que me recordó que él podía caminar perfectamente: “Tú nunca quieres”. Era cierto. Lo mejor generalmente es para ellos, y si hay escasez, aún más, así sea el caso de una mísera galletica. Está de más decir que, a partir de ese día, siempre quise. Ante cualquier paquete de golosinas, estiro la mano como un señor feudal. A esta altura del campeonato ya nadie chista. A compartir se aprende compartiendo.

El menor de mis dos hijos, dicho sea con amor de madre, fue más creativo en este acápite. En una ocasión que le llevé su bicicleta al parque, pude contemplar extasiada cómo todos los niños que estaban allí daban vueltecitas en ella. Una bicicleta es un juguete caro y hay niños que nunca llegan a tenerlo.

Todo parecía muy bien organizado y yo estaba feliz de su buen corazón, hasta que algunos de sus amiguitos se me acercaron disgustados reclamando justicia. Resultó que las vueltas que mi hijo permitía que dieran los niños, eran en dependencia de las cartas que daban por ellas. Si la carta él la consideraba valiosa, mi hijo pequeño, de unos seis años, permitía más vueltas en bici. Quedé horrorizada, y pronuncié uno de esos refranes que, por su poder de síntesis, te salvan de estar media hora peleando: “Quien a hierro mata, a hierro muere”. En ese momento para mi hijo, más que un refrán, parecía un trabalenguas. No lo entendió, pero sí comprendió mi enojo y mi determinación de que si llevaba la bicicleta al parque no era para lucrar con ella, sino para pasarla bien él, y a su elección, quien él quisiera.

En eso de impartir “justicia” ante lo mal hecho, los niños en grupos pueden ser temibles, incluso para un adulto. En la barriada de La Víbora, por donde viven mis suegros, pasaba un vendedor de bocaditos de helado que pregonaba lo siguiente: “heladeroooo”, “me voooooy”. Los niños un día a coro le respondieron: “¡¡¡¡Veteee!!!!” Tuve la duda y, por consiguiente, fui incapaz de determinar en ese momento quién era más cruel, si el heladero que vendía sus bocaditos (merienda costosa en el año 98) o el grupo de niños que espantaban al anciano que, bajo el sol, salía a pesar de sus años a buscarse el pan de la vida. Me reí, creo que, como todos, y por supuesto el heladero ignoró en lo adelante esa cuadra si había pequeños en ella. Como fan de los niños, concluí años después que restregarle en sus caritas los apetitosos helados inaccesibles, era demasiado cruel. A fin de cuentas, las aceras son el territorio de los niños, para tomar helados están las heladerías. Mi hijo pequeño, desconociendo esta anécdota, me dijo un día que lo sacaba de quicio la musiquita de los carritos de helado. ¿Será por la misma razón? Quizás.

En otra ocasión, me replicó mi hijo (el pequeño también): “¿y si tú no me ves?”, cuando le reclamaba por andar en plantillas de medias en casa de mis padres, donde podían permitirse cosas como éstas aún siendo yo la que las lavaba. Me quedé perpleja. Aquel enano de preescolar desafiándome era lo último que esperaba oír. Me armé de paciencia y le expliqué que no se trataba de si lo veía o no; se trataba de hacer lo que él considerara correcto. ¿Quieres andar en plantillas de medias? No hay problemas, le dije, o las lavas tú o tendrás medias sucias, percudidas. A partir de entonces, siempre que puede anda descalzo: lavarse los pies es más fácil. A mamá hay que cuidarla, eso lo tiene claro.

Años más tarde, una niña de la secundaria de mi hijo mayor, en el séptimo grado de ambos, le vendió un pedacito de madera en 5 pesos para una tarea de clases que éste había olvidado. A mí me pareció espantoso aquello. Más aún porque era la alumna excelente del aula, bella y con notas alucinantes. En actitud moralizante, hablé con su mamá, quien automáticamente la hizo devolver el dinero. Días después, la mamá de otra niña del aula hablaba conmigo pues mi hijo, con su carita angelical, había cambiado una tarea de Matemática por su turno de limpiar, lo cual fue considerado un agravio a los derechos femeninos de igualdad. Mi hijo mayor, años después, cortejó a la pequeña mercantilista. El amor tiene caminos insospechados. La mamá feminista, agraviada, me comentó en otro momento que mi pequeño (que coincidía en la primaria también con el menor de sus hijos), le había “soplado” a éste en una prueba final. Qué le dijo a su hijo, no lo sé, pero yo tuve la sensación que en esa ocasión estaba ella menos disgustada con el antivalor. “Son tremendos tus hijos”, me dijo sonriendo. “Como todos”, le respondí.

Conozco a un pequeño, bautizado por mí cómo “El malandrín”, que un día ante una llamada de atención que le hice, me dijo bruja. Tenía en ese momento cuatro años. Dos años después, vi cómo pedía que bajaran la música en el carro donde estaba, pues había una niña pequeña dormida. Se había convertido en un caballero, algo difícil de creer un tiempo atrás. Me regala, además, sus juguetes didácticos para los niños que van a mi consulta. Para un niño de seis años regalar sus juguetes es prueba fehaciente de su buen corazón.

Las hijas de la amiga, a quien le dedico este texto por su preocupación acerca de este tema, siempre me conmovieron por ser los ojos de su papá invidente. Nunca las vi protestar por tener que acompañarlo cuando debía desplazarse en el barrio. Hermanas bien llevadas como pocas, generosas. No tengo la menor duda de que están llenas de valores. Aun así, la mayor de ellas, en ocasión de un cumpleaños, le pidió a su mamá poder gastar dinero en una tienda. Mi amiga vio con dolor cómo se le escapaban sus dólares en comida chatarra. La niña fue feliz despalillando el regalo monetario. Mi amiga no sabía si había hecho lo correcto en dejarla cumplir tan extravagante deseo, siendo ella humilde. Creo que la ambición, mientras no arrase con la persona ni con sus convivientes humanos, puede tolerarse. Como dice otra amiga: “no se puede perder el horizonte”.

Fui recientemente a una escuela a observar a un niño del que se decía que “tenía problemas”, tenía un historial de mal comportamiento a los 7 años que daba para cadena perpetua. Después de varias sesiones en consulta y no ver saltar a la liebre, opté por ir al lugar del crimen: la escuela. El niño “majadero” hacía sus ejercicios a la velocidad de la luz y, por supuesto, quedaba tiempo para mirar para el lado, para adelante, para atrás y para hacer alguna fechoría (que no hizo en mi presencia). Mi sorpresa fue cuando una niña comenzó a llorar por habérsele quedado el lápiz y el truhán rápidamente le alcanzó uno. Esto pasó desapercibido… sin comentarios. En la próxima consulta le di el alta, después de algunos consejos a sus padres para manejar su diferente y superior coeficiente de inteligencia.

Mi sobrina Estefanía lloró un día desconsoladamente pues supo, a los 5 años, que Martí estaba muerto. Nadie se lo había explicado. Tanto había oído hablar de Martí y tantas cosas buenas, que el descubrimiento la dejó abatida. Aprendí que en los niños lo evidente es lo concreto, lo que palpan, lo que sienten. Vi también a una pequeña de 4 años, llorar por la muerte de Mufasa. Su tristeza fue tal, que los adultos que allí estábamos dejamos que manejara su dolor, pues quedamos, con ese derroche de sentimientos, conmovidos.

Conocí a un niño (Daniel Vilela) que iba a jugar ajedrez con su vecinito de 6 años, que no podía caminar y vivía para colmo en un cuarto piso. Por suerte logró recuperarse, pero mientras duró su agonía contó con el apoyo de ese gigante que en ese entonces tendría 11 años. Lo siguieron otros niños y de ahí nació el interés de mi hijo mayor por el ajedrez. Como dato curioso, el niño que no podía caminar se inclinó por el baile. Cuando digo que los niños son guerreros, me baso en hechos como este.

Escuché a una mamá decir que su hijo salió mal en “valores”. Me preguntó si debía ponerlo en algún curso en la iglesia. Quedé perpleja, y no porque dude de lo positivo que puedan ser los cursos con este fin, sino porque los valores deben entrar a los niños como los rayos de luz, durante todo el día. No ser evaluados en la escuela. Es como decir que solo podemos exponernos al sol por 30 minutos. Absurdo. Concentrar en una asignatura “los valores” me parece una locura.

Recordé al inmortal Principito: las personas mayores todo lo medimos. A lo mejor se ponen de moda los “repasadores de valores”. No subestimen a la naturaleza humana. Durante muchos años oí decir que el agua no se le negaba a nadie y un día me levanté con la botellita de “Ciego Montero”. Este pequeño, el de la anécdota, tiene 6 años. No he conocido niño más noble que ese; te da 100 besos por segundo.

Los niños tienen más derecho a equivocarse que los adultos, y mira que nosotros nos equivocamos. Ellos tienen que vivir sus experiencias buenas y malas. Portarse un poquito mal es parte de “sobrevivir” en su medio, de aprender y de crecer. “Nadie puede sudar la fiebre ajena”. Lo que es lo mismo: por más sermones que demos, para bien o para mal, tomarán sus propias decisiones. Dejarlos amparados bajo la sombra del buen ejemplo es, a mi juicio, lo más sensato, y recordar que nadie podrá dar lo que no tiene.

En la infancia, la amistad, la bondad, la generosidad y el amor crecen como la yerba en días de lluvia, y si hay sequía, usted deberá regarlas. No creo que haya falta de valores. Lo que vale, por siglos, no ha cambiado. Serán nuestros pequeños los futuros héroes, científicos, personas de bien, con algún que otro descarriado en el camino. Que estos sean los menos depende de nosotros, todos juntos: familia, escuela, entorno. No tengo dudas que los que valemos somos los más, y por los niños, como siempre, ¡apuesto! Bienvenidos, pues, a este mundo que deberán mejorar. Ardua tarea la de nuestros pequeños.

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