Voces cubanas: “No hay dignidad plena sin democracia plena”

Entrevista con Rolando Prats

Foto: Bartomeu Amengual

En Voces Cubanas conversamos en esta ocasión con Rolando Prats, (La Habana, 1959), poeta, ensayista, editor y traductor. Es fundador del proyecto PAIDEIA (1989-1991) y otros grupos de reflexión política de los 90. Posee estudios de grado y de postgrado en Lenguas Extranjeras, Pedagogía, Relaciones Internacionales, Historia y Filosofía, que ha desarrollado en Cuba y Francia. Textos y traducciones suyos se han publicado o antologado en medios impresos y digitales de Cuba y otros países. Es fundador y editor, desde 2016, del sitio web Patrias. Actos y Letras, y trabaja en las Naciones Unidas, Nueva York.

Desde hace algún tiempo la sociedad cubana se transforma social y económicamente y se visualizan demandas de diversa índole por varios sectores. ¿Está el diseño del Estado cubano en condiciones de absorber y gestionar esas demandas?

En Cuba, tanto el Estado como el Gobierno y el Partido son funciones del poder revolucionario, instancias que se subsumen unas a las otras desde la preeminencia de ese poder. Lo que está en el poder es la unidad del poder revolucionario, no sus instancias. La unidad de esas funciones es política. Ni el Partido es una instancia estrictamente política ni el Estado es una entidad estrictamente jurídica. Estado, Gobierno y Partido son conjuntos intercepción. La caracterización de ese Estado como “Estado de derecho” es problemática, pues entraña la pregunta por las condicionalidades y las supeditaciones, unas y otras políticas, de ese derecho.

A ello podemos reaccionar desde Montesquieu o desde una concepción del poder revolucionario como contestable, y contestado, pero no disponible, que se da en cada caso la forma que permita resolver o eludir la cuestión de la inadecuación de los medios a los fines; inadecuación que, por otro lado, está en la base de la lógica del capital, que es la de un medio cuya reproducción constituye su propia finalidad.

Hoy son otros los representantes, el lenguaje, y el imaginario de ese poder (en Cuba). Han penetrado en el lenguaje oficial figuras como familia, nación, república, Estado de derecho… Más recientemente, a propósito de la creación del Instituto de Información y Comunicación Social, se ha hablado de cultura de diálogo y consenso. Todas esas figuras discursivas comportan desplazamientos, reducciones de escala, clausuras, de énfasis y de horizontes.

Cuba, en ese lenguaje, se reacomoda, se normaliza, se empequeñece: país caribeño, latinoamericano, ya no “tercermundista” (figura polar de la emancipación), sino “del Sur” (figura geográfica de un orden mundial al que asimilarse y no al cual subvertir). No es que esas dimensiones hayan estado ausentes del discurso revolucionario cubano, es que han pasado de ser subordinadas (factuales y descriptivas) a ser definitorias (axiológicas e identitarias).

El horizonte comunista ha devenido la curvatura gravitatoria no de la práctica política, sino de su sublimación o desencantamiento en el discurso. Cuba llegó a ser el centro revolucionario del mundo cuando ya no lo eran ni Moscú ni Pekín. Hoy no es más que el sitio de sí misma, en su puro presente, del cual la noria periodística sigue acarreando el agua estancada de lo congelado en el tiempo.

Si asumimos que ese Estado es, no obstante, el de la Revolución todavía en marcha, entonces la idea de sectores y demandas pone en juego realidades tanto consustanciales como ajenas al proyecto revolucionario, pues la esencia de ese proyecto es la construcción de un pueblo político —es decir, hegemónico—, no de una comunidad cultural políticamente resuelta en electorado. Digo pueblo político en competencia no consigo mismo, sino con su propia idoneidad para hacer desaparecer toda escisión o contradicción del cuerpo social y propiciar la traducción de este en sujeto político del que Partido, Gobierno, Estado sean autoexpresión, y no instancias de contención y solución del rebose de lo social fragmentado.

Se suele hablar de diversidad como si se tratase de algo per se virtuoso, sin que se pregunte acerca de la posibilidad de que esa diversidad sea fragmentación y debilitamiento de nuestra unidad política como Pueblo, es decir, como pueblo político, no como mera comunidad humana, cultural, nacional. (En el contexto cubano) hay factores y expresiones de cambio que son absorbibles y que no se están absorbiendo, en lo social, por ese pueblo político.

Hay otros que no lo son, porque ni siquiera lo quieren ser. Allí donde el 27N llegó a ser síntoma, el Movimiento San Isidro (MSI) ya se había convertido en enfermedad. Si el 27N pudiera ser el límite de lo negociable, los agentes, la agenda y el discurso del MSI son el principio de lo que no se deja absorber. Una cosa es disentir, parcial o totalmente, de las prácticas, el discurso, los presupuestos ideológicos del Estado, y otra convertirse en agente pagado de la agenda contrarrevolucionaria del eje Washington-Miami.

No es entonces el diseño de ese Estado lo que determina su capacidad para absorber y gestionar demandas emanadas de la diversificación de lo social —diversificación que suele pensarse lejos de sus condiciones y derivas desigualitarias—, sino la correlación de fuerzas y las circunstancias de cada momento y las variables de cada decisión.

El factor decisivo en cada caso no es la legitimidad de lo que quiera o prefiera el Estado, sino la habilidad, política, para que lo que se demanda emane no de lo peor que ya sea, sino de lo mejor que, en otras circunstancias del mismo proyecto en que ese Estado se inscribe, podría ser. El Estado cubano, en definitiva, es menos ideológico que sus enemigos: sus victorias pueden ser sólo parciales; las de sus enemigos podrían ser sólo estratégicas.

¿Cuál es tu opinión sobre la intensificación de las sanciones contra Cuba durante la administración de Trump en medio de la crisis agravada por la pandemia y las consecuencias de esa intensificación para el país?

Que Trump le haya apretado al máximo las tuercas a Cuba no alteró en lo más mínimo el hecho de que Cuba, para Washington, es parte del mapa electoral de los Estados Unidos, no del mapa geopolítico del mundo. Marco Rubio, Bob Menéndez y María Elvira Salazar tienen mucho más peso en toda decisión que se tome en Washington con respecto a Cuba que lo que haga o diga el propio Gobierno cubano. Esas sanciones solas, o la pandemia sola, o el debilitamiento, que ya había comenzado antes, de la solidaridad continental efectiva con Cuba —económica, comercial, financiera, política, diplomática—, solo, no habrían bastado para dejar a Cuba en la situación en la que ahora se encuentra. Esa situación es resultado de la combinación de todos esos factores y circunstancias. De esas sanciones, son las relativas a las remesas familiares las que han asestado un golpe más duro a la nueva normalidad creada tras la normalización de las relaciones con los Estados Unidos. Normalidad que no dejaba de revelar erosiones y grietas en la hegemonía del proyecto revolucionario, ni de suponer amenazas para la consistencia del cuerpo social, pero que generó un margen de maniobra, en lo político, lo social, lo cultural, que el Estado no supo dinamizar en función de su propia agenda.

Aquella Cuba de 2016 parece ahora precozmente lejana, ilusoria. Tal normalización supuso una victoria política para Cuba, pues Cuba no tuvo que hacer ni una sola concesión para sentarse a la mesa de negociaciones, pero también supuso una lectura demasiado amable de la agenda de Obama, quien, según Cornel West, “tenía los símbolos (…) [y el] aplomo (…), pero no tenía el coraje”. Coraje que no podía tener porque no tenía la agenda que Cornel West le suponía. Biden ha sido otra prueba, si faltaba, no tanto de quién es Joe Biden como de quién es Barack Obama. A más de 60 años de trillado ese camino, el bloqueo no podrá lograr sino lo que hasta ahora: obstruir el desenvolvimiento autónomo, en su verdad, del proyecto revolucionario cubano, no socavar su viabilidad ni su durabilidad, por muy alto que sea el precio de esa resiliencia.

La actual dinámica socioeconómica genera cambios en la composición clasista y sectorial de la sociedad cubana y en sus dinámicas de desigualdad. ¿Cómo ves ese problema y sus posibles soluciones?

Esa dinámica se puso en marcha hace más de 30 años, a raíz de la capitulación de la URSS y de aquel momento de soledad sin fondo —o sin otro fondo que ella misma— de la Revolución.

Comenzó por la apertura a las inversiones extranjeras y el desplazamiento del énfasis hacia la industria del turismo y ha continuado con la expansión del sector privado a través del llamado trabajo por cuenta propia, sintagma en que trabajo parece mediar lo propio como atenuación de lo privado. Cualquier forma de privatización, por mínima que sea, es ajena y hostil a la idea comunista. Pero parece más fácil privatizar que socializar: lo primero tiene una historia desde hace mucho transfigurada en sentido común; lo segundo, propiamente, no se ha hecho nunca. 

Ese es, desde hace 30 años, el problema fundamental al que se enfrenta el proyecto revolucionario, pues conceder para sobrevivir, al tiempo que en la concesión se hace dejación de la posibilidad de la vida de la que esa sobrevida se supone paréntesis, deforma y socava desde dentro el propio proyecto.

El proyecto de liberación nacional, pero también de emancipación social, es genéticamente incompatible con la existencia de clases sociales antagónicas y de desigualdades, ya no sociales, sino de clase. ¿Qué hacer? ¿Dejar que se acabe de desvanecer nuestra singularidad o seguir apostando radicalmente por ella, ahora, con el capital político de que todavía se dispone? ¿Alternativas a la privatización bajo cualesquiera de sus formas? Hay una sola: socialización efectiva de los medios de producción por medio de la autogestión económica. Estado de trabajadores. No estoy seguro de que el Artículo 1 de la Constitución baste para definir a Cuba —tal vez constitucionalmente sí, pero no constitutivamente— como ese tipo Estado.

En un contexto económico y social tan complejo como el cubano, ¿cuál es el espacio que tiene hoy la crítica social?

El problema sigue siendo el mismo: la frontera que separa la crítica social —aún desde presupuestos políticos e ideológicos discordantes— de la confrontación, directa e irreconciliable, con el Estado. Demasiado a menudo se habla de crítica social donde debe hablarse de confrontación política. ¿Por qué el Estado cubano habría de rendirse a las exhortaciones de quienes lo interpelan desconociendo o poniendo en entredicho la legitimidad de ese Estado y exigiendo que se desmantele a sí mismo? A lo que hay que apuntar es a las posibilidades de ampliación de la crítica social sin rebasar esa frontera política.

La última palabra en la determinación de esa posibilidad la tiene el Estado, pero para que ese espacio se amplíe es imperativo que la primera palabra la tengan propuestas y acciones pertinentes. Exhortaciones a plebiscitos o rebeliones que no podrán tener como resultado, en las condiciones internas y externas del país, leoninamente desiguales, sino un cambio de régimen, no se corresponden ni con la legitimidad ni con la beligerancia del Estado a que se enfrentan ni con la correlación social de fuerzas en que se asientan no sólo esa legitimidad y esa beligerancia, sino además la viabilidad de ese Estado, y menos aún con todo lo que está en juego —la supervivencia no de Cuba, sino de su proyecto de emancipación social, que toda vuelta al capitalismo clausurará de una vez por todas—. Exhortaciones de ese tipo son, por tanto, impertinentes e inaceptables.

Quienes se oponen hoy de esa manera al Estado cubano —en confrontación absoluta, de principio, sin regreso— se han hecho, o se han dejado hacer, un cuento que nada tiene que ver con las constantes de la ecuación que se proponen resolver: Cuba no es ni la Polonia de Solidarnost ni la Sudáfrica del apartheid.

Hay ahí una incapacidad no ya sólo para aceptar, sino también para comprender la singularidad del proceso político cubano. ¿Dónde está el proyecto nacional —más allá de su sublimación jurídica— de la contrarrevolución? ¿Dónde la capacidad y los recursos, por no hablar de la experiencia, de esos nuevos agentes políticos, en Cuba y en el mundo, para gestionar eficazmente nada, y menos aún un país en crisis? La respuesta a ambas preguntas es una sola: en Miami, en sentido literal y figurado; es decir, en Washington.

Desafortunadamente la diferencia entre hacer política y, sencillamente, hablar de política en las redes sociales se ha ido desvaneciendo. Por ello hoy se confunde la esencia de lo político —construcción, mediante la organización, de un sujeto colectivo, de un nosotros, de una comunidad por venir— con el epifenómeno de su comentario.

Existe hoy un gran debate sobre el financiamiento extranjero de proyectos dirigidos a la subversión en Cuba. ¿Cómo entender ese fenómeno en el contexto político, económico y social cubano?

Por la propia crisis económica ha aumentado el pool de candidatos que optan por beneficiarse de ese financiamiento, con fines directos e indirectos de subversión política. Por esa misma crisis, y todo lo que la acompaña, han aumentado las expectativas en el eje Washington-Miami de que esta vez sí está en las últimas el poder emanado de la Revolución.

A ello se suma la proliferación, al parecer indetenible, de medios —digitales o asociativos— y de agentes probadamente financiados no sólo desde el extranjero sino desde una particular agenda política —derrocamiento del Gobierno cubano y desmantelamiento del Estado de la Revolución—, y tal vez hasta un cierto desplazamiento del umbral de lo que es moralmente aceptable respecto a la posibilidad de beneficiarse financieramente. Ese financiamiento es una frontera que delimita dos maneras, irreconciliables, de hacer política en Cuba.

Parecería que el discurso periodístico ha sustituido, en alguna medida, los procesos jurídicos en el caso de acusaciones sobre vínculos de personas o entidades con proyectos de subversión y “cambio de régimen” contra Cuba. ¿Qué opinión tienes sobre este problema?

Estamos en presencia de conflictos sociales y políticos —con sus correlatos discursivos e ideológicos— que desbordan tanto lo jurídico como lo policial en su sentido, lato, de aplicación de la ley y que revelan la dificultad, política, del Estado para: 1) Discernir la singularidad —por su origen y su agente— de cada práctica discursiva, y su consistencia, es decir, su correspondencia social; y 2) Discernir la viabilidad de cada una de esas prácticas —es decir, su punto de confluencia con las del propio Estado en lo que tengan de universalidad compartida—, a fin de incorporar y asimilar lo que sea orgánico y evacuar como ruido residual el resto, potenciando su viabilidad y atenuando o extenuando su incongruencia.

El Estado tiene tanto derecho a defenderse de quien debe, como el deber, a la vez necesidad política e imperativo moral, de no defenderse de quien —y de no alienar a quien—, aún desde líneas de disenso, lo siga interpelando como instancia decisoria legítima e instancia política universal. No hay hegemonía política sin escisión del cuerpo social que esa hegemonía ocupa, pero esa escisión no tiene por qué resolverse de manera contraproducente en actos de censura, exclusión y represión innecesarios y, por tanto, ilegítimos y, lo que es peor, por defecto autodeslegitimantes.

Menos aún tiene motivos para resolverse en actos de caracterización no sólo errónea, sino miope, de aquello que la propia Revolución ha generado desde su imaginario y sus obras, y que lo rebosa y hasta lo rebasa, extendiéndolo, no limitándolo, y todavía menos revirtiéndolo. Es hora ya de que lo policial se supedite a lo político. Pero eso político a lo que lo policial se supedite debe, a su vez, observar plena correspondencia, sin excepciones convenientes, con el cuerpo de su figuración jurídica. No sólo la Constitución y demás leyes habrán de ser letra viva, sino que el espíritu político que las sostiene no ha de agotarse en esa letra. Es esa una diferencia más entre la política y lo político.

¿Cuáles crees que son los desafíos más complejos para el socialismo cubano en este momento?

Abundan los retos, escasean los recursos, son estrechos los márgenes de maniobra y desfavorables las coyunturas. Crispados están los ánimos. Emponzoñado el lenguaje. ¿Qué hacer? Preguntarse —y responderse— por dónde empezar… No sin antes haberse respondido adónde se quiere ir o, saber, —lo cual es más urgente—, adónde se ha llegado. De lo contrario, la pregunta por el país que se querría llegar a ser partiría de una asunción demasiado riesgosa: la de que ya se sabe qué país somos, y por qué, y qué país podemos llegar a ser y cómo.

Se habla siempre, en primera instancia, de lo económico, como si hubiese que empezar, siempre, por lo material. Como si se tratase de satisfacer no necesidades humanas, sino necesidades materiales. Ser humano es saber que se tienen necesidades. Poder satisfacerlas humanamente es el origen mismo de la idea de dignidad. Se trata, entonces, no de empezar por lo económico, sino de empezar por lo humano. Sólo que lo humano no es algo dado, sino una construcción de sentido cuya universalidad está siempre en disputa. Ni comienza después de lo animal ni se agota en el acto de satisfacer esas necesidades. Lo humano reside en la conciencia y la decisión misma de lo que es necesario.

El principal de esos desafíos no es entonces económico. A corto plazo —es decir, ya— se trata de absorber políticamente la cada vez más tangible presión social, sobre todo entre quienes hoy rondan los 30, por liberalizar la vida del país en todos los órdenes —desde la participación política democrática directa hasta la producción, sin trabas insostenibles o superfluas, de arte o pensamiento no menos directamente político—, de modo que esa liberalización no sea la (mediada) que sobrevendría tras un hipotético cambio de régimen, sino el nombre de una auténtica —y todavía posible— “revolución social” en la Revolución, al mismo tiempo que se trata de reinscribir todo esfuerzo que se emprenda en ese sentido en la idea y el horizonte comunistas.

Si, como se ha dicho, no hay comunismo sin movimiento comunista, tampoco hay movimiento comunista sin deseo de comunismo. ¿Cómo generar y satisfacer ese deseo ahora? Mediante un doble proceso de transformación liberadora y reocupación del imaginario colectivo. Reocupación que es, también, un acto de redenominación. Todavía es posible socavar el equívoco del anticomunismo reflejo restituyéndole a su imaginario invertido su nombre extraviado. Lo social de esa revolución, de una vez por todas, es indiscernible de lo político. La sociedad no sólo como escenario, sino también como sustancia de lo político. El Estado, por su parte, habrá de seguir siendo sustancia de la política. Una política al servicio de lo político, y no a la inversa: el Estado revolucionario; no como límite de lo político reducido a la política, sino como instancia e instrumento de la política de lo político.

A quien todo esto le parezca lastimosamente abstracto o delirantemente errabundo, recordémosle que de lo que se habla aquí es de una cadena de mediaciones concretas entre la sociedad (lo político) y el Estado (la política). ¿Quién sino el Estado es el garante de la continuidad institucional de la posibilidad de relanzar el proyecto frente a propuestas políticas maniatadas por el dogma de que pluralismo significa pluripartidismo y de que democracia significa sólo elecciones, representación, parlamentarismo? ¿O de que únicamente el capitalismo es capaz de producir y sostener bienestar, por muy desigualmente que esté distribuido? ¿O, lo que es fundamental, de que en el bienestar se agota el fin y el sentido de toda existencia?

“Los comunistas no son un partido aparte.” Así, se sabe, dice el Manifiesto. También se sabe que aquel postulado tenía un presupuesto realmente existente: el movimiento obrero, el mundo del trabajo como mundo por venir. ¿Dónde está ese mundo en Cuba?

El mundo del trabajo no es el mundo de la propiedad, es el mundo de la realización de su universalidad emancipada en la abolición de la división y alienación que toda propiedad económica privada o individual supone. Allí donde esté ese mundo deberán estar los comunistas, deberá estar el partido de los comunistas, con mayúsculas o con minúsculas. Siempre es más fácil conquistar el poder del Estado que conquistar el poder, elusivo pero tangible, de la sociedad. Ese es el gran reto hoy y lo ha sido siempre: conquistar el poder de la sociedad, serlo.

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