Breve vida campesina

Un día que casi se pierde en mis recuerdos mi abuelo me habló de Tomasa. Era un niño cuando la conoció, ella una mujer de rasgos muy finos, negra, madre del Güije, su amigo de la infancia. Vivía en una casita humilde en la orilla del monte junto a su esposo, Julián.

Tomasa era, en palabras de la época, el hombre de la casa. Lavaba a domicilio hasta gastar toda su energía. Julián tenía una pequeña tumba donde sembraba unas malangas, lo que apenas le daba para garantizar la comida del mes, al menos arroz y frijoles conseguía, lo demás lo producían los puños de la mujer tras una batea que tenía en el patio, la manigueta del pozo que siempre tenía agua y la plancha pesada al carbón.

Caro decía que las planchas al carbón engañaban, había que cogerles el peso, parecía que cargabas algo más grande cuando se sostenían. La matrona almidonaba la ropa blanca y la dejaba como masa de coco, blanquísima. Mantenía una clientela enorme y mandaba al Güije, como llamaban a su hijo, a llevar los encargos y a cobrar los kilos que le pagaban por aquella afanosa empresa. Mi abuelo lo acompañaba a cambio de tiempo para jugar, en ese tiempo no había muchos niños en el batey, pero el viejo de niño siempre le tuvo buen cariño al Güije, un rapaz ocurrente que siempre se ponía por encima de la tristeza y se la pasaba sonriendo con sus dientes almidonados.

El comentario en aquel caserío de Malpotón sobre Tomasa era como un chisme mitológico. Contaban, según mi abuelo, que de niña había perdido a sus padres porque el bohío cogió candela mientras dormían. Una noche en la que el padre apenas salvó a Tomasa y sucumbió bajo las llamas al tratar de socorrer a su mujer. De eso quedó de recuerdo una quemadura en el cuello de la lavandera. Ella vivió años en un casucho que le hicieron unos vecinos y tuvo que luchar contra muchas asperezas. Pero fue levantando poco a poco hasta que logró tener sus cuatro paredes de tabla de palma, un piso de cemento liso y brillante, su cocinita y unos muebles baratos.

Era muy bonita. Muchos hombres fueron a pretenderla en su juventud. Pero ella sabía lo que quería. Su hombre se lo buscaría ella misma, con el mismo ímpetu de supervivencia que le impuso la vida.

Julián debió verla llegar aquella noche al bar de Cayuco como un ángel negro. Su cara debió resplandecer cuando todos los que estaban ahogando penas en el ron quedaron silenciosos. Dicen que entró directo y tomó el trago de Julián, un mulato joven que había comenzado a beber temprano. Luego se lo llevó a una esquina bajo un farol chino y le dijo: “Yo quiero que tú seas mi marido”. No hubo chance de decir nada, aquella propuesta sonaba como un regalo de los cielos. No se equivocó al aceptar, Julián, dicen, había estado esperando aquel golpe de suerte, y le llegó de una manera perfecta. Sus amigos hicieron un coro repicando las mesas de madera que decía: “Estoy tan enamorao, de la negra Tomasa…”.

Fue a su casa a recoger sus pocas pertenencias y desde el primer día vivió con su Tomasa hasta que la vida se lo permitió. Aun en la pobreza extrema se les veía felices. Dice mi abuelo que estando en el patio haciendo tirapiedras con el Güije los escuchaba riendo, como si el mundo se tratara solo de ellos dos.

Nunca volvió al bar el mulato. Su mujer destinaba una parte de sus ganancias a comprarle aguardiente, así que cuando quería beber lo hacía en su propia casa. Llenaba un jarrito de metal del alcohol que había en una tinaja grande de barro, la cual Tomasa rellenaba religiosamente.

Mi abuelo siempre la recordaba cuando en mi casa se cocinaba pollo. Ella tenía una técnica muy particular para atrapar a estas aves. No era muy grande su cría de gallinas, pero cuando quería agarrar alguna, no tenía que correrle detrás. En la misma tinaja donde guardaba el aguardiente había granos de maíz en el fondo que por meses absorbían alcohol y eran la trampa perfecta. Los llamaba: “Piii, piii, piii”, les echaba unos granos y los pollos se ralentizaban, se mareaban y no podían sincronizar patas ni alas. Era un espectáculo muy gracioso. Luego tomaba el destinado para ese día y lo hacía un exquisito manjar.

El gallo padre de aquella cría era siempre el que más maíz comía. Se fue haciendo dependiente a los granos mojados al punto de que varias veces voló encima de la tapa de la tinaja donde yacía el alcohol. Tomasa decía que el gallo y Julián padecían de lo mismo.

Eran tiempos de mucha pobreza. Los ricos y los pobres tenían un abismo en el medio. Una vez fueron unos hombres muy bien vestidos a casa de Tomasa para que esta les diera el nombre de sus difuntos padres porque supuestamente estaban censando. Luego le pidieron el de ella y el de su marido y el del pequeño hijo. Tomasa sospechaba que sería para alguna fechoría política, e insistió en el propósito de la visita. Uno de aquellos hombres intentó sobornarla por 5 pesos mientras le decía que se trataba de las elecciones, que ellos necesitaban nombres para poner en las boletas y así ayudar al candidato en cuestión. El resultado fue un escándalo que dio al techo, Tomasa los botó de la casa como perros, por desvergonzados y porque si los gobiernos no se preocupaban por los campesinos y todo era siempre un engaño, ella mejor no se metía en política. Mejor usaba su pequeño radio de batería para escuchar su novela de las 3 de la tarde. Y ya.

En el 59 les regalaron un pedazo de tierra y el Güije se hizo ingeniero, estuvo dos años en Ucrania estudiando. Ya un mayor, Tomasa se mudó a un edificio de microbrigada que le dieron por su trabajo en una Unidad Básica de Producción Cooperativa. Sus años terminaron en un segundo piso, ni tan rica ni tan pobre, quizás un poco más feliz.

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