La mala palabra (IV): viaje al centro de la hembra

La vulva se mueve en un campo semántico que, así como sucede con el pene, aporta creatividad e imaginación en el habla popular.

Ilustración: Brady.

Advertencia 1: En esta serie dedicada a las llamadas “malas palabras” he insistido sobre el carácter muchas veces voluntarioso, antes que objetivo o científico, que incide en la formación de tabúes o desplazamientos peyorativos en el uso de la lengua. Nada le es ajeno a los estudios lingüísticos, más allá de normas, preceptos y clasificaciones. El idioma que hablamos hoy es el resultado de desplazamientos, modificaciones y reconversiones que resultaron turbias y difíciles de asimilar.

Advertencia 2: Dicho lo anterior, usted decide si continúa leyendo o se aleja. Hoy nos asomamos “lengüísticamente” a un lugar, de proporciones variables, pero cuyo tamaño no determina su relación entrañable con la vida y también, por qué no, con el placer: la vulva.

En la entrega que dedicamos hace unos meses al pene, se afirmaba que el que hace referencia a él es quizás el campo semántico más amplio que existe en nuestra variante del español dedicado a un elemento específico de la anatomía humana. No obstante, la vulva también aporta creatividad e imaginación en el habla popular.

En casi todas las tradiciones culturales esa zona de la anatomía de la mujer ha estado sujeta a numerosos procesos de metaforización, generalmente de carácter eufemístico. Suelen poner de relieve la relación de esa parte del cuerpo con el nacimiento de la vida. La literatura, por ejemplo, registra variantes como “el pozo”, “la fuente”, “el manantial”, etc. Y muchas de ellas pasan sin problema alguno al habla popular con usos más o menos coloquiales: “me perdí en tu fuente”, “quiero nacer de ese manantial”, “déjame naufragar en ese pozo”, entre otras muchas.

También pueden existir variantes menos eufemísticas que califican la zona como territorio del peligro, como un universo pecaminoso o ignoto: “el agujero”, “el hueco”, “la gruta”, “la cueva” o, como lo imagina un célebre cuento de Bocaccio, “el infierno”. En la tradición cubana tenemos, en ese sentido, dos exquisitos aportes paranomásicos: “la pelúa” (por la similitud con un tipo de arácnido silvestre conocido como “araña pelúa”) y el “chicharrón con pelo” (por su semejanza visual con esa delicia gastronómica elaborada a partir de la piel del cerdo).

En el lenguaje infantil y preadolescente, encontramos el término “toto” (y sus variantes tota, totico, totica, totejo). Esta variante es una clara asimilación de tipo onomatopéyico que muchos preservan como forma eufemística para conversaciones de tipo más formal. Las nuevas generaciones llaman también a la vulva “la sonrisa vertical”.

El asunto más complejo en términos de asimilación, como siempre, radica en la zona de los disfemismos o usos vulgares de la lengua. No obstante, habría que reconocer que ahí no andamos solos, pues cada región hispanohablante de las Américas, incluida acá la variante originaria en la península ibérica, posee sus propios repertorios para hacer referencia a tan “delicado” componente.

Como prueba de que los disfemismos tienen una connotación absolutamente sociocultural, podemos leer sin ningún tipo de sonrojo o incluso con algún tipo de consideración candorosa términos como “chucha”, “concha”, “choro”, “sapo”, “zorra”, “cachí”, “cajeta”, “coneja”, “hachazo”, “la amiga”, “pachula”, “papona”, “papu”, “pochola” o “empanada”. Ninguno de ellos alcanza para sonrojar a un cubano en una conversación cotidiana.

Muy diferente suenan a nuestros oídos elaboraciones como “papalla”, “chocha”, “bollo”, “perilla” o “bembo”, cada una de ellas con variaciones de diversa naturaleza e intensidad. “Papalla” y “chocha” están bastante extendidos en el español de Cuba, pero cada vez más tienden a ser sustituidos por “bollo”. La familia de “chocha”, tiene a “chochón”, a “chocho” o a “chochete”. He preferido aquí asumir una licencia “lengüística” al escribir “papalla” con elle y no con la ye con que aparece en el término original que hace referencia a la fruta (carica papaya, en latín) y con el que se le designa universalmente, sea en español o en otro idioma que haya importado el término.

Al escribir “papalla” reconocemos que estamos nombrando otra cosa que, aun cuando parece fruta, no lo es. Papalla tiene intensificador en “papallón” y ambos son términos bien sonoros en el habla cotidiana. “Me sale de la papalla”, “por mi santa papalla”, “yo sí tengo tremenda papalla” y, muy recientemente gracias a la música popular, “una papalla de cuarenta libras”, suelen dejar muy claramente definida una posición de absoluto poderío femenino.

Y aún más, puede reinventarse en usos imaginativos como parte de las luchas por la reivindicación de lo femenino en nuevas corporalidades. Hace unos meses me topé con un maravilloso grafitti por las calles de La Habana que rezaba: “mi papaya es imaginaria”, descubriendo unos días después al autor-a-e de aquel portento gráfico.

Más ramificaciones tiene el término “bollo”, hoy muy popular en la isla. Así, tenemos intensificadores como “bollón”, “bollango”, “bollongo”, “bollolongo” o “bollardo”; variantes mixtas muy recientes como “bollopingo”; o formulaciones perifrásticas como “el ojo del bollo”. Esta última siempre me ha parecido muy creativa en tanto trata de imaginar un centro al interior de otro centro, un dispositivo vigilante situado a la entrada de aquel refugio. Si situarle un ojo a aquello parece simpático, no lo es menos asociarlo a otras formas de los corpóreo. Es el caso de la variante “perilla”, muy usada en ambientes rurales e informales, o el establecimiento de una similitud de la vulva con los labios humanos a través de la palabra “bembos”. Más hacia el entorno de lo frutal se situarían términos como “chirimoya” o “mamey”.

He dejado para el final a la variante que muchas consideran como una de las palabras más malsonantes del español de Cuba: “la crica”. Sonoro y retador desde su pronunciación misma, es vocablo que genera repulsión inmediata en numerosos círculos. Sin embargo, hoy parece vivir una nueva época gracias a un reciente éxito musical que ha puesto en contacto a muchos hablantes con el término, situado esta vez en otro registro del debate público y cultural. A su favor hemos de decir que la palabra está documentada en el español peninsular, aunque el origen etimológico es bastante oscuro todavía. El lingüista español Antonio Tovar, en sus comentarios a los rastreos de Guillermo Cabrera Infante para la escritura de La Habana para un infante difunto, nos deja varias evidencias de las que extraigo solo tres fragmentos para conocimiento del lector.

Señora fermosa e rryca,

yo querrya rrecalcar

en esse vuestro aluañar

mi pixa qu´es grande o chica;

commo el asno a la borrica

vos querrya enamorar;

non vos ver, mas apalpar

yo desseo vuestra crica.

(Cancionero de Baena)

 

Y orden te plaze

pon en mi miembro, algo que alce

las venas vejazas, questán desseosas

de ver sus narices sañudas mocosas

y haz que queden así tan eternas,

que a todas las cricas futuras modernas

espanten y pongan menazas furiosas.

(Cancionero de obras de burlas)

 

Assí razonando la puerta passamos

a do concurría tan gran cañatío,

que allí do el yngresso más era vazío

carajos y cricas encuentros nos damos.

(Cancionero general)

Sin dudas, muy eruditas las fuentes, aunque no exentas de la atmósfera de relajo que suele convocar tan sonoro término. Lo más interesante es que el nuestro (crica) destaca hoy por su singular mecanismo para ser descubierto. No reposa a la vista pública, no atenta contra ningún pudor colectivo. Se nos alerta de su presencia, pero solo se accede a su visión por debajo del agua.

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