Del odio también se puede regresar

Porque en algún lugar oculto, a todos nos habita la ternura.

Foto: El País

Yo también odié. Yo sé que del odio se puede regresar. Corría el año 1993. Yo llevaba apenas dos años viviendo en los Estados Unidos. Por aquellos días, mi anciano padre, que residía en La Habana, obtuvo una visa norteamericana y vino a pasar unas semanas conmigo en la Florida.

Recuerdo que, durante su estancia, conversábamos sobre nuestro tópico favorito, Cuba. Desde mi adolescencia, mi papá y yo militábamos en bandos políticos opuestos. Él era revolucionario y yo “gusano”. Ese era el epíteto descalificativo de entonces.

Aunque han pasado casi tres décadas, me viene a la memoria, como si fuera hoy, aquella tarde, en el apartamento humilde y caluroso de Hialeah. El aire acondicionado defectuoso, empotrado en la pared, goteaba y le agregaba “música” de fondo a nuestra charla. De pronto, ¿cómo olvidarlo?, en medio de la conversación, le dije a mi papá: “¡Sí, que los bloqueen bien! ¿No decían que no necesitaban a los americanos? ¡Ahora que se jodan!”.

Mi viejo me miró y dejó de hablar. Fue como si mis palabras lo hubieran derrumbado, como si perdiera el balance. Miró a otro lado y contuvo el aliento. Se quedó mudo. Yo me preocupé. Miré su rostro arrugado y sombrío y sentí una mezcla de pena y lástima por haber dicho algo que lo afectara así. Después de todo, yo era su anfitrión y pipo estaba de visita en mi casa. Pero hay palabras que, una vez dichas, no se pueden echar atrás.

Mientras lo observaba, mi mente voló al pasado. Y rememoré aquel mismo rostro de mi viejo, un tin menos arrugado, en la época en que él me iba a ver a la cárcel de Quivicán. El padre, “comunista”, le llevaba una jaba llena de galleticas y otras golosinas de amor al hijo, preso por “salida ilegal”.

Me transporté incluso más lejos aún. Hubo una época en que aquel mismo hombre —que no era tan viejo entonces— me iba a ver a la escuela al campo. Pipo cargaba un almuercito que siempre llegaba tibio y se pasaba el domingo conmigo. “Vete temprano viejo” le decía yo, porque regresar a la Habana era toda una odisea. Pero él, alargaba su visita hasta la puesta de sol. Luego se iba, caminando, por aquella carretera escoltada de palmas reales. A mí se me revolvía algo lindo en mi pecho adolescente, por el orgullo de tener un padre así. Parecía un ángel entre las palmas y el ocaso.

Aquella tarde, en Hialeah, en el 1993, mi mente me llevó incluso al recuerdo más antiguo y tierno de mi infancia: Jaimanitas, calle tercera entre 228 y 230. ¿Qué edad tendría yo? ¿Cuatro, cinco años? Pipo me enseñaba a montar bicicleta: “Tengo miedo pipo” le decía yo. Él, detrás de mí, me animaba, “no te preocupes hijo, yo estoy aquí contigo y te sostengo. Tú, dale a los pedales”.

Hace casi treinta años, en Hialeah, volví a ver la luz. En fracciones de segundos, entre el “¡Que se jodan!” y la mirada de desosiego de mi padre, todo quedó claro. En ese instante, Fermín Lazo (así se llamaba mi papá) me miró con unos ojos por donde se le desbordaba el alma. Yo sentí una vergüenza del carajo. Él puso sus manos suaves sobre las mías y me dijo: “Carlitos, no digas eso mi’jo. Esa gente es tu familia”. Quizás él viejo tenía la intención de decir otras cosas, pero solo agregó, con la misma dulzura con que me hablaba cuando yo era niño: “Tú no eres así mi’jo”.

Recordé toda esa historia hoy a propósito de las caravanas de bicicletas y los #PuentesDeAmor y esta lucha por levantar el embargo, que parece no acabar nunca. Han pasado décadas, pero hay frases de entonces, que se han reciclado como fantasmas atemorizantes: “¡Que los bloqueen bien!” “¡Que se jodan!” –—y para descalificar, el epíteto “¡gusano!” se sustituye aquí por “¡comunista!”.

Pero yo, que un día odié, yo sé que del odio también se puede regresar. Porque en algún lugar oculto, a todos nos habita la ternura. Y a mí, en cada milla de este largo peregrinar, me retumban y me sostienen las palabras dichas por mi padre hace más de cincuenta años. Oigo la voz de pipo, multiplicada hoy en miles, en millones de voces, que me dicen: “Yo estoy aquí contigo y te sostengo. Tú ¡dale a los pedales!”

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