Aeronáutica civil

Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez, Barajas, Madrid. Foto: El país.

Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez, Barajas, Madrid. Foto: El país.

El Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez, Barajas, no es sino un glamoroso y kilométrico centro comercial de productos de lujo. Ir caminando de una terminal a la otra es una experiencia atlética y cultural gratificante, casi enajenante del todo, donde uno recorre una buena milla inglesa en poco más de media hora sin apenas darse cuenta.

El día que volaba a Cuba desde Madrid previamente había embarcado el equipaje en Barcelona, por lo que no lo vería más hasta arribar a La Habana, así que con la pequeña maleta de cabina y una mochila con la PC portátil, me dispuse a pasear con calma en lo que llegaba el momento de embarcar. No demoraría demasiado.

Lo primero que uno descubre cuando se acerca de a poco a la puerta de acceso al avión donde esperan una mayoría de cubanos es precisamente la algarabía sorda, la estridencia de unos pocos decibeles por encima de las normas establecidas, suficientes para delatar la presencia de los compatriotas emocionados, eufóricos. Van apareciendo los abultados equipajes de mano, sospechosamente numerosos, como si sobrepasasen a simple vista, sin esfuerzo alguno –ni aún proponiéndoselo– las dimensiones y los 10 kg que permite la aerolínea Air Europa, siendo víctimas, todos, del complejo de canguro fisiculturista que destila el viajero cubano cuando regresa a casa.

La costumbre, no digo el mal hábito, nos lleva a reagruparnos, a organizar la cola, con la paciencia típica del que acostumbra y sabe esperar cual si fuese un instinto milenario. Dos chicas de la compañía aérea se adelantan a los acontecimientos.

Por su cuenta, sin darnos tiempo, empiezan a chequear los pasaportes cubanos. Ningún otro pasajero que no sea un ser humano nacido en Cuba es molestado. Falta una hora para la salida del vuelo pero aprovechan para corroborar que todo está en orden con los documentos de viaje, debidamente prorrogados, vigentes, con la pegatina magenta escrita a mano, que no puede faltar casi nunca.

“Estamos en Cuba”

Cuando comienza el chequeo, la cola, que parecía organizada, casi se desvanece; algunos, lo más ladinos, escurren el bulto y se adelantan subrepticiamente; otros, se cuelan a la cara, sin pedir perdón ni permiso, buscando quizás conseguir un asiento más cómodo que en realidad hubiesen tenido que reservar con antelación, y pagando tres o cuatro euros más. Como compré los boletos por vía telemática conozco mis asientos antes de llegar al mostrador. De ida y vuelta. Así que quieto.

Cuando uno observa con detenimiento empieza a notar los detalles interesantes: las filiaciones futbolísticas irreconciliables entre los blancos merengues y los culés azulgranas; la fobia a cruzar agua salda, a sobrevolar un océano, de los que se persignan con los dedos en cruz; los rezos de los devotos a todos los santos del panteón yoruba, con sus inconfundibles atuendos místicos; las chicas del Vedado y Playa, que estudian estomatología en la Universidad Complutense de Madrid, que las hay; ciertos filósofos marxistas, cambia casacas, escapados del cerco.

También es posible detectar a los desertores y expatriados felices, muy prósperos; alguna que otra gitana tropical de cabellera hirsuta; un oriental de La Habana, esta vez con acento andaluz. Es una fauna en la que no pueden faltar también los viejos verdes y las viejas fláccidas. La lujuria inconfesable los delata a la primera. Miran con descaro y deseo a los viajantes. Por lo menos a los más jóvenes.

Todos llevamos la expectación pintada en el rostro. Antes de embarcar examinan de nuevo los pasaportes a los viajeros que lucen ostensiblemente como cubanos. Estoy acostumbrado y no me resisto al acto humillante de mostrar mi pasaporte, otra vez, como si fuese un criminal terrorista bajo orden de búsqueda y captura. Los demás cubanos que viajan conmigo, aunque callan, igual protestan a través de una de esas miradas desquiciantes que dejarían loco o tuerto a cualquiera.

Cuando el avión despega comienza la aventura de intentar dormir. Me espera un largo salto trasatlántico de unas once horas de duración en dependencia del clima. De compañero de viajes me corresponde un inquilino en el asiento de la izquierda, el que da a la ventanilla. Me aclara por lo bajo, sin que le haya preguntado nada, que es un empresario del sector inmobiliario que visita Cuba para hacer negocios. Que su oficina está en la 5ta Avenida de Miramar; que viaja dos veces al año.

Soy, más que educado, casi un hipócrita. Acepto el embuste evidente como parte del juego de la convivencia y no le hago un desaire, ni lo desenmascaro, pero me consta que esos afortunados y emprendedores señores viajan en clase bussiness, en amplios y mullidos butacones, en la parte delantera y más exclusiva del avión, separados del resto de los mortales por gruesas y pesados cortinas, a salvo de las miradas indiscretas de los plebeyos que vuelan en clase turista, arracimados como plátanos maduros. No le hago más caso del necesario. Aun así es en vano.

El hombre a mi lado insiste en alimentar su leyenda de ser un empresario español. Intenta imitar sin éxito el acento castizo, el seseo típico de los nativos hispánicos, ese dialecto gilipollas que detesto escuchar cuando veo una buena película, sea comercial, dramática o porno. No lo consigue por más que se esfuerza.

Al final deduce que no me importa nada de lo que se ha propuesto convencerme. Está quedando en ridículo y no le interesa pero se calla. Acierta a sonreírme antes de empezar a dormitar en voz alta. Definitivamente será un viaje largo y aburrido. Comienza la programación cinematográfica. Buscando a Dory y Café Society.

Foto: Pixabay / StockSnap.
Foto: Pixabay / StockSnap.

Las aeromozas pasan vendiendo los audífonos necesarios. Ningún cubano de los que me rodea se gasta los tres euros que cuestan. Muy por el contrario. Cierran los ojos para descansar o abren sus bolsos para extraer sus propios auriculares.

Llega el momento de comer. La dieta es de altura pero escasa. Insípida a ratos. Los cubanos comen con apetito pero sin prisa. Hasta el final. No se guardan nada. Qué importa que el menú tenga cierto regusto a horno de microondas. Los demás, turistas, olfatean aquello; incluso lo prueban. Los menos lo devoran con cautela.

El avión es tan estable que parece detenido en el aire. Completamente inmóvil. Cimbra en ocasiones pero nunca pierde la sustentación. Horas después alguien divisa tierra pero aún falta mucho para llegar a Cuba. Abajo se distingue una masa helada. Sin una pizca de verde. Un tanquero de 300 metros parece un insecto. Miro al monitor. Estamos sobre Terranova. Las últimas horas son las peores.

El avión sigue su camino sobrevolando en apariencia la costa este de los EE.UU. En algún momento nos acercamos sin percatarnos al Triángulo de Las Bermudas.

Un rato más tarde la ciudad de Miami es una galaxia lejana, de puntos luminosos, diez kilómetros por debajo de nosotros. Algunos suspiran.

El último atisbo de tierra habitada y firme antes de llegar a Cuba es Cayo Hueso. Es noche cerrada hace muchas horas pero es posible incluso distinguir pequeñas luces que titilan en medio de la nada oscura del Estrecho de La Florida.

Deduzco que puede ser algún que otro barco mercante o de pesca en alta mar. Quizás un lujosísimo yate de recreo. Tal vez una chalupa artesanal, improvisada, navegada por un viejo que desconoce que los pies secos ya no sirven de nada. Que se acabó la magia.

Falta media hora cuando más. Es la distancia brutal que separa el Norte del Sur. Tan cerca. Tan lejos. En breve minutos aterrizamos en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana, Cuba. Casi todos sonríen expectantes y muy nerviosos. Otros roncan sin disimulo o se anudan los cordones antes de encender los móviles y tras tocar tierra. En cuanto se abren las puertas del avión lo primero que siento es un calor que me abrasa.

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