Belchite, eterno testigo de los horrores de la guerra

El pueblo que quedó detenido en el tiempo.

Puerta de la iglesia de San Martín con la jota escrita por Natalio Vaquero al abandonar Belchite.

“Pueblo viejo de Belchite ya no te rondan zagales, ya no se oirán las jotas que cantaban nuestros padres”. Ese texto escrito hace ya muchos años por Natalio Vaquero, uno de los últimos habitantes en abandonar el pueblo de Belchite, aún puede leerse en la puerta que da acceso a las ruinas de la Iglesia de San Martín.

Belchite es en la actualidad un pueblo abandonado, un pueblo fantasma, una atracción turística a la que solo se puede acceder mediante visitas guiadas para intentar mantener intactas sus ruinas, las piedras que nos cuentan su historia. Una historia de guerra, de sangre, de dolor.

Arco de la Villa, una de las entradas a Belchite Viejo y por la que hoy solo pasan turistas.

Recién se iniciaba la Guerra Civil Española y Belchite, un pueblo de unos 3000 habitantes, ubicado a 50 kilómetros de Zaragoza, era regido por el alcalde socialista Mariano Castillo, cuando fue tomado por miembros de la Falange y la Guardia Civil, afines al bando sublevado. Castillo fue apresado junto a otras 170 personas simpatizantes con la república, logró suicidarse, pero el resto de los prisioneros fueron pasados por las armas y el pueblo quedó en manos de los franquistas.

Un año después, el 24 de agosto de 1937, el bando republicano lanzó una ofensiva sobre Belchite. Unos 30.000 soldados de la República y de las Brigadas Internacionales equipados con 90 aviones Polikarpov I-15 e I-16 soviéticos (conocidos como “chatos” o “moscas”), más de 100 blindados, y diversas piezas de artillería desataron una tormenta de proyectiles sobre el poblado.

Parte del pueblo y fachada de la iglesia de San Martín.

De los bombardeos se pasó al combate terrestre y luego a la lucha por cada centímetro de tierra, casa a casa, cuerpo a cuerpo. Los vecinos no podían salir a las calles por el asedio de los francotiradores, la Calle Mayor se convirtió en una verdadera vía de la muerte. Para poder moverse, organizar las defensas y evacuar los heridos y los muertos, los sitiados tuvieron que abrir boquetes en las paredes para ir pasando de una casa a otra.

Vista de la calle Mayor, la calle de la muerte hace 84 años.

La Iglesia de San Agustín fue el lugar donde murieron más combatientes, pues en algún momento de la batalla estuvo ocupada por tropas de ambos bandos que se disparaban entre sí a muy escasos metros. Los franquistas se habían atrincherado en la torre, mientras los republicanos tenían en su poder el resto de la iglesia.

Fachada de la Iglesia de San Agustín.
Iglesia de San Agustín donde se produjeron los combates más cruentos y cercanos.

El número de bajas fue enorme. El 6 de septiembre, cuando las tropas republicanas lograron reducir a los franquistas, había cadáveres descomponiéndose por todos lados y sangre, mucha sangre salpicando las calles y paredes del pueblo. Se dice que hay más de 6000 cuerpos enterrados y dispersos por todo Belchite.

Los muertos franquistas se incineraron en la Plaza Vieja de Belchite. Actualmente hay en ese lugar una enorme cruz de hierro como homenaje a los caídos del bando nacional.

Torre mudéjar de la iglesia de San Juan, donde estaba el reloj que se detuvo al comenzar la batalla y cruz de hierro levantada por los franquistas en honor a sus muertos.

Seis meses después Franco, herido en su orgullo, se encaprichó en recuperar Belchite. Y lo consiguió. Los nacionales se hicieron nuevamente con el pueblo y apresaron a los republicanos que no habían muerto en esta nueva batalla. Al concluir la Guerra Civil el Caudillo ordenó mantener el pueblo como estaba, en ruinas, como muestra de la “barbarie roja”.

Usando como mano de obra a los prisioneros, confinados en un campamento llamado Rusia, el gobierno de Franco dispuso la construcción de otro Belchite, justo al lado del destruido y que hoy se conoce como Belchite Nuevo. Ah, y dato curioso, el Generalísimo se quedó con el Belchite en ruinas y prohibió a los vecinos que reconstruyeran sus casas, pero eso sí, los hizo pagar por los terrenos y la construcción del nuevo pueblo.

A Belchite llegamos de la mano de un buen amigo y mejor compañero de viaje, conocedor de la historia de su país y de esas personas que disfrutan contándola hasta el más mínimo detalle.

Hicimos el tour junto a unas 15 personas, con una guía amable, a la que escuchábamos con auriculares. La voz de la guía, nuestros pasos sobre la grava y nada más. Si uno aguzaba el oído se podía escuchar el silencio sepulcral de Belchite. Caminábamos en grupo, pero yo me sentía solo mientras fotografiaba ese pueblo destruido por el odio. Veía a mi esposa, a mis amigos, pero sentía en el pecho una soledad muy grande, una opresión. La experiencia de visitar Belchite es estremecedora.

Arco de la Villa visto desde el interior del pueblo, aquí comienza la Calle Mayor, uno de los sitios más peligrosos durante los combates.

Belchite es un pueblo que quedó detenido en el tiempo, como el reloj de una de sus iglesias, la de San Juan, que se paró al comenzar la batalla y jamás pudo ser reparado, a pesar de varios intentos y de que fuera trasladado a la torre de la iglesia de Belchite Nuevo.

Al igual que el reloj Belchite Viejo sigue ahí, parado en el tiempo, en ruinas pero en pie, aún con las huellas de las balas y las bombas, deteriorado por los combates y el peso de la historia, para recordarnos los horrores de la guerra, esos que no deberíamos vivir nunca más.

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