Cacería

Cazador. Foto: Raúl Cañibano.

Cazador. Foto: Raúl Cañibano.

A Pinar del Río cada tanto le quitan un pedazo. Por suerte siempre cortan por la parte oriental, así que los del extremo opuesto se sienten tranquilamente pinareños, Desde la cola del caimán. Es el slogan de Radio Sandino lo que siempre evoco para ubicar el pueblo en que nací, esa especie de ghetto que hicieron presos políticos acusados de colaborar con bandas de “alzados” en el Escambray villaclareño durante los primeros años de Revolución. Tres de mis abuelos vinieron de allá, y el cuarto —razón de esta historia— había nacido en el propio Cabo de San Antonio, sitio de mil leyendas donde alguna vez recalaron piratas y marinos con patentes de corso en galeones.

Con Sandino y el Cabo es fácil hacer una metonimia: de cierto modo, cada uno contiene al otro. El Escambray, sin embargo, me quedaba muy lejos. Siempre resultó más excitante visitar los lugares donde ocurrieron las exageradas historias que contaba Pipa (mi abuelo del Cabo).

El viejo sintió un día que yo estaba dudando del olfato imposible de sabuesos y de los buenos oficios de los cazadores de venado, y porque sabía que me iba a dar en la vena del gusto, envió un mensaje al Tite con un camionero dedicado al trasiego de madera en la empresa forestal. Tite se llama Enrique, pero en el monte todos tienen apodo. Era el hijo de su entrañable amigo Justino, otro que nunca faltaba en las fábulas.

Aquel mismo heraldo se apareció al siguiente día cargado de caobas en su enorme camión, con la esquinita de un periódico arrugada entre manos. Escritas a lápiz, varias palabras con pésima ortografía dejaban entrever una frase: “Caro mandemelo este vierne que yo lo yebo a casal. el domingo le mando un pedaso de calne y una tarramenta con su nieto. un abraso el tite”.

Pipa se echó a reír como cuando daba pollonas en el dominó y me mostró la maltrecha nota. Finalmente iba a poder hacerse el cabo del cuchillo con tarro de venado.

Dos días antes de partir, el abuelo me había repasado las reglas del monte: “No te pegues al guao, cuidado con el bejuco colorao, si te pierdes súbete en una mata y busca la costa, ahorra el agua, no te acerques a los perros jíbaros…”.

El viernes señalado hice mi mochila y salí después de desayunar. Debía llegar a Malpotón y luego a La Jarreta en camiones madereros o algún quitrín (carro de caballo) que pasara. Después atravesar un arroyo con el agua a la rodilla que era parte del camino por donde los niños cruzaban para ir a la escuelita. Por último, a cinco kilómetros encontraría el primer bohío en un sitio conocido como Palmar Amarillo. El tramo final lo hice a pie, mirando tomeguines en una espesura que cada vez se acentuaba más.

No fue difícil acertar con el rancho correcto: de las tres casas de guano que formaban el batey una tenía la cabeza de un ciervo en el horcón del medio.

En el portal, a lo largo de la casa, jugaban dos cachorros de perro criollo sin percatarse de mi presencia. La puerta estaba abierta y, siguiendo un ruido de calderos, me asomé al fregadero rústico que sobresale de la cocina y topé con una señora de unos cincuenta y tantos, con delantal y pañuelo en la cabeza. Recién había cocinado el almuerzo.

—Buenas tardes, señora. Yo necesito ver a Tite.

—Niño, ¿de quién tú ere? —espetó—.

—Yo soy el nieto de Caro Márquez.

—¡Ave María caballero! Pero si eres igualito a tu abuelo ¡Dios mío!, dijo Manuela, que llevaba 30 años casada con el legendario cazador. Es costumbre que los guajiros “te saquen por la pinta” y tienen un ojo tremendo para detectar fenotipos.

“Entra y siéntate mijo. Lávate las manos que el Tite está al llegar, pa’ que almuercen que te estábamos esperando”, me dijo mientras sacaba agua de un ánfora de barro para brindarme. Debe ser la más limpia que tomé en mi vida, la filtraba una piedra extraña en forma de sombrero que hacía un goteo como de caricatura animada.

Sobre las patas traseras de un taburete me recosté a la pared de tabla de palma a refrescar el calor del cuerpo. Aún los pantalones estaban húmedos.

***

A lo lejos veo a un hombre a caballo. Sombrero y camisa de mangas largas, bigote peinado, ropa verde olivo. A diez metros del portal comenzó a sonreír. El viernes el único extraño que debía aparecer era yo. En las ancas de su yegua, de un lado y otro, sobresalían dos jutíos congos, y desde el pico de la montura colgaba su rifle, «Juliana», un viejo recuerdo de familia calibre 12 de cartuchos sobre el que yo había escuchado mucho. Justino, antes de morir, le hizo prometer a su hijo no venderlo nunca. Pipa decía que como su amigo no había tenido “hijas hembras” se empeñaba en ponerle nombre de mujer a cuanto objeto o animal femenino le cogiera cariño. La costumbre se le quedó a Tite, que ahora halaba la rienda al pie del portal y decía: “Soo Victoria”.

Me abrazó como los guajiros, pero antes, como los guajiros, me apretó la mano con extrema fuerza y me dio una palmada en el hombro que me pudo tumbar. Así recibí a Tite en su propia casa. Para concluir el ritual del saludo guajiro, me agarró la cabeza por las orejas para que mirara a sus ojos y me dijo: ¡Pero muchacho cará…!

“Esos jutíos los voy a humar pa´ la comida, verás lo buena que es de comer esa carne. Vamos a almorzar y luego tienes que ayudarme a mudar los animales y a rellenar unos cartuchos pa´ salir mañana tempranito, a ver si le cogemos un venaito al viejo Caro. Mira, ahí viene Caco —señaló—. Él va con nosotros mañana”.

Caco era su hermano y Tite parecía de la aristocracia comparado con aquel hombre sin dientes, barbudo, enorme y hosco, con voz de vocalista de Trash metal. Se acercaba otro saludo violento.

El primer acto de Caco después de almorzar, con todos a la mesa como es obligatorio en una casa de campo, fue ir a marcar un perrito recién nacido, hijo de Zuca, una de las líderes de la “charpa” de cacería. Los tres fuimos al «nido» que se había hecho la perrita y zaz, de un tajo le cortó la cola y luego las dos orejas a un infeliz cachorro, que chilló de dolor. Yo no entendía nada, a los sabuesos los distinguen las orejas caídas. Aquella bestia en algún momento de su vida decidió que sus perros “no se tenían que parecer a los demás”. Eso dijo mientras cauterizaba las heridas con un mocho de tabaco que había prendido una y otra vez en la sobremesa.

Luego fuimos a un “valentierra” que era el laboratorio improvisado de Tite, donde hacía pólvora negra con azufre, sal y carbón vegetal, igual que cuando la inventaron los chinos. Las proporciones correctas y el modo de elaboración eran otra herencia de Justino, quien a su vez aprendió de un gallego que tenía una tienda en Malpotón antes del 59. En caso de carestía de pólvora blanca la solución de aquella alquimia ayudaba.

Encima de una mesa larga, de tablones aserrados milimétricamente, se enfilaba todo tipo de casquillos viejos, cada uno con sus muertes, sus historias: “¿Tú ves ese de bronce todo quemado? Pues gracias a él maté un venao color lobo que posiblemente fuera único en to´ el Cabo, jamás he visto yo una criatura como aquella”.

Dos horas mostrando el proceso: cada cartucho lleva seis perdigones de plomo, una medida pequeña de pólvora, se sella con cera y el fulminante es a base de mixto y cabezas de fósforos. Ingenio total.

“Ahora vamo a probar”. Tomó uno al azar, me pidió que lo acompañara al patio, Caco se quedó dentro. Divisó un bando de guineos a más de 50 metros, y sin mucho colimar mandó al otro mundo un par de aquellas aves jíbaras. El sonido es más notable en lugares silenciados por la calma como Palmar Amarillo. Habría que representarse una bocanada de fuego, par de guineos sin cabeza en la distancia y el chirrido que deja en los oídos el estruendo. Yo apreté los dientes. Nadie más se inmutó, ni las dos mujeres que tendían la ropa cerca de allí.

Acompañé a Tite a mudar vacas y caballos. Pastando a lo lejos en el potrero había un mulo que sería mi transporte al día siguiente. Al regreso cabalgaríamos la presa y yo, Mentecato era exclusivamente de carga.

***

Me pareció raro que tuviesen una mesa de caoba con finísimos relieves en los pies y grecas en el borde rectangular de la superficie. Parece que era otra de las cosas antiguas que guardaban con recelo. Las sillas habían perdido su cuero original y estaban recubiertas con piel de vaca a la manera de un inexperto talabartero. Lástima, debían hacer un hermoso juego con la mesa hasta que fueron reparadas.

Los jutíos asados al caldero eran el centro del banquete, llegaron troceados con un color que iba del rojo vino al principio de la negrura. Olían muy bien y sabían mejor.

No demoró la segunda olla. Un bullón prieto que había cocido tanto como las abuelas. Tenía sus achaques, pero daba tremendo gusto. Decía Manuela que el sabor estaba más en los calderos que en otra cosa, mientras servía la exquisita sopa de guineos, primeras bajas de aquellas balas improvisadas. Con el caldo la escena sangrienta había quedado en el olvido.

Seguían llegando malangas hervidas, verduras, unos tamales con carne y sin miseria en su interior, un plato de masas de puerco añejadas en manteca… cuando no son frecuentes nevera ni electricidad, los cerdos se fríen y se conservan en catauros de yagua, sumergidos en una espesa capa de grasa blanca. Al enfriarse, hacen unos granillos que según Tite se debían a la dieta de palmiche que consumían diariamente los cochinos.

Champola al tiempo y leche tibia acompañaban el manjar, después un jarrito de café carretero y borugas del segundo ordeño para endulzar el alma.

Ya se ocultaban en el monte las luces de la tarde, entre las ramas los pájaros se acurrucaban esperando la noche. En la mesa apenas se habló.

El guajiro no se acuesta tarde. Mata unos mosquitos, se fuma un puro torcido por él y espera las ocho en punto. A esa hora la casa funciona como un pequeño cine a donde van los escasos 13 habitantes de Palmar Amarillo: Tite tiene un televisor en miniatura de tonos blancos y negros atado a una batería de tractor para ver exclusivamente Noticiero y Telenovela. Los del proyecto ambiental quedaron en “resolverle” un panel solar pero todo quedó en palabras. Eso lo enfurece un poco. Le gusta estar informado.

De la televisión había importado Tite los nombres de sus sabuesos. Boanerges era el líder de la charpa, compuesta por otros 17 canes, descendientes identificados con un lunar blanco en la frente. Zuca, Expoferia, Carbonero, Shanghai, Melodía…

Esta noche tendría que escoger entre los dos programas para los que reservaba la energía. Recordó que el acumulador tenía tan poca carga que apenas resistiría unos 40 minutos. Por encima de todo amaba a Manuela, le improvisaba décimas desde que eran novios. La novela brasileña iluminaría el rancho aquella noche.

Foto: Raúl Cañibano
Cazadores cubanos. Foto: Raúl Cañibano

***

Sin dormir pasaron mis horas debajo del mosquitero. La madrugada olía al horno de carbón que hacía erupción a 100 metros del rancho. Cientos de árboles maderables ardiendo bajo paja, tierra y oscuridad. Tite se levantó a las 3:20 am, encendió el farol, tomó el hacha y fue a cogerle una boca al horno. La boca es un derrumbe parcial en la parte superior del cono, que en la noche simula un pequeño volcán. El tratamiento es: madera húmeda troceada y a tapar con yerba y tierra nuevamente. Parece sencillo pero no lo es.

El guajiro terminó su faena y antes de que entrara en el rancho ya Manuela preparaba café sin cafetera. Hervía el polvo —tostado y molido en el patio de la casa— en un jarrito mediano y lo colaba a través de un gorro de tela antiséptica ya oscuro de tanta mañana.

Lejos, en el camino, se escucharon dos caballos al trote. Era Caco, que venía con Tincle, otro cazador. Fusiles en bandolera, cantimploras y cartucheras para depositar las municiones. Ropa verde que facilitara el mimetismo.

Tres a caballo y yo en Mentecato el mulo. Parecía sonámbulo. Su cabeza a punto de chocar con los cascos delanteros. “No le hales la rienda. Déjalo que él se sabe el camino, y cuidado con los gajos…” me dijo Tite justo antes de que me aturdiera la primera rama en aquella negrura de monte. Entendí entonces la pose de la bestia. Bajé la cabeza hasta que comenzó a salir el sol. Eran las 5 de la madrugada.

***

Nos adentramos en la maleza. Los perros iban delante como marcando el camino, en una silenciosa fila dando pequeños saltos. Dos horas después llegamos a un descampado, había que continuar a pie.

Tincle salió dando alaridos con los perros, “¡aaauuuuuuaaaaa, aaaaauuuuuuaaaa!”. Los hacía entrar en un estado frenético, como si sintieran toda la presión de tener que encontrar el rastro de la presa. Luego, mientras buscábamos apostarnos, me explica Tite:

“…enseguida te darás cuenta cuando den con el rastro, hacen unos aullidos intermitentes. Cada perro ladra distinto, es como si hablara con su propia voz. Y no es lo mismo cuando lo huelen y no lo ven que cuando están más cerca. Vas a ver cómo aumenta la cosa. Ahora vamos a ubicarnos en un crucero nosotros dos, mi hermano se queda antes en el bebedero, ahí hemos matado unos cuantos. Voy a dejar que tires tú, si pasa por el arroyo nos embarcamos porque ahí está Caco. Yo sé que nosotros lo vamos a matar, tú vas a ser la buena suerte. Cuando lleguemos no se puede hablar, prepárate…”

Como si fueran premoniciones cada detalle iba aconteciendo. Nos ubicamos, rodilla en tierra, cerca de un cedro viejo que tenía una colonia de comején en el tronco. La charpa venía quemando el monte, habían visto al animal. Parecía que estaban persiguiendo al mal. Directo a nuestro crucero se dirigían los sabuesos. En medio de la algarabía se oye el grito de Caco: ¡Ahí va caraaaaajoooo!

Mi corazón era un tambor de bembé, no sé si miedo o pura adrenalina, la situación se las traía: ¿y si fallaba?, ¿y si mataba a un perro sin querer?

“Va a salir por aquel claro, apunta bien”, susurró el cazador. En tres segundos crujían ramas en el suelo, ladraban perros enardecidos, la huida desesperada de un animal que sale de las sombras y ¡pum!

El tiro había ido directo al cielo cortando algunas hojas de la copa del viejo cedro. No había sido yo, sí Juliana, el fusil. Rápidamente antes de que el gatillo llegara a su punto crítico, Tite había dado un golpe maestro en la parte inferior, cerca de donde agarraba mi mano izquierda, justo hacia arriba. En un acto magnánimo le había perdonado la vida al animal: “No, compadre, nosotros no matamos las hembras”.

Entendí que las ciervas no tenían tarros, por demás, en el pequeño instante que se mostraba aquel ejemplar de la versión tropical del antílope, fue evidente que estaba preñada. A punto parir.

No quedó por mí. Quizá la hubiese matado y lo mismo me haría la conciencia después. Las cosas siempre pasan por alguna razón.

Diez minutos bastaron para que llegaran los demás y la orden enérgica para calmar la charpa. “Mis perros no siguen rastro de vená hembra, te dije que me dejaras traerlos, pero tú eres muy cabezón…”, ladró Caco. Era temprano aún. Cuando nos disponíamos a hacer otro levante un oscuro nubarrón anunciaba final húmedo. Se acabó la cacería. Cuando llueve es muy difícil para el sabueso hallar buena pista.

Así, sin más ceremonia y en medio de un denso silencio que solo rompían las hojas secas batidas por el viento norte, emprendimos el largo camino de regreso a Palmar Amarillo.

***

Ahora avanzaba alegre Mentecato y mientras más cerca se veía del potrero más había que agarrarle la rienda. Poco caso hacía al dolor a que lo condenaba el freno de boca. Después del mediodía el sol alcanzó un punto muy brillante en su acimut, se burlaba de mí. A lo lejos, una niebla blanca se cernía sobre el bosque, era el humo del horno: estábamos a punto de llegar.

Los hermanos no se hablaron en el trayecto. Unas débiles explicaciones sobre árboles maderables y cantos de aves me daba el Tincle, dedicado además a la montería. Encontraba reses perdidas, a veces vivas, a veces solo restos.

Manuela salió a recibirnos espumadera en mano. Le conté lo sucedido y se encogió de hombros para decirme: “¡Ay mijito, te jodiste, magínate tú!”

La hora de almuerzo era inminente. Tite se quitó las botas y desabotonó su camisa. Yo intentaba sacarle algo de sabiduría pero sus respuestas eran cortas. Estaba pensando, sumido en algún análisis. La vista se le perdía en el horizonte. Los perros no querían tomar agua, estaban nerviosos por alguna razón.

Al otro lado de la terraza estaba yo, dibujando un mapa en la tierra cuando, rota la tranquilidad, se acerca corriendo un niño de 6 o 7 años, el hijo más pequeño de los vecinos. “Tío, tío, apúrate que hay un carnero suelto comiéndote el maíz”. Muy raro, a esa hora los carneros siempre entraban al corral a refrescarse del sol. Toma su escopeta, me hace un ademán para que lo acompañe, y sin ponerse las botas, por encima de cualquier espina marcha frente a mí hasta el sembrado que le aseguraría tamal y funche.

Me invitó a observar. Un hermoso ejemplar de nueve cuernos se estaba dando el último banquete de su vida. Ni yendo al monte a buscarlo lo hubiese encontrado tan hermoso. El destino hacía lo suyo: se iba a cumplir el sueño de mi abuelo y Tite descubría al devorador de su maíz. Con un plomazo en la paleta izquierda el animal cayó inmóvil. El cazador bajó a Juliana y me dijo con una sonrisa: “Qué suerte usté tiene, periodista”.

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