Hay una invisible pero poderosa relación entre la tierra y sus habitantes. El campesino de Cuba conoce la suya, la nutre y explota, consciente o no.
Salir con la (hora) “fresca” a cultivar la tierra, huirle al sol, adivinar las nubes y encontrar el agua, son prácticas que debe interiorizar el guajiro, con saberes antiguos y transferidos o con la ciencia que aprende en las escuelas de su vida. Aunque se vaya a la ciudad, aunque construya en el pueblo, el campesino de alma regresa siempre a esos sonidos limpios del campo y a sus animales. Porque el campesino sabe el valor de un descanso, arrullado por la calma, luego de extraerle la savia a los surcos.
La gente en el campo ya no es tanta como una vez lo fue, pero cuidan el espacio donde germina la isla.
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