Vecinos

En Jerusalén, mi casa colinda con el barrio de Mea Sharim, construido en el siglo XIX y en el que viven únicamente judíos ultraortodoxos.

En el barrio de Mea Sharim, Jerusalén.

A mis vecinos les gusta la música, pero no escuchan reguetón (a Dios gracias); tienen largos pelos y no son roqueros; estudian muchísimo sin ir a ninguna universidad y visten de negro pero no se dedican a perseguir extraterrestres. Mis vecinos son judíos ultraortodoxos.

En Jerusalén, mi casa colinda con el barrio de Mea Sharim, construido en el siglo XIX y en el que viven únicamente judíos ultraortodoxos. Los Jaredíes, que significa temerosos de Dios, viven aterrorizados de violar las leyes divinas y eso los hace ir por la vida con un pie en el presente y otro en el pasado. Los hombres no trabajan, se dedican únicamente al estudio de la Torá, suelen empezar muy jóvenes y hay abuelos que aún van diariamente a las Yeshivás a sumergirse en los textos sagrados.

En el barrio de Mea Sharim, Jerusalén.

Visten de manera anticuada, usan móviles primitivos, que un poco en broma llaman “celulares kosher”, y pocos se atreven a usar un smartphone o conectarse a Internet. En las paredes del barrio cuelgan carteles con las orientaciones de los rabinos, aún funcionan teléfonos públicos y en sus casas no tienen televisión, pues la consideran una fuente de perversión, fundamentalmente sexual, que podría desviar a los varones de su función primordial en la sociedad jaredí: el estudio de la Torá.

Teléfonos públicos en Mea Sharim.

Los hombres jaredíes llevan siempre enormes barbas y largos bucles o tirabuzones al lado de las orejas. Visten de negro y blanco y van siempre ataviados con un grueso abrigo que no sé cómo aguantan en el insoportable verano de Jerusalén. En su indumentaria jamás puede faltar la kipá, ni el sombrero también negros. Siempre van apurados, siempre con una jabita en la mano.Las mujeres deben vestir de forma “modesta” y suelen usar faldas hasta los tobillos y blusas de mangas largas. Su look es totalmente vintage y las casadas deben llevar siempre peluca o un pañuelo que cubra su pelo natural, pues no hacerlo se considera una provocación. Tan anticuadas son sus costumbres que en los accesos al barrio colocan carteles que advierten que las mujeres, aunque no sean religiosas, deben entrar vestidas de forma “correcta”. Cuando un ultraortodoxo se cruza con una mujer vestida de forma moderna invariablemente desvía la mirada.

La gente de mi barrio se toma muy en serio el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”. A pesar de que su religión solo les permite fabricar los bebés la noche del shabbat, o sea, un día a la semana, la cosa les sale bien. En Mea Sharim la media es de 7 hijos por matrimonio y la mayoría sobrepasa esa cifra. Por ello el barrio está lleno de fiñes y es muy común ver que los hermanos mayores se ocupen de los menores mientras los padres leen y las madres cuidan de la casa.

Mis vecinos normalmente no son ruidosos, si acaso de vez en cuando se escuchan en casa cánticos religiosos entonados en alguna sinagoga cercana. Pero el silencio es total durante el shabbat, día en que los jaredíes, por mandato de Dios, no pueden encender fuego y por extensión, ningún aparato electrónico. Yo, que vengo de vivir el eterno bullicio de mi amada Habana Vieja o de mi no tan bien recordado Alamar, disfruto mucho ese día y suelo sentarme en el patio a disfrutar del silencio, del fresco de la tarde y de una infaltable cerveza.

Los jaredíes, mis vecinos, tienen fama de ser hoscos y agresivos con quien que invade su territorio, aunque conmigo han sido cordiales y simpáticos las veces que he entrado a retratarlos en Mea Sharim, y eso que he ido en mi indumentaria habitual, con las canillas al aire. Es verdad que lo he hecho acompañado de un buen amigo, argentino de origen judío, que habla hebreo y tiene un carisma capaz de abrir cualquier puerta en este mundo.

Pero otra cosa es el shabbat. Ese día dedicado al Señor mis vecinos se lo toman muy en serio y cierran con vallas los accesos al barrio para evitar que pasen los autos y, según me han contado, pueden lanzar piedras a los que osan entrar en sus predios. Un par de veces el GPS me ha metido por las calles de Mea Sharim para llegar a casa (es el camino más corto) y si bien no me han lanzado ningún pedrusco, sí me han regalado unas miradas de odio que me han hecho salir que jode de ahí y tarareando aquello de “si tu mirada matara…”.

Mis vecinos son una comunidad muy cerrada. Estamos muy cerca y a la vez muy lejos, nos cruzamos diariamente a centímetros uno del otro, pero nos separan siglos de tradiciones. Tal vez eso haga que su modo de vida me atraiga tanto. No al punto de convertirme pero sí de querer conocer más sus vidas, sus historias y poder retratar el interior de un mundo del que, de momento, solo veo la superficie. Es misión difícil, casi imposible, pero soñar no cuesta nada.

 

 

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