Ladrillos

Como buen cubano siempre soñé con tener un Lada, que era también el sueño de mi padre y el de todos sus amigos.

Foto: Alejandro Ernesto.

Como buen cubano siempre soñé con tener un Lada, que era también el sueño de mi padre y el de todos sus amigos, que era también el de todos los cubanos, aunque pocos lo alcanzaban y muchos tenían que conformarse con un Moskvitch o un diminuto Fiat Polsky, en el mejor de los casos.

En mi infancia el Lada era El Carro, así con mayúsculas, más popular y utilizado en Cuba. Era el carro de los “pinchos”, en especial aquel modelo 1600 color azul ministro. En un país con eternos problemas de transporte, tener un auto —y más un Lada—, era símbolo de jerarquía, aunque los Ladas también llegaron a los obreros y campesinos más humildes.

Los robustos e incómodos Ladas aterrizaron a Cuba a finales de la década del 60, procedentes de la ex URSS, por suerte los hermanos bolos también nos enviaban generosas cantidades de combustible, lo que nos permitió disfrutar esos autos que, de tan poco eficientes y gastadores, bautizamos como dragones y que llevan ya más de 60 años rodando por toda la isla.

Mi sueño se cumplió un buen día y durante años fui el feliz propietario de un 2107 que me ayudó a conocer mejor mi país. Con él recorrí la isla de punta a punta varias veces, unas trabajando, otras por placer. Fueron viajes calurosos, casi asfixiantes, en mi cafetera sin aire acondicionado, pero que disfruté sin que el Lada querido me diera el menor de los problemas.

Y si lo hubiera dado, no importaba, pues tras tantos años lidiando con estos autos nuestros mecánicos se han convertido en verdaderos expertos, capaces de reparar un motor con los ojos cerrados, o de hacerle innovaciones y adaptaciones de todo tipo que harían caerse de fondillo a los ingenieros rusos que los diseñaron. Cualquier mecánico cubano es capaz de hacer modificaciones en el motor o el carburador de un Lada para hacerlos más eficientes, cambiar el sistema de embrague a uno por cables, instalar elevalunas eléctricos y mil cosas más que hacen a un Lada subir de categoría y, por supuesto, de precio.

Hoy, gracias a nuestras complicadas e inexplicables leyes de mercado, el Lada, el Lada ruso-cubano, debe ser el único auto en el mundo que, mientras más envejece más aumenta su valor. Con sus líneas cuadradas y sesenteras un Ladrillo [dígase Lada] volao, escopeta de verdad, aunque tenga 30 o 40 años, puede llegar a costar hasta 30.000 usd, mientras que los más descuajeringaos se encuentran por 15.000 billetes verdes.

Pero reparar o rearmar un Lada en Cuba tampoco es un problema, porque para encontrar repuestos están las tiendas del estado, en las que algo se encuentra y el black market, o directamente las mulas que traen las piezas desde la mismísima Rusia, a veces de Panamá y (esto es Cuba, no os asombréis de nada) del mismísimo Miami, donde en dos o tres tiendas se pueden encontrar las piezas necesarias para armar un Lada desde cero.

Siempre que en mis andanzas por el mundo veo un Lada, no ruso, sino los Made in URSS, me entra un ataque de nostalgia. Ahora viviendo en Jerusalén un buen amigo y colega siempre anda con la broma, imposible de materializar allí, de que me compre un Lada. No lo haré, pero reconozco que a veces la añoranza me pega fuerte y la idea me tienta. El Lada, más en las condiciones de Cuba, es un carro al que se le coge cariño, del que uno se enamora a veces para toda la vida.

Hace ya muchos años escuché de un amigo, al que le habían otorgado un Lada por su centro de trabajo, algo que podría aplicarse a todos los cubanos: “Compadre, me dijo, desde que tengo el carro mi anatomía ha cambiado, ahora mi cuerpo se divide en cabeza, tronco, extremidades y Lada“ y es que el querido Ladrillo llegaba a nuestras vidas a formar parte de nosotros mismos, para quedarse eternamente y aún hoy lo hace. 

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