1989

Foto: slowmotiv.com/

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Desde lejos vi a mi amigo Pepe pedalear bajo el sol, o más bien contra el sol, contra quién sabe cuál otra zancadilla de la vida. Hombre quemado, envejecido. Mano callosa que se tiende con sincera alegría, tantos años después.

Diálogo breve.

Si algo le debo a Pepe son palabras.

No dije ni una aquella tarde de 1989 en que se definía su destino. Ese día se hacía la reunión de la Federación Estudiantil, donde se nos daba o no el aval que permitía aspirar a la universidad. En el fondo se trataba de una mascarada, pues ya los militantes comunistas del grupo habían dictado sentencia. Y, si alguien se las daba de abogado defensor, le podía costar su propio aval, como le pasó a Héctor, en el grupo de al lado.

Estaba Dulce, la profesora guía. Estaba Alfredo, el subdirector, mucho más que un «invitado». Antes, en el patio de la escuela, Omar, el director, había advertido que «aquí se sabe todo» y que ese todo incluía quién no era revolucionario, quién era homosexual, quién había hecho esto o lo otro… Nos inyectó la vacuna perfecta que es el miedo.

Dichoso Roger, el pesista: se había perdido el documento que probaba que estuvo de licencia deportiva cuando la escuela al campo. El subdirector vociferó que sin eso no tenía derecho al aval. Entonces Roger bajó la cabeza y no votó ni dijo sílaba en el resto de la jornada. Por suerte, días después apareció el papel, y pudo estudiar Cultura Física.

Cuando llegamos a Pepe, el monitor de Inglés ─quien de seguro hubiese sido mejor teacher que muchos─, el entonces fervoroso militante Maximiliano representó su parte del guion: reveló al colectivo que el compañero no era miliciano.

Dulce miraba adolorida; pero Alfredo advirtió enseguida que quien no estaba incorporado a la defensa no tenía derecho a la universidad, que eso sí estaba claramente establecido.

Las milicias… Dios mío. Las Milicias de Tropas Territoriales o MTT, las «métete». Se decía que la incorporación era voluntaria; pero la no incorporación costaba la carrera. En casos como ese, usábamos el neologismo volungatorio. Las milicias… Dios mío. Los más previsores no faltábamos jamás a un domingo de aquellos que terminaban en ridículos juegos a los tiros, donde el instructor dividía a los soldados en malos y buenos, y ─por supuesto─ los malos cumplían puntualmente la obligación de perder. Pero los yanquis «si se tiran, quedan». Y Pepe, que soñaba con ser profesor de Inglés, si no se alista, queda.

Y allí estalló el debate. Con prudencia se dijo que vivía en una zona alejada de la ciudad, donde no estaba bien organizada la milicia; que Pepe había confundido el domingo de la defensa con los trabajos voluntarios, a los que sí iba; que merecía la oportunidad de incorporarse en ese momento para no perder el aval… Hasta que habló la entonces fervorosa militante Liana: si los demás llevábamos tanto tiempo «sacrificándonos» en las MTT, ¿cómo él se iba a apuntar a última hora y salir por la misma puerta? De nada valió el esfuerzo de Grétel, quien osó hacer las veces de abogada. De nada, la visible angustia de los más. De nada, mi silencio.

Aunque la votación se hacía según el orden de «a favor, abstenciones o en contra», en el caso de Pepe la jefa de grupo preguntó al revés: «en contra, abstenciones, a favor». Y aquella mayoría contrariada y herida alzó la mano, resignada ante el fatum. Al preguntar por las abstenciones, se levantaron dos manitos: la de Grétel, la mía.

El subdirector dijo que a él «no le gustaban» las abstenciones, tan «propias de blandengues», y en adelante no se volvió a quebrar la unanimidad.

Por aquel gesto, que a mis compañeros les pareció valeroso (y al subdirector y a mí, blandengue), Pepe me ha saludado casi con devoción las pocas veces que he vuelto a encontrármelo en la calle: hombre quemado, envejecido.

Cuando el último encuentro, la radio en mis oídos repetía: «Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado», frase que no escucharon Liana ni Maximiliano, porque hace mucho optaron por combatir a los capitalistas cara a cara. Me quité los audífonos para saludar a Pepe. Hice preguntas mínimas. Y lo vi derretirse pedaleando bajo el sol ─contra el sol de cada tarde─, con una lata de sancocho en la parrilla.

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