Democracia en tiempos de inversión extranjera

Nicholas Pitt / Fivehundredpx

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Con el horizonte creíble del pleno restablecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales entre Cuba y Estados Unidos, la reapertura de embajadas y la reanudación de los viajes de ciudadanos norteamericanos a Cuba, el colimador del capital extranjero pone una diana sobre nuestro país. Más de una transnacional, así como empresarios independientes han comenzado a explorar el terreno. Las autoridades cubanas amparadas en un evidente consenso sobre este tema, han dado muestras claras de apostar por una fuerte inyección de capital foráneo para sacar de la terapia intensiva a la economía nacional. Esta voluntad se evidencia en las continuas visitas de empresarios o representantes de compañías foráneas y sus conversaciones con miembros del gobierno encaminadas a estudiar propuestas concretas de negocios. Los propios ministros de Economía y Planificación, Marino Murillo y de Comercio Exterior e Inversión Extranjera, Rodrigo Malmierca, han mencionado en diferentes momentos que Cuba necesitaría y espera una inversión de capital extranjero de unos 2 500 millones de USD anuales para salir del lento (casi exiguo) crecimiento.

Ojalá lleguen. Y en ese caso, bienvenidos sean. Porque aunque no debemos creer que esos millones van a cambiar de inmediato –y sobre todo definitivamente– la configuración de lo que gran parte de Cuba pone hoy sobre la mesa, al menos nos dejarán comer esa configuración con el sazón más creíble de la esperanza. Ese tipo de esperanza, que creo yo, sí se come. Hasta ahí todo bien.

Ahora, la historia reciente, en especial la de nuestro continente, está llena de ejemplos en los que la inversión extranjera directa ha sido motor de cambios – y en muchos casos generador de conflictos– en el orden democrático de las naciones. En ese contexto, cabe preguntarse si este notable aumento en la entrada de capital foráneo al que se encamina nuestro país, impactará sobre el modelo de democracia cubano. ¿Cuál será su alcance y naturaleza? ¿Debemos importar un modelo occidental o realizar una reestructuración del nativo conservando algunos de sus principales rasgos en temas de bienestar social? ¿Entrarán esos rasgos en conflicto con los intereses de la inversión extranjera directa? ¿En qué medida estamos preparados nosotros, como actores fundamentales –papel que hasta hoy nunca ejercimos– para discutir sobre democracia, incidir sobre esos posibles cambios, y garantizar una participación más activa en el futuro modelo democrático de la nación?

Hace algunos días leí un trabajo sobre el tema cuyo autor propone que con la llegada de la inversión extranjera ha llegado para Cuba la hora de invertir en Democracia. Particularmente pienso que para cualquier país, la inversión en Democracia –como la cultura – no debe tener momento fijo. Pero, teniendo en cuenta que los antecedentes históricos y las propias leyes del mercado muestran que el boom de la inversión extranjera motiva cambios considerables en los modelos democráticos de las naciones donde aterriza, me parece atinado pensar que, en efecto, es este un buen momento para hablar del futuro de la nación.

Si el inminente boom de inversión extranjera en diversos sectores de la economía me deja una sensación –no sin reservas– optimista, soy más cuidadoso cuando de términos democráticos se trata. Más de una vez he escuchado hablar a personas –que no personalidades– desde dentro y fuera de Cuba sobre la idoneidad de importar algún que otro modelo de democracia occidental para sustituir el nuestro, por considerarlo obsoleto, rígido y disfuncional. Mi idea en este sentido es que una fábrica, casi con seguridad, comenzará a funcionar eficientemente después de una fuerte inversión financiera y la importación de equipamiento moderno. Un parlamento, una Asamblea Nacional, un país, haciendo lo mismo con un modelo democrático, no. Habrá quien dirá que, considerando nuestro actual modelo la ecuación siempre quedará resuelta con la implantación del sistema foráneo. Para esos y sus creencias, mis respetos. Y mi disensión.

El modelo democrático cubano tiene sin dudas negrísimos agujeros que desde hace mucho tiempo se hace necesario revisar. Y en ese sentido la revisión debe pasar no sólo por sus visibles errores, sino por cuánta responsabilidad tenemos todos, gobierno y población, en la magnitud de esos agujeros. Sin dudas, la asimilación de rasgos positivos como la libertad de prensa, expresión y de asociación, la protección a minorías, y la descentralización de poderes, por citar algunos, ayudarían a renovar y clarear esos agujeros. Pero, una cosa es integrar, debatir entre todos hasta donde debe llegar, hasta donde es pertinente para un país y un proyecto como el nuestro asimilar ciertos rasgos de la democracia occidental, y otro bien diferente la propuesta de su absoluta importación.

Y digo esto, para quienes suelen defender –y no son pocos– que con el establecimiento de una ecuación comparativa en la que se suele poner de un lado al modelo cubano y del otro, a un modelo clásico de democracia occidental está resuelto el tema. Me parece ingenuo. Nuestra comparación no debe ser con la versión extranjera, que obviamente no somos, sino con la posibilidad “nativa” que nunca llegamos a ser.

La apertura a la inversión extranjera, unido al letargo en que ha permanecido el debate sobre democracia y Estado de Derecho en Cuba hacen de este un momento ideal para pensar nuestra reestructuración. Un ajuste que debe comenzar por la re-alfabetización democrática de la población. De nada serviría que, forzados o no por el desembarco de capital, modernizáramos y hasta occidentalizáramos el modelo si la gente no sabe usarlo. Digo más, si no somos actores fundamentales de su diseño.

Si la palabra democracia continúa sonando a otras tierras o a subversión. En la actual coyuntura, todos los que no podemos ser protagonistas –en términos inversionistas– del futuro económico del país, tenemos el derecho, pero sobre todo el deber de serlo del democrático. Y para eso se hace necesario expandir las limitadísimas fronteras desde donde hoy entendemos la democracia. Que no es sólo prensa plural y libertad de expresión, pluripartidismo y derecho de asociación. No es sólo elegir por voto directo al Presidente de la nación. También es verdadera participación ciudadana, igualdad de género, racial y de opción sexual, acceso igualitario a una salud y educación gratuitas y de calidad. Y como ya he mencionado antes, es también, el innegociable derecho de que todos sepamos cómo usarla.

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