Mi vieja, siempre tan cerca en la lejanía

Mi querida vieja tiene la enorme capacidad, el superpoder, de hacer añicos cualquier lejanía.

Foto: Kaloian Santos.

A finales de diciembre de 2021, tras un par de años impedido de viajar por la pandemia, volvimos a abrazarnos en Cuba con mi madre, Marlene. Por espacio de cuatro semanas convivimos bajo el mismo techo los dos. Los  últimos diez días un resultado positivo a la COVID-19 hizo que me quedara encerrado en la casa. Por supuesto, mi contacto más estrecho era mi vieja. Así que, por suerte, asintomáticos los dos, compartimos una cuarentena memorable. 

Durante ese tiempo de aislamiento fotografié a mi mamá en su cotidianidad hogareña. Compartimos charlas, revolvimos las instantáneas familiares, hurgamos en los recuerdos, evocamos con mucha alegría y nostalgia a mi padre (fallecido hace ya unos años)  y hasta nos enganchamos con los interminables y cursis capítulos de una novela turca.

Algo le agradezco a la funesta y endemoniada pandemia que me hizo frenar y dedicar tiempo para crear este perfil fotográfico de Marlene, que ahora comparto a propósito de las celebraciones del día de las madres.

Desde hace más de una década entre ella y yo hay una hora o dos de diferencia, dependiendo de la estación del año en la que nos encontremos cada uno por su lado. Nos separan 7 mil kilómetros. Ella habita en nuestro archipiélago, en medio de un calor sofocante casi todo el año. Yo, desando por el frío en algunos meses y hago mi vida por las calles de un país del hemisferio sur latinoamericano. 

Al principio de esta distancia sólo era posible estar aparentemente cerca por medio de una cabina telefónica. Su voz se escuchaba a lo lejos y entrecortada por un teléfono cada domingo. Ella le gritaba a mi papá con emoción: “¡Jesús, corre, corre, que es una llamada del niño!” Entonces, ambos pegaban la oreja al desvencijado artefacto para escuchar mis novedades por tierras extranjeras. Así transcurrían unos minutos de felicidad desde Cuba a Argentina y viceversa. 

Luego aparecieron los correos electrónicos. Mientras mi madre me mandaba largas cartas yo le respondía con telegramas. Entre esas misivas guardo unas cuantas que son verdaderas joyas del género epistolar de una madre a su hijo. Hago público un fragmento de uno de esos mails clásicos:

“Mi pequeñín larguín: (…) Veo tus fotos y constantemente me siento cerca tuyo, de tus luchas y alegrías. Estoy muy orgullosa pero, mijo, cuídate mucho. Mira que ya están hechos todos los monumentos y las calles de Cuba y Argentina tienen nombre (ja). 

Escríbeme y cuéntame de tu vida que lo que recibo son telegramas. La mujer que más te ama y te amará en este mundo y otras constelaciones: Tu MADRE!

Pd: Trata de conseguirme y mandarme con el primero que venga un tubo de tinte cenizo rubio, que tengo las greñas en candela.”

Con tal declaración de amor desde entonces nunca más le ha faltado su tinte de calidad. 

Con la aparición de las redes sociales mi madre y mis tías no tardaron en abrir sus respectivos perfiles de Facebook. Rápidamente y en catarata me llegaron sus solicitudes de amistades a las que, como es lógico, no me pude resistir a no aceptar.

En  Facebook mi madre es muy activa. No sé cómo hace pero casi siempre, a los pocos segundos que publico una foto, sea de la temática que sea, aparecen en combo su like y comentario, donde acuña de las más disímiles maneras que quien suscribe es una madre orgullosa de su hijo.

Definitivamente las nuevas tecnologías para la comunicación han acortado las distancia geográficas con los afectos como nunca antes en la historia de la humanidad. Ahora mismo, mientras escribo, la aparentemente fría pantallita de mi celular me regala en vivo y directo la voz y la imagen cálida de mi madre. Estamos en una videollamada por WhatsApp. Mientras ella me charla, camina por la casa, riega sus plantas o se balancea en la cocina comedor frente al TV donde, de seguro, ha puesto pausa a alguna novela turca de esas que trae El Paquete para atenderme unos minutos. Antes de despedirnos me tira una retahíla de besos bien sonados y, acto seguido, acentúa: “Cuídate. Te quiero mucho”. Yo vuelvo a la escritura. 

La misma escena ocurrirá a cualquier hora (preferentemente a la noche) mañana, pasado mañana, cada día de la semana entrante y de los meses que están por venir. Así volveré una y otra vez a disfrutar de una tierna cotidianidad con mi madre que parecía perdida.

En fin, que mi querida vieja tiene la enorme capacidad, el superpoder, de hacer añicos cualquier lejanía. Me hace sentir tan cerca que siempre, pero siempre, ando con la sensación a cuestas de que al doblar en cualquier esquina, no importa el país donde me encuentre, estarán mi casa y ella en la puerta, sonriente y con los brazos abiertos.

 
 
Salir de la versión móvil