De reguetoneros y cosmonautas

Foto: taringa.net.

Foto: taringa.net.

Tiene 14 años, 15 a lo sumo. Viste un mínimo uniforme de secundaria que contorsiona despreocupada. En su mano, el golpe rítmico del reguetón hace saltar un Blu. Varios muchachos, también de uniforme, le hacen coro al celular. Escucho más de una palabra que sonrojaría a sus abuelas.

Un viejo observa con lascivia a la joven. No es el único. Dos mujeres que pasan por su lado la miran como si fuese Satanás. Solo les falta persignarse. “No sé hasta dónde van a llegar con la música esa”, dice una. El viejo se sonríe. Yo también.

Criticar a los jóvenes nunca ha pasado de moda en Cuba. Criticar al reguetón va por el mismo camino. Hacerlo hoy es uno de los deportes nacionales en la Isla. Casi tanto como el fútbol y seguramente más que la pelota. Un deporte practicado sobre todo en los medios intelectuales, pero también en la calle y hasta en los foros de Internet.

Es el debate de nunca acabar. Se rompen lanzas y más lanzas, mientras en cualquier esquina dos bafles gigantescos convierten las críticas en susurros. En muecas silentes. Nadie de los que baila –y son muchos– hace por mirar los labios de los críticos.

Seamos realistas: criticar al reguetón es como botar el sofá. Como al totí, le han caído encima todas las culpas. Pero este totí no nació de la nada. No llegó del espacio exterior ni lo inoculó un solapado enemigo. Ya estaba aquí, solo que no se había convertido en música. Aunque sus detractores, muchas veces, dicen que ni siquiera lo es.

El reguetón encontró –encuentra– un caldo de cultivo en la Cuba profunda, en los barrios más “salvajes” y en los cerros más “cerrados”. Y también en los más bitongos. Que nadie está exento de los guetos mentales. Ni de la estandarización cultural, para decirlo a la usanza académica.

Es una caja de resonancia. Una bocina de lo que late en las esquinas y solares, en las discotecas y las escuelas, día a día.

Comparte humus con el hip hop y también la base de “su lírica”. Solo que subida de tono. De hecho, no pocos reguetoneros “clásicos” comenzaron por el rap y luego dieron el salto. El componente de denuncia y crónica social, propio de su “primo”, ya les quedaba chiquito. O grande. Que para el caso no es lo mismo pero es igual.

El método del reguetón es simple: decir las cosas tal cual, con toda su crudeza y agresividad. Con todas sus letras. Y sus faltas. Ser, sin tapujos, un espejo del entorno en que ha florecido. Con sus espinas.

No reniega de las metáforas per se –que las tiene, aunque no sean las de Neruda–, pero defiende la comunicación directa, frontal. No se anda con chiquitas. Apunta al pecho. Y a las caderas.

Dolores de popola

Bien pensado, hay que agradecerle su sinceridad y su coherencia: no finge, no pretende, no engaña. No se pierde en falsos intelectualismos. Ni en romanticismos edulcorados. No se vende como lo que no es. Esto es reguetón, papá. Si te gusta bien y si no, también.

Claro que no es monolítico, aunque casi. Tiene su star system y sus leyendas negras. Sus mejores bolígrafos y sus mentes en blanco. Sus circuitos más ligths y más hardcore. Sus estudios underground y sus oficinas secretas. Sus artistas política y comercialmente más o menos correctos. Incluso sus revolucionarios y sus apóstatas.

Para no ir más lejos, Gente de Zona, uno de los estandartes del reguetón en la Isla, se da incluso el lujo de renegar del movimiento. “No hacemos reguetón –dijo hace solo unos días Alexander Delgado– sino una mezcla de música cubana”.

“Cuidamos mucho las letras. Puedes decir muchas cosas sabiéndolas decir bien” –apostilló Randy Malcom, salomónico. Lo dijeron y se ganaron los titulares. Y los aplausos. “Lo que hacemos en realidad es dinero”, podrían haber dicho. Y zanjado el tema.

Pero el reguetón, el de verdad, está más allá de la industria musical. De las tribunas políticas y los foros culturales. De las pasarelas. Es de la calle. Es la calle. Con sus luces led y sus baches legendarios.

Llevan su razón quienes lo critican por vulgar y soez y también por machista y sexista. Y quienes lo señalan por amplificar –hasta en las guaguas– modos y expresiones “censurables”. Hay que estar sordo y ciego para desconocer el combustible de sus detractores.

Pero crucificar al reguetón por la depauperación moral de la sociedad cubana es tan ingenuo y fútil como culpar a Víctor Mesa por la crisis del béisbol en la Isla. Es foul a las mallas.

Atacarlo, sobre todo si es puro pataleo y vocinglería, si no se contraponen soluciones inclusivas que vayan a la raíz y no a las ramas, no ha resuelto ni resolverá nada. Solo confirmar la impotencia y la desconexión de sus críticos.

En dos décadas de expansiva supervivencia, el reguetón ha demostrado ser inmune a esos ataques. También a los vaticinios que auguraban su desaparición. Por el contrario, ha echado músculo. Se ha establecido como una forma de resistencia a la “cultura oficial”, que lo excluye y a la vez se deja seducir por sus coqueteos.

Musicalmente, ha sabido mutar y enriquecerse con otras bases rítmicas. Se ha “contaminado” con la timba, la rumba, la conga, y también con el merengue y el kuduro. Se ha convertido, por obra y gracia de la fusión, en uno de los pilares de la música urbana. Y hasta aspira a Grammys y Cubadiscos.

Lo principal, sin embargo, es que parece inmune a la censura.

El reguetón y “el fin de la cultura”

A diferencia de un escritor o un cineasta censurado, al que una cegata prohibición le suele dar un empujón publicitario, los reguetoneros se ríen de esa práctica decimonónica. Están al margen de ella. O, más bien, por encima.

No necesitan de la institucionalidad oficial para pegar sus temas ni divulgar sus videos. Ni siquiera para grabar sus tracks. Son los grandes triunfadores de la democratización tecnológica. Los reyes. Los campeones. Los intocables. Su música –gústele a quién le guste y pésele a quién le pese– pasa de memoria en memoria, de paquete en paquete, de celular en celular. Como pan caliente.

Las autoridades no pueden más que ponerle vallas –allí donde legislan– y encogerse de hombros. Hacer mohines de disgusto y mirar hacia otro lado. Hacia temas más acuciantes. El reguetón, a fin de cuentas, no es el mayor de nuestros problemas.

No obstante, lo que descubre los desnuda. Es uno de los ejemplos más palmarios de una realidad sociocultural paralela, del mayúsculo desfasaje de la institucionalidad cultural cubana con respecto a esa realidad. Como dos personas que hablan el mismo idioma pero no logran entenderse. Y en ese cachumbambé ya se sabe quién lleva la ventaja simbólica. Al menos desde la perspectiva de la muchacha del inicio y sus coristas. Que son multitudes, pese a todo.

Dicho sin medias tintas: para una buena parte de los niños y los jóvenes cubanos los reguetoneros son hoy el modelo a seguir. El paradigma del éxito. La guía básica para el léxico, la ropa, los pelados, la conducta. El hombre nuevo.

Lo son mucho más que los emprendedores y los choferes de almendrón, los médicos y los maestros, los deportistas y los campesinos, los actores y los periodistas. Más que cualquier boyante hombre de negocios y más que cualquier sufrido trabajador estatal. Son el tope, las cumbres de la fama. Solo Messi y Cristiano Ronaldo les hacen sombra.

No les falta el dinero, la celebridad, las mujeres, la adrenalina, y en muchos casos tampoco pierden el vínculo con el barrio, con la gente, con sus raíces. Aun cuando se celebren constantemente a sí mismos y lancen desafíos a sus rivales por el trono. Son los monarcas del bajo mundo, de las noches, y pueden serlo también del alto mundo cuando se mueven en la dirección correcta. Hacia arriba.

Por eso, mientras en los dorados 80 los niños cubanos soñaban ser cosmonautas, hoy muchos votarían sin pensarlo por ser reguetoneros. Ser Jacob Forever “hasta que se seque el malecón”. O Chocolate para celebrar “el palón divino”. Y no pocos padres los aplaudirían por eso. Aunque luego tengan que conformarse con que sus hijos vayan a la universidad. Y canten reguetón en los festivales de aficionados.

Sin escafandra.

Salir de la versión móvil