Yarini: el sultán de San Isidro

Aunque el tiempo ha borrado los recuerdos de un oscuro pasado, San Isidro conserva todavía su peculiar atmósfera de calles estrechas y sus casas abigarradas. Los bares, garitos y prostíbulos han cedido espacio a las viviendas en las que se acumula hoy la vida de miles de habaneros adoptivos o legítimos.

En este pedazo de la ciudad aún gravita el recuerdo de dos figuras distantes y emblemáticas: José Martí, el Apóstol de la Independencia, nacido en la calle de Paula (hoy Leonor Pérez) y Alberto Yarini, arquetipo del chulo cubano del siglo XX, cuya trágica muerte suscitó el nacimiento de una leyenda en la historia sumergida de La Habana.

Ubicado en el extremo oriental de La Habana de intramuros y  denominado en sus inicios barrio de Campeche por la presencia de artesanos y marinos llegados de la región mexicana de igual nombre, San Isidro ganó su amarga fama durante la primera ocupación militar norteamericana, cuando el gobernador militar Leonard Wood, en un pretencioso intento de adecentar la ciudad, transformó la barriada en la Zona de Tolerancia, lo que equivalió a convertirla en el gettho de la internacionalizada prostitución.

En poco tiempo el barrio cambia su fisionomía: los viejos almacenes cercanos al puerto se transformaron en bares, invadidos por la música de los primeros gramófonos, lo que provocó el éxodo de numerosas familias hacia lugares más tranquilos.

Según estudios rudimentarios sobre el tema, las meretrices de fines del siglo XIX en La Habana se dividían en tres categorías: colegialas, independientes y ambulantes. Las primeras vivían reunidas al amparo de férreas matronas que controlaban la disciplina  del “negocio” y sus vínculos con el exterior. El segundo grupo realizaba el “oficio” por su cuenta en casas alquiladas, hoteles o su propio domicilio casi siempre solas y bajo la tutela de amantes fijos, en tanto, las ambulantes se ubicaban en el estrato más bajo y constituían las más perseguidas y acosadas por la autoridades. Sólo en los meses posteriores al nacimiento de la República, 447 prostitutas fueron detenidas por la policía y se efectuaron más de un millar de juicios por violación del Reglamento Especial de Prostitución elaborado por el mando de las fuerzas estadounidenses de ocupación.

Pero el siglo XX nacía marcado por la crisis y América se presentaba ante los ojos de la vieja Europa como la tierra de promisión, con modificaciones hasta en la estructura tradicional de la prostitución en la Isla, dominada durante años por la presencia de practicantes “importadas” españolas, cuya participación superaba a la cubana, en la que sobresalían las negras y mulatas, muchas de ellas nacidas esclavas.

Con la nueva centuria, llegaron de los brazos de sus sostenedores las afamadas francesas, cuyo mito de expertas en el arte del amor abrió una época en una Habana que resurgía de las cenizas de cuatro siglos de colonialismo español para tornarse cada vez más cosmopolita, según el modelo diseñado desde el norte.

Cuba era la antesala de la prosperidad norteamericana y el arribo de las bellas francesas sería en breve la simiente de la trágica rivalidad entre los proxenetas de ambos lados del Atlántico por el control de San Isidro.

La historia del bello Alberto

Por su origen, Alberto Yarini distaba mucho del hombre del bajo mundo, pero las facilidades de una crianza sin privaciones le abrieron tempranamente las puertas del ocio y los placeres.

Su padre, Cirilio Yarini, catedrático de la Universidad de La Habana y uno de los más célebres estomatólogos de la ciudad, decidió en 1894 enviarlo a estudiar a Estados Unidos con poco más de 10 años. La Isla vivía las tensiones de una guerra inminente, por lo que el prestigioso profesor pretendió evitarle riesgos y peligros a su hijo.

Seis años más tarde, regresaba a Cuba un muchacho aficionado a la elegancia, las juergas y la vida noctámbula de la Acera del Louvre, punto de reunión por excelencia de aquellos jóvenes a los que las finanzas familiares le permitían les más increíbles extravagancias, como la de fundar una potencia abakúa denominada Macaró Efó.

En 1906 al renunciar el presidente Tomás Estrada Palma y dejar acéfalo el gobierno de la joven República, Estados Unidos interviene de nuevo en los asuntos de la Isla. Al frente del segundo gobierno interventor Washington coloca a Charles Magoon, quien con la mayor tolerancia y para frenar los aires insurreccionales de la población dotó al país de una extensa gama de placeres mundanos, misión en la que se estima que derrochó todo el dinero acumulado en las arcas cubanas.

Temprano comprendió el joven Alberto que la vía más rápida para ascender en la sociedad cubana estaba en la política, de ahí que con poco más de 20 años se afiliara al Partido Conservador, del que llegaría a ser su presidente en el barrio de San Isidro, un poco al amparo del nombre de su padre y otro tanto por sus simpatías personales.

Antes de que se retirara de Cuba el último soldado norteamericano en 1909, ya Yarini contaba con influencias políticas y fama de hombre arriesgado, lo que se confirma en su enfrentamiento a tiros con un grupo de liberales en Güines. Días después alardearía ante su padre de ser un buen dentista por sacarle dos muelas a uno de sus adversarios de un solo disparo.

Cuentan que en sus paseos diarios atravesaba la calle de Obispo sobre un hermoso caballo, desde cuya altura repartía saludos a sus amigos y  a las mujeres, al punto de que muchos comerciantes salían a las puertas de sus establecimientos a verle pasar. Contaba además con dos hermosos perros San Bernardo, los que le acompañaban en sus acostumbrados recorridos por San Isidro.

Su belleza física, elegantes modales y rapidez en gastar el dinero ganado de la explotación de las prostitutas más hermosas de La Habana le alfombró el camino de la popularidad y la relación con influyentes políticos de la época.

De modales refinados en público, en el interior de su vivienda, en Paula 96,  imponía la más férrea tiranía a las seis pupilas que ocupaban el inmueble, las que llevaba tatuadas en sus cuerpos las iniciales A.Y. Cuenta que durante un almuerzo una de sus concubinas sopló ruidosamente la sopa y Yarini se levantó y le rompió la sopera en la cabeza. Después ordenó que le sirvieran a la agredida toda la sopa que quedaba en la cocina.

En tiempos en que el racismo distanciaba a los cubanos por el color de la piel, Yarini se caracterizó por tratar con igualdad a todos, al extremo que entre sus más sonados altercados se cuenta la violenta agresión al Encargado de Negocios de Estados Unidos en Cuba, al que rompió el maxilar y la nariz, por ofender al general independentista Jesús Rabí durante un encuentro ocasional en el café El Cosmopolita.

Tragedia en San Isidro

Con 20 años, Bertha Fontaine llegó a Cuba en 1909 del brazo del proxeneta Louis Lotot, considerado el más prestigioso proxeneta francés en La Habana, donde estableció su base de operaciones para futuras incursiones en la prometedora nación del norte. Poco tiempo llevaba su última adquisición en la Isla, cuando el marsellés Lotot realizó un viaje a California.

Al regresar el galo a La Habana encontró que la pequeña Bertha se había sumado al harén de Yarini, lo que provocó la elevación de las ya existentes tensiones entre los chulos franceses y cubanos. San Isidro era un campo de batalla en ciernes por el control de la Zona de Tolerancia.

La lucha por el dominio de la prostitución habanera había colocado a nacionales y franceses en dos bandos. Los extranjeros, conocidos en el bajo mundo como “apaches”, contaban con una mayor organización y recursos financieros para ser verdaderos artistas en el soborno del gobierno liberal, mientras los criollos, llamados “guayabitos” pugnaban por no ceder ante la opulencia de los galos.

En un principio Lotot dejó las cosas como estaban, incluso no hizo nada por recuperar a la bella parisina, pero el clan francés albergaba la esperanza de una revancha, la cual se las facilitó el propio Yarini, cuando el 19 de noviembre de 1910 se presentó ante la casa de Lotot para reclamarle las ropas de Bertha y, ante la pasividad del francés, retornó al siguiente día para gritarle que cuidara a sus restantes concubinas. Sin saberlo había firmado su sentencia de muerte.

Al atardecer del 21 de noviembre de 1910 en un café existente entonces en la esquina de Habana y Desamparados, ocho “apaches” acordaban la eliminación física del Rey de los Prostíbulos, como denominaban a Yarini sus rivales políticos del Partido Liberal. Antes de la caída de la tarde dos franceses se apostaron en la azotea de la casa marcada con el número 61 de la calle de Paula.

Poco antes de las ocho de la noche, al salir del inmueble marcado con el número 60 (hoy 178) de la calle San Isidro, Alberto Yarini tropezó con los franceses Louis Lotot u Jean Petitjean. Todo parecía un encuentro accidental, pero los galos llevaban las armas en la mano. Al escuchar los disparos, José Basterrechea, amigo Yarini y su compañero de recorrido esa noche, mató en el acto a Lotot de un disparo en la cabeza.

Testigos presenciales vieron correr dos hombres, mientras otros tantos yacían en el suelo de una calle solitaria. El detective José Marechal, acompañado de dos policías, detuvo a Basterrechea en la esquina con un revolver humeante entre las manos.

Yarini, herido mortalmente en el abdomen, fue trasladado a la Casa de Socorros. Su última acción fue asumir por escrito su responsabilidad en la muerte de Lotot para librar de culpa a Basterrechea. De poco sirvieron los empeños del doctor Fernando Freyre de Andrade, prestigioso médico y uno de los principales líderes del Partido Conservador en La Habana, por salvarle la vida.

El 23 de noviembre de 1910 fallecía los 26 años Alberto Yarini. Lejos de aplacar los ánimos, el hecho desencadenaría una corta, pero cruenta guerra entre “guayabitos” y “apaches” sedientos de venganza. Esa misma noche, un europeo moría en San Isidro atravesado por una lanza rústica, fabricada con un palo de escoba.

Horas más tarde, el coche en que regresaban varios franceses del entierro de Lotot fue atacado con el saldo de un muerto y un herido grave.

Convertido en una increíble concentración popular, en el velorio de Yarini, realizado en el hogar paterno de la calle Galiano, convergieron los más disímiles estratos de la sociedad habanera. Junto al presidente de la República, José Miguel Gómez y encumbradas figuras de la política, coincidió una larga fila de meretrices.

Durante el traslado de los restos al cementerio de Colón, el féretro fue cargado en hombros por los amigos de Yarini a todo lo largo de la avenida de Carlos III. A la altura de Zapata, el sepelio fue asaltado por varios franceses, quienes hirieron a varios acompañantes del cortejo. Bertha Fontaine, la manzana de la discordia, recibió una cuchillada en el pecho, la cual no impidió que llegara hasta el panteón de la familia Yarini.

Tras los trágicos sucesos, San Isidro se convirtió en un campo de batalla por la creciente rivalidad entre cubanos y franceses, al punto de que al arribar los conservadores al poder, el presidente Mario García Menocal dispuso el 23 de octubre de 1913 el cierre definitivo de la Zona de Tolerancia, el mismo lugar donde Yarini labró una leyenda que aún se resiste al olvido.
 

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