El tiempo, todo el tiempo

La historia que vamos construyendo entre el nacer y el morir, a fin de cuentas, son muchos pedacitos de tiempo.

He tomado un verso del poema “Testamento”, del poeta Eliseo Diego, para titular esta entrega de “Por el camino” y así, además de homenajear en su centenario al célebre escritor cubano, hacer pública una obsesión particular.

De un tiempo a esta parte, puntualmente tras estos meses de confinamiento, donde tengo el privilegio de gozar de un tiempo que en mi rutina cotidiana y antes de la llegada de la pandemia nunca disfruté…  Pienso en el tiempo, todo el tiempo.


No me refiero a la unidad matemática en que lo dividimos o a la tiranía del reloj que nos marca cada segundo. Es una mirada dialéctica y hasta filosófica de cómo adoptamos el tiempo y hasta nuestro tiempo. Ese trance de vida. O la historia que vamos construyendo entre el nacer y el morir que, a fin de cuentas, son muchos pedacitos de tiempo.

No estoy descubriendo nada. Esto ha sido un tema constante a lo largo de la historia de la humanidad. Al menos, desde que tenemos registro de que existe el pensamiento.

Los filósofos idealistas de la antigua Grecia como Aristóteles sostuvieron que “el tiempo es la medida del movimiento según el antes y el después”.

Desde esa conceptualización aristotélica, el tiempo es movimiento, como lo define la física. Ahí entra a jugar Isaac Newton. En el siglo XVII, el también filósofo, físico y matemático inglés, célebre por establecer las bases de la mecánica clásica a través de sus tres leyes del movimiento y su ley de gravitación universal, estimó en su obra cumbre Principios matemáticos de filosofía natural, dos tiempos: uno absoluto (verdadero y matemático) y otro relativo (sensible y externo de la duración por medio del movimiento).

Un siglo después, el filósofo prusiano Immanuel Kant expuso que el tiempo es una forma de intuir lo acontecido. O sea, es una distinción exclusivamente del ser humano.

Estas reflexiones las hago al filo de mis 40, cuando descubro que comienza a asomarse tenuemente un claro en mi vértice craneal, a la altura de la coronilla y se despejan de cabellos mis sienes. O sea, sin más vuelta: la calvicie común masculina ha llegado sin ni siquiera tocar a mi puerta.

“Me consuelo comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”, nos escribió Eduardo Galeano, quizá para escudarse llegado este momento. En lo adelante, lo repetiré cuando me hagan notar que no me hace falta ir al barbero.

De ahí que mi descubrimiento no ha sido motivo particular de depresión, como nos han impuesto a lo largo de los siglos los estándares de una belleza hegemónica. He tomado ese acto natural de la calvicie como un lindo paso del tiempo y hasta de lo vivido.

Por ello, comienzo a mirar por mi cámara el tiempo detenido en microsegundos de una escena y me cobijo, para darle sentido a la instantánea, en el testamento del sabio Eliseo, quien nos dejó después de una intensa vida vivida… el tiempo, todo el tiempo.



Testamento

Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;

habiendo llegado a este tiempo;

y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;

habiendo llegado a este tiempo;

y perdida ya toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el manar sereno de la sombra;

y no poseyendo más que este tiempo;

no poseyendo más, en fin,
que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;

no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;

decido hacer mi testamento.

Es este:
les dejo

el tiempo, todo el tiempo.

(Eliseo Diego)

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