La vida en el lugar más triste del mundo

Esta es la crónica que no hubiese querido escribir. O al menos, que para hacerlo, bastara el distanciamiento propio de quien solo contempla el asombro ante un dolor que no te pertenece. Pero no es esta la crónica para mover diligencias ni sermonear sobre el presente o el destino de un país. Lo fuera si no hubiese pasado de ser el espectador, el extraño fascinado que anota datos reales y números imprescindibles en alguna agenda. Pero pasé de eso, me involucré.

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Si se planteara el ejercicio de imaginar el lugar más terrible del mundo –sin que responda a una geografía puntual o a una realidad histórica. Más bien esa clase de sitios donde la condición ordinaria del dolor los ha dispersado por todas las geografías, por toda la Historia− probablemente se piense en cementerios, funerarias, cárceles, pabellones de fusilamiento, internados para enfermos mentales. Pero hay un sitio que antecede a todos ellos, que los resume, el extracto de toda la agonía.

Un hospital pediátrico pudiera ser el lugar más terrible del mundo.

Porque pasé del piadoso que observa, del intocado, del que regresa a casa y cuenta con pena distante los modos en que se sufre. Porque pasé de la construcción del dolor que genera portadas de diarios. Porque pasé de mí. Porque la angustia verdadera no se comparte ni nada parecido, sino que es una experiencia egoísta que la creación literaria no puede modificar. No drenamos el dolor con la palabra: lo nombramos. Quizá por ello sea entonces, este texto, un pedazo de tristeza. Solo eso.

Existe una familia que vive actualmente –por voluntad− en el lugar más triste del mundo. No lo digo en un sentido tropológico. Llegaron nueve meses antes que yo. Son, básicamente, los anfitriones. Reciben y despiden familias. Cuelan café en las mañanas y arman la tendedera diaria en el cubículo número siete, en la sala Respiratorio B del Hospital Infantil José Luis Miranda de Santa Clara.

Al mediodía del cuatro de enero Yelennys Ruíz Morejón colgaba la ropa mojada… y mi desconcierto, que aún pende. Mi hijo de dos años, una neumonía en casi todo su pulmón derecho, y yo, nos instalábamos sin desarmar el equipaje, con la premura de quien va de paso. Hubo tiempo de vaciar las maletas. Hubo tiempo de ordenar la ropa y otros artículos. Nunca me había pesado tanto el sentido doméstico de un espacio. Me resistí a apropiarme de aquel sitio. No quería alinear las sandalias en un rincón, ni trasladarme a otra cama persiguiendo la proximidad del lavadero o la vista que ofrecía el ventanal de cristales. Terminé haciéndolo. Yelennys, de treinta y tres años, su esposo e hijos, también.

Me cuenta cómo nació en el Condado. Fue atleta de alto rendimiento, taekwondoca. Cumplía los catorce años cuando se marchó de la casa para vivir con un novio. Cynthia, la primera de las niñas, llega a los dieciséis. Cynthia padece Síndrome de Down, lo que la salva de padecer la realidad.

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Los pasillos del Pediátrico lucen dibujos infantiles de poca elaboración, no minimalistas, sino nerviosos trazos de crayola que sobrepasan el contorno. Del falso techo cuelgan farolillos de papel. Adornos de alguna materia invisible, cuya única función es no existir. Casi nadie logra percibirlos. Es mejor así. En ellos está contenida toda la furia. La política de los hospitales impone el silencio como norma. Los adornos son la sustancia palpable del dolor, la física apariencia del grito. Descubrirlos requiere estoicismo. Requiere tiempo allí.

Además de Cynthia, Yelennys tiene otros tres hijos. Cristiano, de cuatro años, sufre una lesión estática del sistema nervioso central. Está parapléjico. Chris Angely no alcanza el año, es la menor. Ambos nacieron en el edificio donde alguna vez hubo una pizzería: el hogar de todos, anterior al Pediátrico. Cinder, tiene catorce y vive con la abuela paterna. No existe una paternidad común para todos, cada cual arrastra su propio fantasma del padre. Yoan Alberto intenta aliviar ese vacío aunque solo la niña menor sea suya, es el esposo de Yelennys.

Lo terrible de las salas del Pediátrico probablemente resida en el sosiego. Se muere a diario, con escandaloso silencio. Un pequeño convulsiona a tu costado y pueden sentirse alaridos, pero algo en la atmósfera se calma. El personal que allí trabaja también es calmo. Las doctoras son dulces como predicadores evangélicos. De alguna forma trafican con la fe, y yo me entrego a ellas, y les compro toda la mercancía, y no me alcanza. Pero no son piadosas, me agrada eso. No es la lástima quien conduce a la cura sino el desafío. Proceden como operarios. Algo en los niños no funciona bien: se trabó aquella válvula, se zafaron las poleas en los brazos, las ruedas dentadas del equilibrio necesitan aceite. Observan las radiografías a trasluz como si leyeran alguna lengua ancestral. Y lo hacen. Luego hablan en jerga, uno no entiende ni quiere, la propia ignorancia ofrece cierta paz. Escucharles “derrame pleural” resulta menos agresivo que “líquido en el pulmón”. Terminamos por agradecer la jerga. A ellos he apostado casi todo, aunque no me quede casi yo.

La familia de Yelennys tiene la firmeza emocional de las doctoras. Flotan entre tanques de oxígenos, semblantes cadavéricos, gente deshecha. A pesar de los padecimientos congénitos todos están sanos, es decir, sin criterios de ingreso. Mientras un adolescente se asfixia del asma ellos, impasibles, siguen la telenovela de turno. Se trata de un estado natural de la existencia incomprensible para mí. No alcanzo a imaginar un episodio alarmante para esta familia, aunque me esfuerce. Inmunes al dolor, han aprendido a ser felices sobre todos los límites, en los bordes de la vida. Sigo sin comprender.

Cuenta que dormían sobre colchonetas, en piso de tierra. Después de su tercer divorcio Yelennys irrumpe en una antigua pizzería. Un inmueble abandonado de la calle Toscano entre San Miguel y Nazareno. Allí vivió durante un año sin agua potable. La electricidad la extraían ilegalmente del tendido público. Cristiano enfermó de gravedad, entonces la familia se movió al Pediátrico. En un mes el niño estaba de alta, pero estar sano suponía una enfermedad peor: el hambre. La directiva del centro y la policía, a sirena limpia, intentaron echarlos decenas de veces. Sin éxitos. Ya parece que no importa. Se alimentan en el propio comedor del hospital. La disposición de interiores, en su cubículo, tiene el intimismo de cualquier escena hogareña. Hornillas, cajas, un pequeño televisor de pantalla monocromática, perchas de ropa limpia, una vajilla de formas y motivo diversos, incoherente entre sí, a juego con ellos.

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De todos los sitios probables en que el escalón más bajo de la pirámide salarial busca refugio, un Pediátrico me sigue desconcertando.

Recorrer las salas y galerías del hospital es parte de alguna penitencia. Golpearse a sí mismo en plena lesión. Si alguien emprende el periplo a voluntad, ese alguien me asusta. Por gestiones visité un par de veces Cuidados Intensivos. ¿Esperas la entrevista también? Me preguntó allí un hombre cincuentero de gorra sobre los ojos. Existe, en Terapia, una pequeña habitación donde la familia del paciente aguarda “la entrevista”. No tenía idea. Me aterró tenerla. Le dije que no. La pena era una plomada dentro de mí, pesaba tanto. De detrás de una compuerta blanca apareció el especialista dispuesto a explicar el estado de los enfermos. ¡Era Terapia Intensiva, se sobrevive o no, sin trucos ni jergas! Me fui antes. La plomada era insoportable ya. Lo siniestro de las malas noticias siempre ha sido la pausa antes de lo terrible, el pedacito de silencio que antecede el desastre. Aquella fue la entrevista que nunca querré tener.

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Yelennys es negra y tiene el pelo corto, pero usa un peluquín oscuro, de celdas sintéticas que cuida hasta el cansancio. Cada tarde lo peina. Uno puede alelarse viéndola. Le toma horas. En las noches pasea por el edificio con el pelo suelto hasta las caderas. Vuelvo a esforzarme e intento imaginar los sitios probables que visita, pero no alcanzo. Entre mi realidad y la suya existe un abismo irremediable. Sortearlo es ridículo. Hay, en ella, un elemento en estado larval, completamente puro, al que no puedo acceder, no logro descifrarlo. Este intento por explicar el modo impávido de ser feliz en el lugar más triste del mundo, es baldío. Buscar soluciones –la obsesión primitiva de la prensa- me parece absurdo, porque el puñetazo visual que me derrumba, a ella solo le recuerda que está en el sitio correcto. Y lo está.

En quince días llegó nuestro egreso. Armé el equipaje con la premura de un reo liberado. Las dulces doctoras balbucearon un adiós en jerga. Lo agradecí. Yelennys con voz de rama rota –propia de quien crece en orillas– gritó desde la distancia ¡Qué no vuelvas nunca!

También lo agradecí.

 

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