Cosmonautas o peloteros

La mayoría de los niños de mi generación nos imaginábamos dentro de una escafandra contemplando los colores del universo. O bateando un jonrón decisivo en el noveno inning frente a Estados Unidos. Luego, el tiempo pondría las cosas en su sitio.

El cosmonauta cubano Arnaldo Tamayo Méndez (d) junto al soviético Yuri Romanenko. Foto: spacefacts.de

El cosmonauta cubano Arnaldo Tamayo Méndez (d) junto al soviético Yuri Romanenko. Foto: spacefacts.de

Los niños de mi generación solíamos tener bien claro lo que queríamos ser en el futuro. Cuando nos preguntaban sobre el tema casi invariablemente respondíamos “cosmonautas” o “peloteros”.

Siempre había algún “quema’o” –de esos que sacaban el máximo en todo menos en Educación Física– que decía “científico” o, incluso, se ponía específico –gracias a los muchos libros soviéticos que ya había leído a los ocho años– y soltaba prendas como “astrofísico” o “biólogo marino”, pero eran los menos. Como también lo eran los que, aun sin haber escuchado en su vida a Amaury Pérez, aseguraban que lo suyo era ser “bombero”.

La mayoría, sin embargo, nos imaginábamos dentro de una escafandra, contemplando los colores del universo por la ventanilla de la nave –cuando no con una pistola de rayos láser combatiendo a un malvado extraterrestre–, o bateando un jonrón decisivo en el noveno inning en la discusión de un campeonato contra Estados Unidos. Siempre contra Estados Unidos.

Entre las niñas también las había que soñaban con ir al cosmos y emular a Valentina Tereshkova, a quien conocíamos por el libro de lectura de la primaria, y hasta ser peloteras antes de que las mujeres practicaran oficialmente el deporte nacional en la Isla. Aunque en realidad muchas preferían ser “bailarinas” e imaginaban los atronadores aplausos que recibirían después de ejecutar incontables fouettés sobre el escenario.

Visto desde hoy, era lógico que así fuera. En los años de los que hablo –medianía de la década del 80–, vivíamos orgullosos de que un cubano, negro por demás, hubiese sido el primer latinoamericano en salir de la Tierra en una nave espacial, y creíamos firmemente en el luminoso futuro en el que muchos más podríamos seguir sus pasos. En el año 2000, pensábamos, el mundo sería un prodigio tecnológico, con carros voladores y Marte al doblar de la esquina.

El año 2000

En la pelota, mientras tanto, nadie nos ponía un pie por delante. Como tampoco en el ballet. O al menos eso repetía hasta la saciedad la prensa cubana, experta en cocteles de triunfalismo que al menos los más jóvenes –y los más ingenuos– bebíamos de golpe con cada reseña de los rutilantes éxitos protagonizados “en la arena internacional”, lo mismo por Omar Linares y Rogelio García que por Loipa Araújo y Aurora Bosch.

Muchas de mis primas y compañeras de aula, incluso las más “rellenitas”, asistieron o quisieron asistir alguna vez a una escuela o taller de ballet, convencidas de que no había mayor éxito que ser bailarina. No del cuerpo de baile sino primera figura, estrella que inspiraría en el futuro a miles de niñas.

Lo mismo pasaba con los varones. Todos pisamos alguna vez o muchas veces un terreno de pelota –que en aquellos años solían conservarse muy bien–, confiados en que podríamos convertirnos en émulos de Luis Ulacia –lo más delgados y chiquitos– o de Ortestes Kindelán “el Tambor Mayor” –los más corpulentos–; nunca de los que dormitaban en el banco y nadie recuerda hoy sus nombres.

Lo del cosmos, en honor a la verdad, lo teníamos más difícil. Sabíamos –porque lo leímos en algún libro soviético o cuaderno escolar–, que para ser cosmonauta había que entrenar más que para batear .400 o protagonizar El lago de los cisnes. Que no se podía ser miope –yo mismo lo era, lo soy– ni enclenque, y que había que ir hasta la gloriosa Unión Soviética para terminar la preparación sin siquiera tener claro si uno sería escogido. Pero lo sueños son los sueños.

Luego, el tiempo pondría las cosas en su sitio.

No tardamos en comprobar que para ser como Linares o Alicia Alonso no bastaba con entrenar varias tardes a la semana. Ni siquiera todos los días, a toda hora. Había que tener disciplina, voluntad, perseverancia, pero también talento.

Y que para ser cosmonautas no era suficiente con dar vueltas y vueltas en una rueda como un hámster y flotar en una cámara sin gravedad; también había que saber de física, química, biología y hasta de la madre de los tomates. Eso, sin contar con que un buen día la Unión Soviética se iría a bolina y con ella la posibilidad soñada de dar un brinco hasta la estación orbital Mir.

Ya con la adolescencia y el Período Especial espoleándonos las neuronas, cambiamos entonces las utopías infantiles por el pragmatismo de la adultez, y reenfocamos las ilusiones en ser médicos, ingenieros, periodistas, abogados, arquitectos, bioquímicos. Casi nunca peloteros o bailarinas. Cosmonautas, nunca.

Yo sí quiero discutir de pelota

Aun así, conozco a muchos que dejaron atrás su nueva vocación para no separarse de su familia ni irse a otra ciudad –que era lo mismo que becarse y pasar más trabajo que un forro de catre– en aquellos durísimos años 90. A muchos que prefirieron pasar el hambre y los apagones con los suyos, aunque eso significara no ser microbiólogo o licenciado en alemán o ingeniero automático o historiador del arte.

A muchos que decidieron “honrar” la tradición familiar y ser maestros o médicos como sus padres y abuelos, sin que les gustase siquiera una milésima parte de la pedagogía y la medicina. Y a muchos que estudiaron lo que fuese, lo que nadie quiso y casi le ruegan coger, para contentar a sus orgullosos progenitores pensando luego en colgar el título en la sala y dedicarse a vender frituras.

Otra vuelta de tuerca cambiaría aún más la vida.

Muchos de mis amigos, de mis compañeros de aula, de mis vecinos, de mis conocidos y mis desconocidos, terminarían yéndose de Cuba. No para el Cosmódromo de Baikonur, en la lejana Kazajistán –de la Unión Soviética ya no quedaban ni las compotas de manzana– a convertirse finalmente en cosmonautas, sino para cualquier parte y de cualquier forma.

Para Miami y Nueva York, para Canadá y Argentina, para España y Australia, para México e Italia, para Rusia y Colombia, para Finlandia y Uruguay. En balsas y lanchas, en aviones de Cubana y aviones de Iberia, en un viaje familiar o una misión internacionalista, antes o después de una boda y/o un parto, asistiendo a un Congreso o sacándose la lotería migratoria.

Los he visto partir –todavía los veo– en un desfile interminable, bullicioso o silente, feliz y triste a la vez, y luego he sabido de su obligada metamorfosis –no en todos los casos, aclaro, que también los hay que han seguido en lo suyo– que ha convertido a médicos en cuidadores de ancianos, a filólogos en choferes, a poetas en porteros de restaurantes, a historiadores en bedeles de escuela.

También he conocido de superaciones personales, de logros que hablan de tenacidad y colorean la estampa de la emigración. De estudios logrados, revalidaciones de títulos, negocios emprendidos y vacaciones en cruceros, en giros de 90 o, incluso, 180 grados, con respecto no ya a los deseos de la niñez sino de las vocaciones adolescentes.

Al final, ninguno –o casi ninguno, para no ser absoluto– nos convertimos en peloteros o bailarines. Mucho menos en cosmonautas. Ni hoy el mundo es el prodigio tecnológico que imaginamos sería en el 2000, con carros voladores y naves viajando a Marte en un dos por tres. Mucho menos desde Cuba.

Ya ni siquiera ganamos en la pelota y la imagen de niños bateando en calles y placeres es ahora casi tan remota como la de los taínos jugando batos. Los niños de hoy quieren ser Messi y Ronaldo y salen a repartir patadas a un balón donde antes nos imaginábamos Pacheco y Casanova. Y más que cosmonautas como Gagarin y Tamayo Méndez, probablemente sueñen con ser Iron Man y Ben 10.

Son otros tiempos, me escribió hace poco por el chat de Facebook uno de mis amigos que se fueron de Cuba. Y, para bien o para mal, tiene razón.

Al menos, todavía nos queda el ballet.

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